– Bueno, al fin y al cabo soy inglesa -respondió Alba con frialdad.
– Pues no lo parece, excepto por los ojos. Son muy extraños. -Alba no supo si tomarse las palabras de Lattarullo como un cumplido. El policía, que disfrutaba sobremanera con el sonido de su voz, prosiguió sin prestarle mayor atención-. Los tiene usted muy claros. De un gris muy poco habitual. Casi azules. -Se inclinó hacia ella y su aliento a café la envolvió en una nube apestosa-. Casi habría jurado que eran violetas. Su madre tenía los ojos marrones. Se parece mucho a ella.
– ¿La conocía bien? -preguntó Alba, decidiendo que si tenía que soportar el aliento a café y las indeseadas observaciones de su compañero de mesa, al menos podía intentar obtener algo a cambio.
– La conocí cuando era apenas una niña -respondió orgulloso Lattarullo.
– ¿Y cómo era?
– Un pequeño rayo de sol. -«Menuda ayuda», pensó Alba. Immacolata y él tenían por costumbre hablar de Valentina empleando un cliché tras otro.
– ¿Y cómo fue la boda? -preguntó. Esa, al menos, era una pregunta que todavía no había hecho. Lattarullo la miró, ceñudo.
– ¿Boda? -repitió con la mirada vacía.
– Sí, la boda. -Durante un instante, creyó haber elegido el término incorrecto-. Ya sabe, cuando se casó con mi padre.
– No hubo ninguna boda -respondió él con un susurro.
A Alba se le paró el corazón.
– ¿Que no hubo boda? ¿Por qué no?
Lattarullo la miró durante un buen rato. Su rostro recordaba el de los peces disecados que colgaban de las paredes de los pubs ingleses.
– Porque estaba muerta.
Alba palideció. ¿Valentina nunca se había casado con su padre?
– ¿El accidente ocurrió antes de la boda? -preguntó despacio. No era de extrañar que su padre no quisiera que fuera a Italia.
– No hubo ningún accidente, Alba. Valentina murió asesinada.
23
BeechfieldPark, 1971
Tras el asesinato de Valentina, Thomas se juró que metería el recuerdo de esa época espantosa en un baúl, lo cerraría con llave y dejaría que se hundiera en el fondo del mar, como el casco de un barco que contuviera los cuerpos de sus muertos. Durante años se había resistido a la macabra tentación de encontrarlo, abrir la cerradura y rebuscar entre los oxidados restos. Margo le había rescatado de las oscuras sombras en las que estaba sumido y le había sacado, parpadeante y desconcertado, a un mundo de luz y de amor, aunque de un amor totalmente distinto. Thomas jamás logró olvidar el baúl cerrado, pero su recuerdo sólo le atormentaba en sueños. Además, tenía a Margo, que le pasaba una tranquilizadora mano por la frente, y el baúl había quedado deliberadamente olvidado en el cieno acumulado en el fondo del océano. Atesoraba la esperanza de que, tras su muerte, el baúl terminaría por hundirse definitivamente bajo el cieno y desaparecería para siempre.
Sin embargo, no había contado con la determinación de Alba por bucear en esas aguas. Durante años había puesto todo su empeño en mantenerla con decisión en tierra firme. Pero ella había encontrado el retrato, la llave del baúl, y sabía que en algún sitio había una cerradura en la que encajaba. Lo cierto era que estaba orgulloso de la inteligencia de su hija y que una parte de él admiraba su determinación. Era la primera vez en la vida que su hija se había mostrado resolutiva. Pero Thomas temía por ella. Alba no tenía la menor idea de lo que contenía el baúl ni tampoco sabía que, una vez abierto, ya no podría volver a cerrarse. Conocería la verdad y tendría que vivir con ella, e incluso reescribir su propio pasado.
