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– ¿Qué piensas hacer? -preguntó Margo. Thomas se obligó a regresar al presente, apartándose de sus recuerdos.

– ¿Sobre qué?

– Sobre el barco.

– Nada.

– ¿Nada? Pero…

– He dicho que nada. Y ahora quiero dormir. No tengo ganas de seguir hablando de esto, Margo. El barco no se vende, y Alba se queda con él.

Alba apenas podía ver la carretera a causa de las incesantes lágrimas que brotaban de sus ojos y se deslizaban por sus mejillas. Ya era pasada la medianoche cuando aparcó el coche bajo la farola de Cheyne Walk. Estaba furiosa por haberle dado el dibujo a su padre. Podría habérselo quedado. Ahora ya no tenía nada.

Recorrió despacio el pontón hasta el barco sin dejar de llorar y presa de una profunda lástima de sí misma. Lamentaba no tener a nadie que la esperara, un buen hombre contra el que acurrucarse. No un Rupert, ni un Tim o un James, sino alguien especial. No quería pasar la noche sola. Sabedora de que Viv a menudo escribía sus novelas hasta altas horas de la madrugada, llamó a su puerta. Esperó a oír algún ruido, pero tan sólo el crujir de barco y el suave chapoteo del agua del río contra el pontón acompañaban el benigno ronroneo de la ciudad.

Cuando, desanimada, se volvió para marcharse, la puerta se abrió y el pálido semblante de Viv apareció en la rendija.

– Ah, eres tú -dijo, y añadió después de someterla a una inspección más minuciosa-. Dios mío, será mejor que pases. -Alba siguió a la figura envuelta en el abultado caftán por el estrecho pasillo hasta la cocina. Como su barco, en el de Viv también olía a humedad, aunque la envolvía un inconfundible aroma a algo exótico y desconocido. A Viv le gustaba quemar barritas de incienso de la India y prender velas aromatizadas que compraba en Carnaby Street. Alba tomó asiento a la mesa redonda de la habitación pintada en vivos tonos violetas y se encogió sobre la taza de café que Viv le sirvió-. Estoy en mitad de un capítulo espantosamente difícil, así que me irá bien tomarme un respiro y charlar contigo. No me imagino ni por un segundo que tus lágrimas sean a causa de un hombre. -Apartó una silla y se encendió un cigarrillo-. Coge uno, querida, hará que te sientas mejor. -Alba cogió un Silva Thins y se inclinó hacia Viv mientras ésta abría su encendedor con un gesto rápido-. Entonces, ¿a qué se deben?

– He encontrado debajo de la cama un dibujo que mi padre hizo de mi madre.

– Dios del cielo, ¿y qué estabas tú haciendo debajo de la cama? -Viv sabía muy bien que Alba jamás limpiaba el barco.

– Es hermoso, realmente hermoso, y mi padre ni siquiera quiere hablar de él conmigo.

– Entiendo -respondió la mujer, aspirando el humo por la boca y espirándolo por las fosas nasales como un dragón-. ¿Fuiste a Hampshire a estas horas de la noche?

– No podía esperar. Creía que a mi padre le haría ilusión saber que lo había encontrado.

– ¿Y qué diantre hacía el retrato debajo de la cama? -La historia de la madre de Alba la intrigaba.

– Oh, lo pudo dejar ahí para esconderlo del Búfalo. Es muy celosa y jamás pone un pie en el barco porque mi padre lo bautizó con el nombre de mi madre. ¡Menuda idiota!

– ¿Qué ha dicho tu padre cuando le has dicho que lo habías encontrado?

Alba tomó un buen sorbo de café, y se estremeció porque estaba demasiado caliente.

– Se ha puesto furioso conmigo.

– ¡No! -Viv jadeó, horrorizada.

– Ya lo creo. Se lo he dicho delante del Búfalo.

– Ah, eso lo explica todo.

– Quería que ella supiera que él se lo había ocultado. -Soltó una risilla maliciosa, revelando el colmillo torcido que según decía Rupert, o quizá fuera Tim, daba a su boca ese encanto especial-. Apuesto a que cuando me he ido han tenido una buena pelea. Seguro que el Búfalo ha estado escuchando cada palabra que hemos dicho. ¡Puedo imaginármela conteniendo la respiración pegada al ojo de la cerradura!

