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– ¿Dibujas bien? -preguntó Cosima con voz apagada, sin dejar de masticar alegremente.

– No lo sé. Es la primera vez que dibujo. Por lo menos como se supone que hay que hacerlo.

– Si te sale bien, ¿dejarás que me lo quede?

– Sólo si es bueno. Si es terrible se irá al fondo de mar.

– Como el corazón de esta manzana -dijo Cosima, lanzándolo lo más lejos que pudo. El corazón fue a caer sobre la roca.

– Buen intento.

– No me gusta estar cerca del borde. Me da miedo caerme.

– Sería una pena.

– ¿Por qué hablas italiano? -Cosima sacó un panino de la cesta.

– Porque mi madre era italiana.

– Tu madre era mi tía abuela. Me lo ha dicho papá.

– Así es.

– La mataron.

– Desgraciadamente, murió antes de que pudiera conocerla. Mi padre volvió a casarse.

– ¿Te gusta tu nueva madre?

– La verdad es que no. Nadie puede compararse con nuestra madre de verdad. Aunque siempre se ha portado bien conmigo, supongo que yo no quería compartir a mi padre con nadie.

– Yo tengo a mi padre para mí sola -dijo Cosima orgullosa, alisándose el vestido rosa que acababa de estrenar.

– Tienes mucha suerte. Tu padre es un buen hombre. Te quiere mucho.

Mientras hablaban, la mano de Alba empezó a dibujar, No se concentraba en lo que hacía, sino que simplemente dejaba vagar libremente el lápiz sobre el papel.

– Debes echar de menos a tu madre. -De repente, el rostro de Cosima se volvió serio.

– No creo que vaya a volver -dijo con un suspiro, y añadió alegremente-: Aunque eso da igual, ¿no?

– ¿Sabes?, cuando era niña nadie hablaba nunca de mi madre y eso me ponía muy triste porque no me permitían recordarla. El mundo de los adultos a menudo puede parecer muy confuso. Al menos lo era para mí. Yo deseaba que me dijeran que ella me quería y que su muerte no había tenido nada que ver conmigo. No quería sentir que me había abandonado. Tu madre tuvo un buen motivo para marcharse, pero no fue porque quisiera dejarte. Supongo que sabía que no podía llevarte con ella. Para ti era mejor quedarte aquí con tu familia. Seguro que te echa mucho de menos.

Cosima pensó en lo que Alba acababa de decirle con rostro solemne. Su expresión no servía para el retrato.

Alba dejó de dibujar.

– ¿Cómo es tu madre?

El rostro de la pequeña se despejó de nuevo y Alba volvió a apoyar el lápiz en el papel.

– Es muy guapa. Le gusta llevar el pelo recogido. Tiene una larga y lustrosa melena. A mí también me gusta llevar el pelo recogido. Creo que me parezco a ella. Al menos, eso es lo que dicen todos. Muchas veces, cuando me acostaba, me contaba historias para que no tuviera miedo. No me gustaba cuando le gritaba a papá. A papá tampoco le gustaba. Aunque a mí nunca me gritaba.

– Claro que no. Los adultos se gritan por los motivos más estúpidos que puedas imaginar, sobre todo los italianos -dijo Alba, dibujando la expresión de los ojos de la pequeña sobre el papel. Cosima tenía unos ojos enormes como los de Toto. Eran de un suave color miel.

– Cocina muy bien -prosiguió Cosima. De pronto se echó a reír-. Papá decía que preparaba el mejor risotto con champiñones de toda Italia. -Guardó silencio durante unos segundos y añadió alegremente-: Nunca me compró tres vestidos.

Alba levantó los ojos del dibujo.

– Se quedaría muy impresionada si viera éstos, ¿verdad?

– Me cepillaría el pelo y me lavaría la cara.

– No tiene sentido ponerse cosas bonitas si llevas el pelo y la cara sucios.

– ¿Tú tienes hijos?

Alba sonrió y negó con la cabeza.

– No estoy casada, Cosima.

– Pero podrías casarte con Gabriele. -Soltó una risilla maliciosa.

Su risa sorprendió a Alba.

