Thomas había dejado los preparativos y los planes de boda en manos de Immacolata y de Valentina. Sabía que la pequeña capilla de San Pasquale estaría adornada con flores: calas blancas, las favoritas de su futura esposa. Sabía también que el vestido de la novia estaría exquisitamente confeccionado por la anciana e incomparable signora Ciprezzo, la de las uñas largas y amarillas como el queso rancio. Después de la ceremonia habría baile en la trattoria. Suponía que el pueblo entero estaría invitado. Lorenzo tocaría la concertina, los niños tomarían un poco de vino y resonarían las risas. A fin de cuentas, la guerra era cosa del pasado y al alcance de todos se abría la posibilidad de un futuro optimista. Immacolata, Beata y Valentina llevaban días cocinando. Marinando, horneando, glaseando, preparando guarniciones. Los preparativos parecían no tener fin. Tanto era así que Thomas apenas había tenido oportunidad de ver a su prometida. Ella le dejaba al cuidado de Alba mientras desaparecía en el pueblo con mil recados que hacer o para probarse el vestido, deslizándose feliz entre las rocas, saludándole con la mano mientras se alejaba y gritándole mil y una instrucciones para el cuidado de Alba, que era una niña quisquillosa y consentida.
Thomas anhelaba poder disfrutar de las noches a solas con su mujer y saborear el placer salado de su piel. Besar su boca sabiendo que podía tomarse su tiempo, que nada ni nadie les interrumpiría. Deseaba como nada en el mundo hacerle el amor. Estrecharla entre sus brazos, convertida ya en su esposa. Ansiaba convertirse en su marido ante la ley y que Dios fuera testigo de su unión.
«Si Freddie estuviera vivo, ¿qué pensaría de ella?» Conociendo a su hermano como le había conocido, sin duda desconfiaría de la belleza y de la sonrisa de Valentina. Freddie no había sido un hombre romántico, sino profundamente realista. Se habría casado con una mujer a la que hubiera conocido desde siempre, una mujer alegre y con los pies en el suelo que sin duda habría sido buena madre y esposa. No era un hombre que creyera en la clase de amor que Valentina y Thomas compartían. Ese amor feroz y apasionado se le antojaba peligroso. En cualquier caso, Thomas ya no se estremecía de dolor al pensar en su hermano. Por fin había logrado aceptar su muerte y, aunque bien era cierto que nadie podía sustituirle, el amor que sentía por Valentina había llenado su corazón, colmando con él la desolación que hasta entonces le había embargado. Aun así, estaba convencido de que Freddie habría terminado queriendo a Valentina. Y es que era impensable que no fuera así. Su hermano le habría dado unas palmadas en la espalda y habría admitido sinceramente que había sido bendecido más allá de las expectativas del común de los mortales.
Eran las tres de la madrugada. Thomas no quería estar cansado el día de su boda. En Italia, las celebraciones de las bodas se prolongaban durante días, de modo que iba a tener que echar mano de todas sus fuerzas para lo que se le avecinaba. Volvió sobre sus pasos por la playa hacia la fila de edificios que miraban al mar. Pronto amanecería y las contraventanas azules se abrirían de par en par para dar la bienvenida al sol de la mañana. Los vecinos regarían las macetas de geranios y quitarían las hojas muertas de las plantas, y los gatos volverían de sus rondas de cacería nocturna a dormir al sol. De camino a la trattoria, oyó la lejana aunque inconfundible música de la concertina. La voz grave y lastimera de Lorenzo se elevó en el aire bochornoso de la noche, entonando palabras de pesar y de pérdida. Sus versos de muerte se perdieron en el eco y Thomas no les prestó mayor atención.
«Esta noche es la última que duermo como hombre soltero -pensó feliz-. Mañana seré un hombre casado.» Apoyó la cabeza en la almohada y segundos más tarde cayó en un sueño sereno y satisfecho.
Horas después le despertaron unos golpes frenéticos en la puerta de la habitación.
– ¡Tommy, Tommy! -Era la voz de Lattarullo. Thomas se sentó en la cama, preso de un miedo glacial. Abrió la puerta y se encontró al carabiniere con el rostro gris de desolación-. Es Valentina -jadeó-. Está muerta.