– ¿Tu padre ha visto el retrato?

– No. Simplemente se ha sonrojado mucho y me ha parecido verle triste. Todavía la ama, Viv. Creo que siempre la amará. Probablemente se arrepienta de haberse casado con el Búfalo. No sabes cómo me gustaría que me hablara de mi madre. Pero no lo hará por culpa del Búfalo.

– Hay que ser muy cruel y muy estúpida para sentir celos de una mujer muerta -dijo Viv en un arranque de maldad. Los extraños ojos claros de Alba volvieron a llenarse de lágrimas y Viv sintió el ligero sentimiento maternal que albergaba. Alba tenía veintiséis años, pero una gran parte de ella jamás había madurado. Bajo su aparente seguridad había una niña deseosa de ser querida. Viv le dio un pañuelo de papel-. Dime, cariño, ¿qué piensas hacer?

– No hay nada que yo pueda hacer -respondió la joven tristemente.

– Oh, siempre se puede hacer algo. Recuerda que Dios sólo ayuda a aquellos que se ayudan a sí mismos. Tengo un amigo que quizá pueda ayudarte -prosiguió, entrecerrando los ojos-. Si hay un hombre capaz de meterse en los asuntos de los demás haciendo valer sus encantos, ése es Fitzroy Davenport.

3

Fitz pasó una agitada noche soñando con Alba y, cuando despertó por la mañana, tenía el rostro de ella grabado en la memoria. Siguió acostado, alentado por el blanco rayo de luz que se colaba por la rendija de las cortinas, volviendo a disfrutar de los rasgos de Alba una y otra vez. De su rostro ovalado y la sensualidad de su boca. Odiaba pensar en los hombres que habrían besado esos labios y de inmediato se concentró en esos ojos tan claros. Eran unos ojos profundamente encajados en sus cuencas, enmarcados por unas pestañas negras y ligeras como plumas y unas cejas muy espesas, aunque las sombras que los circundaban, no ya en la piel sino de algún modo en las mismas cuencas, le daban una expresión atormentada. La forma de caminar de Alba también le había excitado. Las largas piernas embutidas en esas botas. La suave porción de muslo que dejaba descaradamente al descubierto la corta falda. La seguridad con la que caminaba. Era de ese tipo de «jóvenes potrancas» que gracias a Dios Viv eludía siempre en sus novelas. Por otro lado, se había mostrado imperdonablemente grosera. Aunque su sonrisa había resultado tan seductora que era como si le hubiera derramado un chorro de deliciosa miel caliente sobre la piel y la hubiera lamido después.

Fitz oyó a Sprout en la cocina del piso de abajo y suspiró. No le apetecía levantarse. Intentó pensar en alguna excusa para volver a visitar la casa flotante de Viv, simplemente por si se daba la remota casualidad de que pudiera encontrarse con Alba. Quizá podría telefonearla con el pretexto de discutir algún contrato prometedor en el extranjero, un posible tour promocional en Francia -a los franceses les encantaban sus libros- o las últimas cifras de ventas. Viv era fácil de complacer siempre que pudiera hablar de ella misma, y Fitz estaba especialmente de humor para escuchar. Se inclinó a coger el teléfono justo cuando lo oyó sonar.

– ¡Demonios! -masculló y levantó el auricular.

– Buenos días, cariño -dijo la alegre voz de Viv. El ánimo de Fitz alzó el vuelo hasta el mismísimo techo.

– Querida -jadeó-. ¡Estaba a punto de llamarte en este preciso instante!

– ¿Ah, sí? ¿Para qué? Espero que por algo bueno.

– Por supuesto, Viv. Eres mi cliente estrella, bien lo sabes.

– Bueno, no me tengas en vilo.

– Los franceses quieren invitarte a un tour de promoción. Tu público exige verte -mintió, mordiéndose la mejilla. «No tiene importancia -pensó-. Ya veré después cómo lo arreglo.»

Viv alzó el tono de voz y chasqueó las consonantes, haciendo en ellas mayor hincapié de lo que en ella era habitual.