Se rieron ante lo absurdo de la formalidad. Louise se sentó, dejó la copa de vino encima de la mesa y se agachó a acariciar a Sprout, que meneó el rabo alegremente, dándole unos golpecitos a la acera y levantando una pequeña nube de polvo.
– Oh, qué monada -exclamó Louise, encantada, incorporándose por fin. Tenía una larga melena castaña sujeta por una goma amarilla, y cuando Fitz le recorrió el cuello y los hombros con los ojos, la encontró hermosa, dotada de unos grandes senos y una piel blanca y sedosa.
– Está hecho un viejecito -añadió Fitz con una sonrisa tierna-. En años caninos, debe tener sesenta.
– Pues es muy guapo -respondió ella. Sprout sabía que hablaban de él e irguió las orejas-. Como los hombres, también los perros envejecen bien.
– Lo mismo podría decirse de algunas mujeres -fue el comentario de Fitz, que enseguida se dio cuenta de que estaba flirteando. Después de todo, seguía siendo capaz de hacerlo.
Louise se sonrojó y esbozó una sonrisa de oreja a oreja. Miró a su alrededor, presumiblemente intentando encontrar a su amiga, y se volvió a mirar a Fitz.
– ¿Está usted solo?
– Bueno, no del todo.
– Claro, tiene a Sprout…
– Estoy solo. Este es el pub que suelo frecuentar. -No quería que Louise pensara que era uno de esos tristes borrachos que se sientan en los pubs a beber a solas y que vuelven después dando tumbos a sus pisos mugrientos y descuidados y a sus fracasadas vidas.
– Qué maravilla vivir por aquí, tan cerca del parque.
– Es bueno para Sprout.
– Yo vivo en Chelsea. Estoy esperando a mi compañera de piso. -Miró su reloj-. Siempre llega tarde. Creo que nació tarde. -Se rió y bajó la mirada.
Fitz reconoció en esa timidez una señal de que Louise le encontraba atractivo.
– Tenía novia, pero me rompió el corazón -dijo con un suspiro, plenamente consciente del juego retorcido al que estaba jugando.
El rostro de Louise se contrajo en una expresión de compasión.
– Lo siento mucho.
– No lo sienta. Sanará.
Hay cosas que las mujeres como Louise encuentran irresistibles: un hombre con el corazón partido, con un niño o un perro. En el caso de Fitz, tenía dos de las tres cosas. Louise dejó de mirar a su alrededor en busca de su amiga.
Fitz vació el contenido de su corazón, encontrando consuelo en el hecho de que Louise fuera para él una desconocida y de que no supiera nada de su vida. Ella le escuchaba, intrigada, y cuanto más escuchaba, más atraída se sentía por él, como quien, al borde de un volcán, no puede resistirse a la tentación de asomarse a mirar la burbujeante lava roja y dorada del fondo. Fitz pidió otra ronda y luego invitó a Louise a cenar. La amiga de Louise no apareció, lo cual resultó ser un alivio, pues cuanta más cerveza tomaba Fitz, más atractiva encontraba a Louise. Se sentía mejor desde que había descargado su mente, que notaba más ligera gracias a que Alba había dejado de estar en ella.
A las diez se había hecho ya casi de noche.
– ¿A qué te dedicas, Louise? -De pronto, Fitz se dio cuenta de que durante toda la noche no le había preguntado por ella.
– Trabajo en una empresa de publicidad.
– Qué interesante -respondió él en una fingida muestra de interés.
– No mucho. Soy secretaria, aunque espero que dentro de poco me asciendan a ejecutiva de cuentas. No soy tonta y me gustaría demostrarlo.
– Y deberías hacerlo. ¿Dónde trabajas?
– En Oxford Street. ¡Este pub es casi también mi bar habitual!
– ¿Quieres venir a casa esta noche? -sugirió él, poniéndose serio de repente-. Mañana podrías ir andando al trabajo. Así te ahorras tener que pasar una hora en el autobús con todo el tráfico.