Thomas clavó los ojos en Lattarullo durante un largo instante mientras intentaba encontrarle el sentido a lo que acababa de oír. Quizás estuviera viviendo una pesadilla. No debía de haber despertado del todo. Entrecerró los ojos y sacudió la cabeza.
– ¿Qué?
Lattarullo repitió lo que acababa de decir y añadió:
– Tiene que venir conmigo.
– ¿Muerta? ¿Valentina muerta? ¿Cómo? -Sintió que el mundo se desintegraba a su alrededor al tiempo que su corazón empezaba a desentumecerse, despacio primero y después a una velocidad endemoniada. Se agarró al marco de la puerta para mantener el equilibrio-. ¡No puede ser!
– Está en un coche en la carretera de Nápoles. Tenemos que ir antes de que… de que… -Tosió.
– ¿Antes de qué?
– Antes de que llegue todo el mundo -dijo Lattarullo.
– ¿De qué está hablando?
– Venga conmigo. Lo entenderá en cuanto lo vea. -La voz de Lattarullo era una súplica.
Thomas se puso a toda prisa los pantalones y la camisa que llevaba la noche anterior, se calzó y siguió a Lattarullo a la calle. Falco esperaba en el coche, lívido y macilento. Un par de sombras oscuras le rodeaban los ojos, coronándole los pómulos. Tenía la mirada feroz y huidiza. Los dos hombres se miraron, pero ninguno dijo nada. Falco fue el primero en apartar los ojos, como si la mirada de Thomas estuviera demasiado preñada de recelo. Thomas subió al asiento trasero y Lattarullo encendió el motor. El coche tosió y resopló hasta que por fin aceleró lo bastante como para poder arrancar. El sol lucía pálido e inocente en el cielo, totalmente ajeno al brutal asesinato que acababa de desvelar la luz del día.
A pesar de que tenía docenas de preguntas en mente, Thomas sabía que tenía que esperar. Le palpitaba la cabeza como si la tuviera firmemente sujeta por una fría estructura de metal. Aunque deseaba abandonarse al llanto como ya lo hiciera al enterarse de la muerte de su hermano, no pudo ceder al dolor en compañía de Lattarullo y de Falco. Se limitó simplemente a apretar los dientes y a intentar respirar con calma. ¿Qué hacía Valentina en la carretera de Nápoles en mitad de la noche? ¿Y la noche antes de la boda? Se acordó entonces de sus palabras: «Así es. Pero necesitamos la bendición de Cristo. Y yo sé cómo conseguirla. Yo me encargo, ya lo verás». ¿Qué había querido decir? Sintió que el arrepentimiento le encogía el estómago. Debería habérselo preguntado. Debería haber prestado más atención.
Por fin, no pudo seguir soportando el suspense.
– ¿Cómo ha ocurrido?
Falco soltó un gemido y se frotó la frente.
– No lo sé.
Thomas estaba irritado.
– Por el amor de Dios, estamos hablando de mi prometida -gritó-. ¡Algo tienes que saber! ¿Se salió el coche de la carretera? No hay ningún tipo de protección que ayude a impedir un accidente…
– No ha sido un accidente -dijo Falco con un hilo de voz-. Ha sido un asesinato.
Cuando llegaron al lugar de los hechos, lo primero que Thomas vio fue el coche. Era un Alfa Romeo descapotable de color burdeos con una exquisita tapicería interior de piel y nogal. Estaba cuidadosamente aparcado en un recodo de la carretera desde el que se dominaba el mar. Cuando vio a la mujer desplomada en el asiento del acompañante, sintió que durante apenas una décima de segundo la alegría le inflamaba el corazón. No era Valentina. Naturalmente que no. Ante sus ojos tenía a una mujer con el pelo recogido, las muñecas, los dedos y las orejas cargados de relucientes diamantes, la cara pintada como la de una furcia con perfilador negro y lápiz de labios de color carmín. La habían degollado y la sangre le había manchado la parte delantera del vestido de noche de lentejuelas y la estola de piel blanca que le envolvía los hombros como una alimaña decapitada. Las mejillas de la mujer eran tan blancas como la estola. A su lado había un hombre que Thomas no reconoció: elegante, con el pelo cano y un bigote fino y gris. De la boca le brotaba un reguero de sangre que se le había secado ya en el pañuelo de seda de color marfil que llevaba al cuello. Thomas miró a Falco y frunció el ceño.