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Alba frunció el ceño. Había registrado los armarios minuciosamente.

– Ya he mirado en el armario.

Cosima estaba encantada de poder compartir su secreto. Abrió la puerta del armario, hizo a un lado los zapatos y retiró una de las tablas de madera del suelo. Alba se arrodilló y observó, incrédula, cómo Cosima sacaba una pequeña caja de cartón. Las dos se tiraron ansiosas encima de la cama para abrirla.

– Qué mala eres, Cosima -exclamó Alba, besándola-. Pero te quiero por ello.

La niña se sonrojó, encantada.

– ¡Nonninase enfadaría muchísimo! -dijo soltando una risilla.

– Precisamente por eso no vamos a decírselo.

Alba sintió el mismo estremecimiento de excitación que la había embargado al encontrar el retrato de su madre debajo de su cama. Cogió el papel. Era blanco y rígido, y cuando lo abrió, vio que la dirección que aparecía en la parte superior de la hoja estaba grabada en tinta negra. No era una dirección inglesa, como tampoco lo era la escritura, de un trazo pulcro y preciso. Sintió que la sangre se le retiraba de la cara.

– ¿Qué dice? -preguntó la niña.

– Está en alemán, Cosima -respondió tranquilamente.

– A Valentina le gustaban los uniformes alemanes -dijo Cosima alegremente.

– ¿Y tú cómo lo sabes?

La pequeña se encogió de hombros.

– Eso decía papá.

Alba volvió a concentrarse en la carta. Era lo bastante inteligente como para adivinar que se trataba de una carta de amor. A juzgar por la fecha, había sido escrita justo antes de que su padre llegara por primera vez a Incantellaria. Giró la hoja. La despedida que cerraba la carta era In ewige Liebe… con amor eterno. El nombre que aparecía grabado al inicio de la carta era Oberst Heinz Wiermann.

Valentina no había tenido sólo un amante. Había tenido dos, o quizá más. Cuando los Aliados habían invadido Italia, los alemanes se habían retirado hacia el norte. Habían perdido su poder. El coronel Heinz Wiermann ya no le servía de nada.

Alba volvió a poner las cartas en la caja. No podía seguir mirándolas.

– No creo que esté bien leer su correspondencia íntima. Además, no hablo alemán. -Cosima estaba decepcionada-. Estoy cansada. Será mejor que nos acostemos. ¿Tienes alguna otra sorpresa? -preguntó.

– No -fue la respuesta de Cosima-. Una vez me pinté la cara con su maquillaje. Sólo eso.

Alba se puso el camisón y se metió en la cama junto a su prima. Cerró los ojos e intentó dormir, aunque sospechaba que tan sólo acababa de rascar la superficie de un misterio mucho mayor. ¿Había sido su madre la víctima inocente de un ajuste de cuentas entre miembros de la mafia? Nada podía resultar extraño en un lugar donde las estatuas sangraban y aparecían y desaparecían mágicamente claveles en la playa.

Pero si resultaba que Valentina no había sido simplemente una víctima inocente, ¿quién la había matado y por qué?

25

Londres, 1971

Los primeros días del verano eran la temporada favorita de Fitz. Las hojas de los árboles seguían nuevas y tiernas, las flores habían desaparecido ya pero los pétalos blancos del endrino resplandecían bajo el sol de la mañana. A pesar de que los parterres de flores eran un puro estallido de color, todavía no estaban del todo cubiertos de verde. Hacía calor, aunque no demasiado, y el trino de los pájaros resonaba por todo el parque. El aire vibraba, desbordante de vida, tras el frío mortecino del invierno, llenándole los pulmones y contagiando su paso, de modo que parecía dar pequeños brincos en vez de andar. Aunque desde la partida de Alba, Fitz no había vuelto a brincar en sus paseos. Deambulaba tranquilamente por Hyde Park y ni las flores ni los árboles cubiertos de nueva vida conseguían conmoverle. El invierno seguía anidando en sus huesos y en su corazón.

