Luego lo montó, levantándose la falda y sentándose a horcajadas sobre él con sus grandes pechos blancos y esponjosos en la penumbra del salón. Fitz cerró los ojos a los pezones marrones que se balanceaban ante su rostro, rozándole de vez en cuando la nariz y los labios, e intentó concentrarse en mantener la erección. «Debe ser la cerveza», pensó al sentir la lenta deflación de su miembro. A pesar de sus esfuerzos, Louise fue incapaz de estimularle y, con una tos avergonzada, dejó que Fitz se deslizara fuera de ella como un gusano.
– No importa -dijo amablemente, retirándose de encima de sus piernas.
– Lo siento, debe ser la cerveza -se excusó él, avergonzado-. No me había pasado nunca.
– Claro. Tranquilo. Besas de maravilla.
Fitz forzó una sonrisa mientras la veía meter no sin cierto esfuerzo los pechos en las copas del sujetador.
– ¿Quieres que te pida un taxi? -preguntó, aun a sabiendas de que debería haberse ofrecido a acompañarla a casa. Avergonzado como estaba, no se sentía capaz de seguir con ella ni un minuto más de lo estrictamente necesario. Quería verla fuera de su casa lo antes posible. Olvidar que la había conocido. «¿Por qué me habré molestado? -pensó tristemente mientras se ponía los pantalones y se sentaba para calzarse-. Nadie puede compararse con Alba.»
Quince minutos más tarde llegó el taxi y el taxista llamó al timbre. Esos quince minutos resultaron agonizantemente incómodos. Louise había recurrido a hacer comentarios sobre los libros que Fitz tenía en las estanterías. Él, por su parte, ni siquiera había tenido la energía suficiente para decirle que era precisamente a los libros a lo que se dedicaba. ¿Para qué molestarse cuando la relación había muerto antes de empezar? Acompañó a Louise abajo y se inclinó para besarle la mejilla. Al hacerlo, ella giró la cabeza hacia la puerta y la boca de Fitz le beso la oreja. Entonces se marchó. Él cerró la puerta con llave antes de subir a apagar las luces del salón y la música. Menuda debacle.
Sprout dormía sobre la alfombra, hecho un auténtico ovillo, bien calentito, con los ojos cerrados y la cara salpicada de canas. Fitz se agachó y pego su rostro a la cabeza del perro. Tenía un olor familiar y reconfortante.
– Echamos de menos a Alba, ¿verdad? -susurró. Sprout no se movió-. Pero tenemos que seguir adelante. No, no nos queda otra elección. Tenemos que olvidarla. Ya aparecerá alguien más. -El can empezó a mover el hocico en sueños. Sin duda perseguía a un conejo por un campo. Fitz le acarició con ternura y se fue a la cama.
Cuando despertó por la mañana, se sintió tremendamente aliviado al verse el pene erecto, orgulloso y mayestático en toda su envergadura.
Estaba en el despacho cuando sonó el teléfono. Apenas podía concentrarse. Tenía llena hasta los topes la bandeja de documentos pendientes: contratos por leer, manuscritos de sus autores y de aquellos que esperaban que accediera a representarles, cartas por escribir, documentos por firmar y una lista tan larga como su escritorio de llamadas pendientes. Veía aumentar cada vez más el montón mientras tenía la cabeza a kilómetros de allí, bajo los cipreses de la costa de Amalfi. Dejó el bolígrafo sobre la mesa y descolgó el teléfono.
– Fitzroy Davenport.
– Cariño, soy Viv. -Tenía voz de dormida.
– Hola, desconocida.
– No te enfades, Fitzroy. ¿No vas a perdonar a esta vieja amiga?
– Sólo si puedo verte.
– Por eso te llamo. ¿Cenamos esta noche en mi casa?
– Bien.
– Perfecto, querido. No te molestes en traer vino. Acaban de regalarme una caja del burdeos más exquisito. Anoche me tomé media botella. Es maravilloso. Escribí una escena de sexo como no puedes llegar a imaginar bajo sus efectos. Un no parar. Delicioso.
Fitz frunció el ceño. A juzgar por su forma de hablar, Viv parecía más «Viv» de lo habitual.