A Thomas no le quedaba otra elección que rescatar el baúl del fondo del mar, apartar el cieno y el coral que se habían acumulado a su alrededor y abrirlo de nuevo. En cuanto lo pensó, sintió que un escalofrío le erizaba la piel. Encendió un cigarrillo y se sirvió una copa de brandy. Se preguntó si Alba habría encontrado a Immacolata. Si la anciana seguiría viva. Quizá Lattarullo estuviera también allí, quizá ya jubilado, hablando como antaño sin importarle si alguien le escuchaba. Pensó en Falco y en Beata. Toto ya debía de estar hecho todo un hombre, quizás incluso tuviera hijos propios. Posiblemente, tras la muerte de Valentina hubieran decidido que vivir en ese lugar tan peculiar sólo les causaría infelicidad. Quizás Alba jamás diera con ellos. Deseó, por el bien de ella, que regresara con la imaginación todavía fresca e inocente pues, aunque jamás le había mentido, tampoco había corregido su particular versión de la verdad. No le había dicho que nunca se había casado con su madre, ni que Valentina había muerto asesinada la noche antes de la boda. A fin de cuentas, lo había hecho por su bien. Había intentado proteger el mundo seguro que había construido para ella. Si Alba llegaba a descubrir la verdad, ¿la entendería? ¿Llegaría a perdonarle?
Le dio una chupada al cigarro y recostó la espalda contra el respaldo del sillón de cuero. Margo había salido a montar y le había dejado a solas con el baúl a sus pies y las llaves en la mano. Lo único que tenía que hacer era girar la llave en la cerradura y levantar la tapa. No necesitaba mirar el retrato porque podía ver el rostro de Valentina con tanta claridad como si la tuviera de pie delante de él. Una vez más, sintió que le envolvía el cálido olor a higos, transportándole a Incantellaria. Ya casi era de noche. Se casaría la mañana siguiente. Sentía el corazón pleno y desbordante de felicidad. Había olvidado la/esta di Santa Benedetta, el desastroso momento en el que Cristo se había negado a sangrar. Había hecho caso omiso de las extrañas palabras de Valentina. Metió entonces la llave en la cerradura, levantó la tapa y se acordó de ellas, ponderando su significado: «Necesitamos la bendición de Cristo. Y yo sé cómo conseguirla. Yo me encargo, ya lo verás».
Italia, 1945
Esa noche, la excitación tenía a Thomas inquieto. No podía dormir en la trattoria porque el aire era caliente y pegajoso a pesar de la brisa que llegaba desde el mar. Se puso unos pantalones y una camisa y salió a pasear por la playa con las manos en los bolsillos mientras contemplaba su futuro. El pueblo estaba en silencio. Tan sólo algún gato se deslizaba silencioso por las callejuelas, agazapado entre las sombras, buscando ratones. La semioscuridad diluía el azul de las barcas varadas en la arena. Había luna llena y el cielo se extendía en la negrura, vasto y salpicado de estrellas que se reflejaban en las suaves olas como gemas. Se acordó entonces de las aventuras vividas durante la guerra, tan lejanas ya en el tiempo, y sintió una punzada de culpa por haber excluido a su familia de la boda. En cualquier caso, se llevaría con él a casa a Valentina y a Alba y les sorprendería a todos. Estaba seguro de que las querrían tanto como él.
Pensó en Valentina con una sonrisa en los labios. Presumiría de ella por todo el pueblo. La llevaría a la iglesia los domingos, con la pequeña Alba en brazos, y todos admirarían su porte y su belleza. La verían deslizarse por el pasillo del templo con esa forma de andar tan única, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo. Invitaría a Jack a pasar el fin de semana y compartirían un puro y un vaso de whisky después de la cena en el estudio. Se reirían de la guerra. De las aventuras que habían vivido juntos. Y recordarían el día en que el Destino les había llevado a orillas de Incantellaria. Recordarían también la interpretación que Rigs había hecho de Rigoletto, las lujuriosas mujeres de la noche y a Valentina como la habían visto entonces, de pie a la entrada de la casa de Immacolata con su vestido blanco, semitransparente al sol. Jack le envidiaría y le admiraría. «Oh, Jack -pensó mientras se paseaba por la playa-, cómo me gustaría que estuvieras aquí para compartir esto contigo.»