– Me encantaría. -Fitz se quedó perplejo al ver la facilidad con la que Louise había cedido a su invitación. Eso quería decir que todavía estaba en forma.
– Sprout estará encantado -dijo con una sonrisa-. Hacía mucho que no tenía tan cerca a una chica bonita.
Volvieron andando a su casa. El aire de la noche era denso y húmedo; no tardaría en llover. Fitz tomó a Louise de la mano. Le resultó agradable sentirla allí, en la suya. Ella soltó una risilla nerviosa y jugueteó con la melena que le caía por encima del hombro.
– No creas que hago esto a menudo -dijo-. Me refiero a irme a casa con desconocidos.
– No soy ningún desconocido. Ahora ya nos conocemos. Además, siempre se puede confiar de un hombre con un perro.
– Es que no quiero que me tomes por una chica fácil. De hecho, me he acostado con muy pocos hombres. No soy una de esas que tienen muchos amantes.
Fitz pensó en Alba y de repente el corazón volvió a pesarle en el pecho. Cuando la había conocido, Alba tenía un ejército de amantes. La pasarela que llevaba a su puerta estaba gastada por el continuo ir y venir de pretendientes. Sus propias huellas habían quedado borradas bajo las de todos ellos.
– No me pareces ninguna facilona y tampoco tendría un mal concepto de ti si lo fueras.
– Eso es lo que dicen todos.
– Puede ser, pero en mi caso es cierto. -Se encogió de hombros-. ¿Por qué no pueden las mujeres acostarse con quien les dé la gana como hacemos los hombres?
– Pues porque no somos como los hombres. Deberíamos ser modelos de virtud. Quedarnos con un hombre y darle hijos. ¿De verdad hay algún hombre que quiera casarse con una mujer que haya tenido montones de amantes?
– No veo por qué no. Si la quisiera, no me importaría con cuántos hombres se hubiera acostado.
– Eres un hombre sin prejuicios. -Louise le miró con los ojos preñados de admiración-. Muchos de los hombres que conozco quieren casarse con vírgenes.
– Menudos egoístas. Pues no me parece que pongan demasiado de su parte para ayudar a que las chicas se conserven así, ¿no crees?
Al llegar a casa, Fitz sirvió dos copas de vino y subió con Louise al salón. Era una habitación pequeña, masculina, decorada en beige y negro, con el suelo de parqué y las paredes blancas. Puso un disco y se sentó con ella en el sofá. El paseo de regreso le había deprimido. Lamentaba haber invitado a Louise a su casa. Hasta Sprout sabía que no había sido una buena idea.
De todos modos, lo mejor era seguir adelante con la noche. Vació la copa de un trago y se volvió a besar a Louise. Ella le devolvió el beso con entusiasmo. La novedad de besar a alguien nuevo excitó un poco a Fitz, que desabrochó la blusa de Louise y se la pasó por encima de los hombros. Se encontró con unos pechos recogidos bajo un generoso sujetador blanco. Segundos después, la mano de Louise le desabrochó la cremallera de los pantalones, deslizándose en su interior, y Fitz se sintió rápidamente excitado por el placer del contacto íntimo y se olvidó al instante de los enormes pechos.
Se recostaron en el mullido y cómodo sofá y Louise retiró la mano y desapareció de la vista de Fitz para tomarle en su boca. El cerró los ojos y dejó que la cálida y cosquilleante sensación de la erección le recorriera por entero, volviendo una vez más a vaciarle la mente de Alba. Aunque quizá fuera cierto que Louise no se había acostado con muchos hombres, no había duda de que era toda una experta. Poco antes de sentarse con ella en el sofá, Fitz había encontrado una vieja caja de condones en el armario del cuarto de baño. A pesar de que no dejaban de ser unos artilugios espantosos que le despojaban prácticamente de toda sensación, sabía que en ese caso lo adecuado era utilizar uno. Louise abrió el paquete con los dientes, alzando hacia él los ojos en un gesto de claro flirteo, y se lo deslizó por el pene como si le estuviera poniendo un calcetín.