– Te veré luego -dijo, cortando así la conversación. Cuando colgó se sentía mucho más animado. Viv había vuelto y él la había echado de menos. Con energías renovadas, cogió el primer documento de la bandeja y lo colocó delante de él sobre el escritorio.
Fitz y Sprout aparecieron en la casa flotante de Viv un poco antes de las ocho. El techo de la barcaza resplandecía nuevamente, cubierto de hierba y de flores. Las amapolas, replantadas, habían brotado por fin, silvestres y carmesíes, y las margaritas y los ranúnculos inclinaban sus cabecillas bajo la brisa que barría el Támesis. Fitz recordó con divertida admiración la visión de la cabra comiéndose la hierba y las plantas recién plantadas del techo. Alba tenía una mente ingeniosa, ni siquiera Viv podía negárselo. El Valentina se le antojó en ese momento un cascarón triste y vacío. Las flores estaban muertas, la cubierta necesitaba un buen lavado y la pintura de las paredes estaba empezando a desconcharse. Vio la casa seca y apagada, como desesperadamente necesitada de una copa. Alba se había marchado y el otoño había llegado temprano al barco.
Cuando Viv abrió la puerta, se lo encontró mirando melancólicamente hacia la casa de Alba.
– Oh, querido -dijo con un suspiro, agitando el cigarrillo en el aire-. ¿Seguimos igual?
– ¿Cómo estás? -Fitz evitó la pregunta porque de algún modo, viniendo de Viv, le resultaba demasiado doloroso contestarla.
– Tengo mucho que contarte. ¡Pasa! -La siguió por las habitaciones hasta cubierta. Se dejó caer en una tumbona y se puso los brazos detrás de la cabeza.
– ¿Y bien? ¿Dónde has estado y qué es todo eso que me has contado sobre el sexo? -Le alegraba verla. Viv estaba radiante como un melocotón fresco y vergonzosamente encantada consigo misma.
– Estoy enamorada, querido. Quién me lo iba a decir. ¡Me han robado el corazón! -Agitó la mano en el aire-. Estoy totalmente cautivada, Fitzroy, como cualquiera de mis heroínas.
– Ya decía yo que estabas demasiado bien. ¿Quién es? ¿Me gustará?
– Te encantará, querido. Es francés.
– Eso explica el vino.
– Exacto.
– Gracias a Dios. Ahora puedo decirte que tu vino era, como poco, peleón.
– Lo sé, pero es que era demasiado tacaña como para comprar vino bueno. Todo me sabía igual. Naturalmente, me equivocaba. ¿Me perdonas por haberte obligado a tomarlo? -Le sirvió una copa de burdeos y se la dio orgullosa-. Pierre tiene su propio château en la Provenza. Me iré a escribir allí. No sabes lo tranquilo que es. Largos almuerzos a base de foie-gras y brioche.
– Está exquisito, Viv -dijo Fitz, sorprendido-. Bien hecho. Tiene muy buen gusto para el vino.
– Y también para las mujeres -exclamó Viv, picarona.
– Sin duda. ¿A qué se dedica?
– Es un caballero, querido. No hace nada. No se dedica a hacer ninguna cosa.
– ¿Qué edad tiene?
– La mía, por lo que a ti te parecerá un viejo. Pero, como yo, es joven de espíritu y hace el amor como un jovencito con cien años de experiencia. -Fitz le sonrió afectuosamente. Observó en ella algo muy infantil que no había estado ahí antes-. Soy muy feliz, Fitzroy -añadió no sin cierta sombra de timidez-. Y también quiero que tú lo seas.
El aspiró el aire caliente del verano y apartó la mirada.
– En eso estoy -dijo.
– He estado pensando. ¿Por qué no cedes de una vez al impulso? Vete a Incantellaria. Ve y tráela contigo.
– Pero si estabas totalmente en contra. Dijiste que…
– Da igual lo que dije, querido. Mírate. Te estás apagando y odio verte con los ojos así.
– ¿Así cómo? -preguntó él con una sonrisa.
– Así de tristes, desesperadamente tristes, como los de un conejo.