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– ¡Oh, por el amor de Dios!

– ¿Qué puedes perder?

– Nada.

– Eso es. Nada. Dios sólo ayuda a los que se ayudan a sí mismos. ¿Cómo sabes tú que Alba no está sentada en alguna playa, suspirando por ti y lamentando haber roto contigo? Cosa que, si mal no recuerdo, se produjo por un motivo de lo más estúpido. Si fuera yo la que estuviera a cargo del guión, cosa harto probable, enviaría de inmediato a mi héroe a Incantellaria. Llegaría allí ansioso, con el corazón en la boca, rezando para que ella no se hubiera casado con algún príncipe italiano durante el verano. La encontraría sola, sentada en lo alto del acantilado, contemplando el mar anhelante a la espera de ver aparecer al hombre que ama y al que nunca dejó de amar. Cuando por fin le ve, está demasiado feliz como para mostrarse orgullosa. Corre a sus brazos y le besa. Creo que pasarían un buen rato besándose, porque llegados a ese punto las palabras no bastan para expresar lo que se lleva en el corazón. -Le dio una calada al cigarrillo-. Desesperadamente romántico, ¿no te parece?

– Ojalá fuera cierto.

– Quizá lo sea.

– Aunque merece la pena arriesgarse, ¿verdad? A fin de cuentas, como bien has dicho, ¿qué puedo perder?

Viv alzó su copa hacia él.

– Quiero que sepas que le tengo mucho cariño a Alba. Aunque es una mujer exasperante, no hay nadie tan divertido ni tan encantador como ella. Quizá puedas domarla un poco. Sería muy afortunada de poder tenerte. Y que sepas que tampoco hay más de un Fitz. Me siento generosa porque estoy enamorada. Me aseguraría de darle al libro un final feliz.

El tercer retrato

26

Italia, 1971

Cuando el espíritu de Valentina por fin siguió su camino, un cambio más que evidente se operó en la casa. Más extraordinario, sin embargo, fue el cambio que pudo percibirse en Immacolata. De los armarios salieron los vestidos de su pasado. Rosas, azules y rojos con sus estampados de flores. Aunque la moda había cambiado desde los años previos a la guerra, Immacolata no lo había hecho. Seguía poniéndose los mismos zapatos que cuando su marido la llevaba a bailar a Sorrento. Eran unos zapatos negros, abrochados con hebillas a los tobillos. Quizá fuera más ancha de cintura, pero seguía teniendo los mismos pies: tan pequeños y delicados como en su momento lo había sido su figura. La resurrección de su antiguo aspecto provocó no pocas burlas por parte de Ludovico y de Paolo, que volvieron del norte con sus familias para la misa en memoria de Valentina y la colocación de la lápida. E Immacolata esbozaba la amplia y sincera sonrisa de una mujer que saboreaba la felicidad por vez primera en muchos años, tan sorprendida como los demás de ver que, como ocurría con montar en bicicleta, el arte de sonreír, una vez aprendido, ya no vuelve a olvidarse.

Alba disfrutaba también con su nuevo aspecto, que por otro lado había suscitado no pocos comentarios. Aunque haberse cortado el pelo había sido una expresión dramática del odio que sentía hacia sí misma, se convirtió en una muestra externa de su evolución emocional. Se vio por fin obligada a hacer una valoración de su vida y de su falta de propósito. Quería pasar a formar parte del entramado de la comunidad. Quería ser útil.

En cuanto concluyeron las celebraciones por la vida de Valentina y las familias que estaban de visita hubieron regresado a sus casas, Alba le preguntó a Falco si podía ayudar en la trattoria.

– Quiero trabajar -explicó durante el almuerzo bajo el toldo, mientras veía ir y venir las pequeñas barcas de pesca azules.

Falco tomó un pequeño sorbo de su limoncello. Seguía habiendo solemnidad en sus ojos.

– Espero que hables en serio, porque la verdad es que me iría bien un poco de ayuda -respondió.