A menudo pensaba en ella entre los cipreses y los codesos, con el rostro inflamado por el crepúsculo italiano, tiñéndose poco a poco de un suave tono ámbar rosado. La imaginaba rodeada de su familia italiana, disfrutando de largos banquetes a base de pasta con tomate y mozzarella, de lánguidas tardes entre los olivos, armonizando con la oscuridad de su pelo y de su piel morena, mientras sólo sus ojos claros y luminosos delataban que era una extraña entre ellos. Fitz sabía que estaría encantada hablando italiano, saboreando la comida e impregnándose del olor a eucalipto y a pino, escuchando el canto de los grillos y tostándose al tórrido sol del Mediterráneo. Albergaba la esperanza de que, pasado un tiempo, echara de menos su casa. Quizá también a él.

Intentaba concentrarse en el trabajo. Había organizado la gira promocional del libro de Viv por Francia y, aprovechando sus dos semanas de ausencia, se sentaba con Sprout a la orilla del Támesis junto a la casa flotante de Alba y se pasaba las horas mirando, recordando y anhelando, dando gracias por no tener allí a Viv burlándose de él. La escritora insistía en que Alba era una mujer petulante, autocomplaciente, egocéntrica y carente por completo de rumbo… y la lista de adjetivos se eternizaba como si intentara con ella dar muestra de su conocimiento del léxico, como un diccionario humano.

Quizá fuera cierto que Alba era todas esas cosas. Fitz no estaba ciego y se daba cuenta de sus defectos, pero la amaba a pesar de ellos. La risa de Alba era ligera y burbujeante como la espuma, y su mirada, picara como la de una niña que intenta siempre estirar la cuerda para ver hasta dónde es capaz de llegar. La seguridad que mostraba en sí misma no era más que un caparazón bajo el que se ocultaba. Cuando Fitz se imaginaba haciendo el amor con ella, el estómago se le retorcía de deseo. Recordaba los momentos de pasión en el Valentina, el revoltoso episodio en los bosques de Beechfield, el instante de ternura ante el que Alba, paralizada por la inhibición, no había podido relajarse, pues no era de las que temía chillar, aunque sí era de las que temía susurrar por si en ese instante de intimidad alcanzaba a oír el eco de la soledad que le embargaba el corazón. Lo que Viv no entendía era que Fitz comprendía a Alba.

Viv regresó de la gira de promoción de su novela con fuerzas renovadas y de un humor malévolamente excelente. Además, se la veía rejuvenecida. Relucía como una tetera recién lustrada, prácticamente como nueva. Le brillaban los ojos y tenía las mejillas encendidas. La obviedad de su buen estado de salud resultaba insultante, asombrosamente insultante. Hacía años que Fitz no la veía tan bien. Cuando se lo comentó, Viv se limitó a sonreírle misteriosamente, dijo haberse comprado una nueva crema facial en París y desapareció. Ni llamadas, ni noches de bridge, ni cenas con barato vino francés. Tan sólo un profundo silencio. La explicación sólo podía ser una: Viv se había echado un amante en Francia. Fitz se sintió celoso, y no porque la quisiera para él, sino porque Viv había encontrado el amor cuando él había perdido al suyo. Se sintió más solo que nunca.

Una calurosa noche de finales de agosto, mientras se emborrachaba tranquilamente en un pub de Bayswater, sentado en un banco bajo una cascada de geranios rojos, una joven se le acercó.

– No le importa que me siente a su mesa, ¿verdad? -le preguntó-. Estoy esperando a una amiga y el pub está hasta los topes.

– Por supuesto que no. Faltaría más. -Fitz apartó la cara de la jarra de cerveza.

– Oh, ¿este perro es suyo? -preguntó la muchacha al ver a Sprout debajo de la mesa.

– Sí. Se llama Sprout.

Los ojos almendrados de color jerez de la joven se iluminaron.

– Qué nombre más adorable. Me llamo Louise.

– Fitz -dijo él, estrechándole la mano.