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– Esta mujer no es Valentina -empezó. De pronto, sintió que el corazón se le salía del pecho. Falco se limitó a devolverle la mirada.

Thomas volvió a mirar hacia el interior del coche. Estaba equivocado. Era en efecto Valentina, aunque no la Valentina que él conocía.

«Mi piedra favorita, el diamante. Me gustaría llevar un collar de los diamantes más puros para brillar tan sólo una noche, saber lo que se siente al ser una dama.»

Fue entonces cuando abrió la puerta del coche y cayó sobre el cuerpo de Valentina, sollozando de desesperación y de incredulidad, penando por la mujer a la que había amado y también por él, víctima de tan cruel traición. Se aferró a ella y la encontró todavía caliente y blanda, profusamente envuelta en un perfume que no alcanzó a reconocer. ¿Cómo podía Valentina ir vestida de aquel modo? ¿Qué estaba haciendo en ese coche con aquel desconocido? ¿Y la noche antes de su boda? Nada tenía sentido. La zarandeó, como si pudiera todavía despertarla. ¿Acaso no bastaba su amor?

Sintió que unas manos ásperas le separaban de ella, llevándoselo de allí a rastras. De pronto, el coche estaba rodeado de un puñado de hombres con uniforme y gorras azules. Los coches de policía se habían detenido junto al vehículo de Valentina y sus sirenas acuchillaban el aire. La prensa también había llegado desde Nápoles y había cámaras, flashes y gritos. En mitad de todo ese caos empezó a llover y los detectives se apresuraron a proteger la escena del crimen antes de que el diluvio destruyera las pruebas de lo ocurrido.

Thomas vio que lo apartaban a un lado como al extra de una película. Siguió observando la escena, preso de la confusión, mientras la policía rodeaba al hombre muerto. Nadie parecía haber reparado en Valentina. Entonces vio a un par de hombres que gesticulaban vulgarmente señalándola antes de estallar en roncas risotadas. Se dio cuenta de que, mientras él se debatía en un infierno de fuego y de dolor, todos a su alrededor parecían estar en plena celebración. Vio sonrisas, palmadas en la espalda, bromas. Un detective gordo con un abrigo largo se frotó las manos antes de encender un cigarrillo tras su sombrero, como diciendo: «Perfecto. Trabajo concluido. Caso cerrado».

Thomas se acercó a él tambaleándose.

– ¡Haga algo! -gritó, con un arrebato de furia inflamándole los ojos.

– ¿Y usted quién es? -respondió el detective, estudiándole con los ojos entrecerrados.

– ¡Valentina es mi prometida! -tartamudeó.

– Era su prometida. Esa mujer ya no está en situación de casarse con nadie. -La boca de Thomas se abrió y se cerró como la de un hombre que se ahogaba, pero de ella no salió ni un solo sonido-. Es usted extranjero, ¿verdad, signore? -prosiguió el hombre-. La mujer no tiene para nosotros la menor importancia.

– ¿Por qué no? ¡Ha sido asesinada, por el amor de Dios!

El detective se encogió de hombros.

– Simplemente se encontraba en el lugar erróneo en el momento equivocado -dijo-. Una bonita chica. Che peccato!

Bajo la lluvia que le empapaba el pelo y se le metía en los ojos, Thomas se acercó tropezándose a Falco y le agarró por el cuello de la camisa.

– ¡Tú sabes quién ha hecho esto! -siseó.

Los grandes hombros de Falco comenzaron a temblar. La férrea columna vertebral que sostenía su espalda empezó a fundirse y él se encorvó hacia delante, preparándose para lo que estaba por venir. Thomas vio perplejo cómo un hombre de la corpulencia de Falco rompía a llorar y le embargó una sorprendente sensación de alivio cuando también él se echó a llorar como un niño. Se abrazaron bajo la lluvia.

– ¡Intenté convencerla para que no fuera! -aulló Falco-. Pero no me escuchó.

Thomas no podía hablar. La desolación le había dejado sin voz. La mujer con la que iba a casarse había amado desde siempre a otro y por ello había pagado con su vida. Thomas se deshizo del abrazo de Falco y vomitó en el suelo. Alguien había cortado el cuello suave y delicado de Valentina con un cuchillo. La brutalidad del asesinato, a sangre fría, le dejó enloquecido de angustia. Quienquiera que le hubiera robado el futuro a Valentina le había robado también el suyo.

Intentó imaginar el delicado rostro de Valentina, pero tan sólo fue capaz de visualizar la máscara que había visto desplomada en el asiento delantero del Alfa Romeo. La máscara de la desconocida que había vivido una vida paralela que él ignoraba por completo. Inclinado sobre el suelo mojado, empezó a ver las cosas con claridad:

«La guerra reduce a los hombres a animales y transforma a las mujeres en criaturas vergonzosas… No quiero que Alba cometa los mismos errores que he cometido yo en mi vida… Tú no me conoces, Tommy.»

Sintió una mano en la espalda, y cuando se volvió, vio a Lattarullo de pie a su lado bajo la lluvia.

– Nunca llegué a conocerla, ¿verdad? -dijo mirando desolado al carabiniere.

Lattarullo se encogió de hombros.

– No es usted el único, signor Arbuckle. Ninguno de nosotros la conocía.

– ¿Por qué se comportan como si ella no importara? -La policía seguía arremolinándose alrededor del hombre muerto como un enjambre de avispas alrededor de un bote de miel.

– No le reconoce, ¿verdad?

– ¿Quién es? -Thomas clavó la mirada en el hombre, parpadeando en un gesto de clara inocencia-. ¿Quién demonios es?

– Es, amigo mío, el mismísimo demonio. Lupo Bianco.

Más tarde, cuando Thomas regresó a la trattoria como un sonámbulo, reunió los retratos de Valentina que había dibujado. El primero era una ilustración de su virtud y de su misterio, dibujado la mañana siguiente a la festa di Santa Benedetta que habían pasado en los acantilados, junto a la torre de observación; en él aparecía más hermosa que el alba aunque, como recordó de pronto, igualmente transitoria. El segundo era una ilustración de la maternidad. Había capturado a la perfección la ternura de la expresión de Valentina mientras contemplaba a su pequeña mamando de su pecho. El amor que sentía por su hija era sincero, completo y puro. Quizás hasta había llegado a sorprender a la propia Valentina con su intensidad. Thomas buscó el tercer dibujo hasta que se acordó de que Valentina se lo había llevado a su casa.

La casa de Immacolata estaba tan silenciosa y tranquila como una tumba. Encontró a la anciana viuda sentada en las sombras, erigiendo un altar en honor a su hija para que acompañara a los dos que ya había levantado a su marido y a su hijo. Tenía los ojos fijos en la tarea con apagada resignación. Cuando Thomas se acercó a ella, Immacolata habló con voz queda:

– Me consideran viuda porque perdí a mi marido, pero ¿qué soy ahora que he perdido a dos de mis hijos? No hay palabra para eso porque es demasiado terrible para poder expresarlo. -Se santiguó-. Están juntos con Dios. -Thomas a punto estuvo de preguntarle si conocía la doble vida de Valentina, pero la anciana le pareció tan frágil allí sentada, en su propio infierno particular, que no se atrevió.

– Me gustaría ver la habitación de Valentina -fueron sus palabras.

Immacolata asintió con gesto grave.

– Está en el primer piso. Al fondo del descansillo a la izquierda. -Thomas la dejó con sus velas y con sus cánticos y subió por la escalera a la habitación que Valentina había ocupado justo hasta la noche antes.