– Hablo en serio. Quiero quedarme aquí con vosotros. No quiero volver a mi antiguo yo ni a mi antigua vida.

Falco la miró.

– ¿De quién estás huyendo, Alba? -Sus palabras la pillaron por sorpresa.

Ella se tensó.

– De nadie. Simplemente me gusta ser la que soy aquí. Siento que aquí está mi lugar.

– ¿No tenías tu lugar en Inglaterra?

Ella bajó los ojos.

– No podría enfrentarme a mi padre ahora. No después de lo que he descubierto. Y desde luego no podría enfrentarme a Margo, a la que durante toda mi vida he acusado de estar celosa de Valentina. Tampoco podría enfrentarme a Fitz.

– ¿Fitz?

– El hombre que me ama, o que me amaba. No se merece a alguien como yo. No soy una buena persona, Falco.

– Pues ya somos dos.

– Tres -le corrigió Alba-. Valentina tampoco era buena. -Pensó en el coronel Heinz Wiermann, pero no dijo nada.

– Era un torbellino, Alba. Una fuerza de la naturaleza. Pero tú todavía eres lo bastante joven como para cambiar.

– ¿Y tú?

– Este perro está ya demasiado viejo como para roer nuevos huesos.

– ¿Me dejarías que te dibujara? -preguntó impulsivamente.

– No.

– ¿Por qué?

Falco pareció incómodo de pronto, como si fuera demasiado corpulento para la pequeña silla que ocupaba.

– Tu padre era un artista. Un gran artista.

– Lo sé. Encontré un retrato de mi madre en mi casa flotante. Debió esconderlo allí hace mucho tiempo. Además, está también el que nos hizo a mí y a mi madre que tiene Immacolata.

– Creo que había otro -dijo Falco, volviendo a fijar la mirada en el mar-. Recuerdo haber visto a tu padre buscándolo desesperadamente en la habitación de Valentina después de su muerte.

– ¿Y nunca dio con él?

Falco negó con la cabeza.

– Creo que no. Cuando se marchó contigo, le dio uno a mi madre para que tuviera algo con lo que recordarte.

– ¿Por qué no me trajo nunca a verla? Seguro que sabía que Immacolata debía echar de menos a su nieta.

– Creo que eso es algo que deberías preguntarle a tu padre. -Se bebió el resto de limoncello que le quedaba en el vaso.

– Lo haré algún día. Pero por ahora voy a quedarme aquí con vosotros. Entonces, ¿me das el trabajo?

Falco sonrió a pesar de todo. El encanto de Alba desarmaba a cualquiera.

– Tienes trabajo el tiempo que quieras.

Y así empezó un nuevo capítulo en la vida de Alba. Durante el día trabajaba en la trattoria con Toto y con Falco, y en su tiempo libre, dibujaba. Cosima, con la que había establecido una relación muy estrecha, estaba siempre encantada de posar para ella. Se sentaban al sol de la tarde en lo alto de los acantilados junto a la vieja torre de observación, o en la playa de piedrecillas después de haber explorado las cuevas.

Con el paso de los meses, Cosima empezó a ver en Alba una especie de madre, tomándola de la mano mientras subían tranquilamente por el sendero que serpenteaba entre las rocas de regreso a casa. Por la mañana, la pequeña se metía en la cama de su prima y se acurrucaba contra ella bajo las sábanas, encajando su cabeza rizada en la blanda curva que le unía el cuello y el hombro.

Alba le contaba cuentos que luego escribía e ilustraba. Descubrió un talento que hasta entonces le era desconocido. También descubrió una enorme capacidad de querer.

– Quiero darte las gracias por querer a Cosima -le dijo Toto una tarde.

– Soy yo la que tengo que darte las gracias. -Se fijó en que el rostro de su primo se había vuelto extrañamente serio.

– Todos los niños necesitan una madre. Cosima nunca dice que echa de menos a la suya. Aunque nunca hayamos hablado de ello, sé que si de verdad la echa de menos, tenerte aquí con ella lo hace mucho menos doloroso.