– ¿Quién te ha hablado de Gabriele?

– Oí a papá y al abuelo mientras hablaban de él.

– Casi no conozco a Gabriele -respondió Alba-. Le conocí en Sorrento y me trajo hasta aquí en su barco.

– Dice papá que quizá le llamarás por teléfono y que le invitarás a venir.

– ¿Eso dice?

– ¿Es guapo?

– Mucho.

– ¿Le quieres?

Alba se rió entre dientes ante la inocencia de la pregunta.

– No, no le quiero. -Cosima pareció decepcionada-. Quiero a un hombre llamado Fitz -añadió-. Pero él a mí no.

– Yo me olvidaría de ese Fitz. Seguro que Gabriele te quiere.

– El amor es algo que hay que alimentar, Cosima. Gabriele casi no me conoce. -Ensombreció lentamente el cabello de la niña.

– Si quieres, podríamos invitarle a uno de nuestros picnics. Luego podrías casarte con él.

– Ojalá la vida fuera tan sencilla -dijo Alba con un suspiro, echando de menos a Fitz.

– ¿Sabes?, dentro de poco cumpliré siete años -gorjeó Cosima, que estaba empezando a cansarse de posar para el retrato.

– ¡Estás hecha toda una mujer!

– Me pondré uno de mis vestidos nuevos -dijo la niña, feliz-. Y llevaré el pelo como mamá.

Cuando Alba terminó, sostuvo el cuaderno delante de ella para poder estudiarlo con perspectiva. La verdad es que era bastante bueno, cosa que la sorprendió, sobre todo porque jamás había sido buena en nada… excepto en ir de compras. Cosima se quedó de pie detrás de ella y soltó un exagerado jadeo por encima de su hombro.

– ¡Es brillante! -exclamó.

– Eso te parece, ¿eh?

– No irás a tirarlo al mar, ¿verdad?

– No, me parece que no.

– ¿Me lo regalas?

Alba no estaba demasiado dispuesta a separarse de él.

– Está bien -concedió-. Si me das un panino.

Bajaron por la colina hasta el olivo.

– Aquí está enterrada mi madre -le dijo a Cosima. Resultaba extraño pensar que tenía a Valentina debajo de sus pies, lo más cerca que habían estado en veintiséis años.

– ¡No está aquí! -exclamó Cosima-. Está en el cielo.

– A mí también me gusta pensar que está en el cielo. -Sin embargo, en secreto pensaba que el espíritu de Valentina seguía flotando en la casa entre las velas, los altares y el monumento conmemorativo en que Immacolata había transformado su cuarto.

Mientras bajaba por la colina hacia el pueblo, después de haber dejado a Cosima en casa con sus animales y con el retrato para que se lo enseñara a la familia, Alba se encontró pensando de nuevo en Fitz. Llegó incluso a plantearse la posibilidad de telefonearle. El picnic con Cosima, por quien había empezado a sentir un gran cariño, le había alegrado el ánimo. La belleza del paisaje era sobrecogedora. La luz rosada y melancólica de la tarde lo bañaba todo y su corazón anhelaba amar. Habría dado cualquier cosa por tener a Fitz allí con ella para que la estrechara entre sus brazos y la besara de ese modo tan íntimo al que la había acostumbrado. No se sintió tan avergonzada por ello como hasta entonces. Quizá le llamara esa noche. A fin de cuentas, ¿qué era lo peor que podía pasar?

Cuando llegó a la trattoria se encontró con Lattarullo, que estaba sentado solo, tomando una taza de café cargado. Llevaba la camisa manchada de grasa y el pelo alborotado, despeinado en tiesos mechones grises. La invitó a que se sentara con él.

– Permita que la invite a una copa para darle la bienvenida a Incantellaria -dijo, llamando al camarero-. ¿Qué quiere tomar? -Aunque Alba deseaba estar sola y pasear por el pueblo que había visto crecer a su madre, no le quedó otra opción que aceptar la oferta del agente.

– Una taza de té -dijo, tomando asiento.

– Muy inglés -se río Lattarullo, satisfecho, sorbiendo y pasándose el dorso de la mano por la nariz.