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Los ojos de Alba, tan solemnes apenas unos segundos antes, se iluminaron al ver el plato que acababan de colocar delante de Fitz.

– ¡Ah, frittelle!

Después de comer, Alba llevó a Fitz por el sendero que ascendía entre las rocas a ver la tumba de su madre bajo el olivo.

– Hace un mes celebramos un oficio para recordarla. Hasta entonces no tenía una lápida. Bonita, ¿no te parece? La elegimos entre todos.

Fitz se agachó para leer la inscripción.

– ¿Qué dice?

– «Valentina Fiorelli, la luz de Incantellaria, el amor de su familia. Por fin descansa en paz.»

– ¿Por qué no había tenido una lápida hasta entonces?

Alba se sentó a su lado, encogiendo las piernas bajo el cuerpo.

– Porque la asesinaron, Fitz. La noche antes de su boda. Nunca se casó con mi padre.

– ¡Santo Dios!

– Su historia serviría para una buena novela, así que ¡ni se te ocurra decírselo a Viv!

– No lo haré. Pero cuéntame. Desde el principio. ¿Cómo era?

Alba estuvo más que encantada de poder explicárselo todo.

Cuando terminó de relatar su historia, el sol había empezado a ponerse, tornando el mar en un manto de cobre fundido. El aire del atardecer era fresco y olía a hojas y a follaje muerto. El otoño abrazaba la tierra. Si Fitz estaba conmovido por la vida de Valentina, más lo estaba por la grave situación de Thomas Arbuckle. No era de extrañar que no hubiera querido hablar de ella, y menos aún compartir con su hija lo que había vivido.

– Así que ya lo ves -concluyó Alba muy seria-. No puedo volver.

– ¿Por qué no?

– Porque no puedo enfrentarme a mi padre ni a Margo. Estoy demasiado avergonzada.

– Pamplinas. ¿No acabas de decirme que ahora quieres más a Valentina que antes porque conoces y comprendes sus defectos?

– Sí, pero eso es distinto.

– No veo por qué. Yo no te quiero a pesar de tus defectos. Yo te quiero precisamente por ellos. Te hacen distinta del resto del mundo, Alba. Querer ño consiste simplemente en seleccionar las partes buenas, sino en asumir el todo y quererlo como es.

– Me gusta esto porque aquí nadie sabe cómo era antes. Aquí me juzgan por lo que ven.

– Eso significa que tu padre, Margo y yo te queremos aún más, porque te hemos querido siempre.

– ¡No seas tonto! -dijo Alba con una risilla.

– No lo soy si te digo que quiero casarme contigo. -No era la intención de Fitz soltar su proposición así. En realidad, había imaginado un marco mucho más romántico para su proposición.

– ¿Qué has dicho? -Las comisuras de los labios de Alba se curvaron tímidamente hacia arriba.

Fitz se metió la mano en el bolsillo y sacó un pedazo arrugado de papel tisú. Lo desenvolvió con manos temblorosas para revelar un sencillo solitario. Tomó en la suya la mano de Alba y le deslizó el anillo en el dedo medio. Sin soltársela, la miró a los ojos.

– He dicho: Alba Arbuckle, ¿quieres casarte con un pobre agente literario que puede ofrecerte poco más que amor y un viejo perro maloliente?

La Alba de antaño se habría reído de él, llamándole absurdo y haciéndole sentir como un idiota por la pregunta. O quizás hubiera aceptado simplemente por el placer que proporcionaba llevar un anillo tan exquisito en la mano. Pero la nueva Alba bajó los ojos y clavó la mirada en el diamante que brillaba a la luz de la tarde.

– Era de mi abuela -dijo Fitz-. Quiero que ahora sea tuyo.

– Si me aceptas por esposa -fue la respuesta de Alba-, me consideraré afortunada de casarme con un hombre tan bueno como tú, Fitzroy Davenport.

27

Decidieron pasar un par de semanas en Incantellaria para que Alba tuviera tiempo de despedirse de su familia. Luego regresarían a Inglaterra: a Viv, a la casa flotante, a Beechfield Park, a su padre y a su madrastra, y a una nueva vida juntos.

– Volveremos, ¿verdad? -preguntó Alba, pensando en Cosima-. Les echaré mucho de menos.

– Si quieres, podemos venir todos los veranos.

– ¿Qué voy a decirle a la pequeña?

– Que no es un adiós, sino un hasta luego.

– Ya ha sufrido el abandono de su madre. Ahora volverá a sufrir por mi culpa. No soporto la idea de hacerle daño.

– Pero es que no eres su madre, cariño.

Alba negó con la cabeza.

– Soy lo más parecido a una madre que ha tenido. Será insoportable.

Fitz la besó y le acarició el pelo.

– Quizá tengamos nuestros propios hijos.

– No puedo imaginármelo.

«No puedo imaginarme queriendo a otro niño como quiero a Cosima», pensó taciturna.

– Confía en mí.

Alba suspiró en un arrebato de resignación.

– Es que me he encariñado mucho con ella.

– El mundo es cada día más pequeño. No estaréis tan lejos. -Sin embargo, Alba sabía que Fitz no podía comprender el amor que sentía por Cosima. Era la sensación más parecida que había vivido a la de ser madre. La despedida le partiría el corazón.

Alba llevó a Fitz a cenar a casa de Immacolata. A él la casa le pareció un edificio hermoso, típicamente italiano, acogedor y vibrante en el que resonaba aún el eco de las risas de una gran familia. Immacolata le bendijo y sonrió. Fitz no vio en su sonrisa nada extraño; no tenía modo de saber que en una época la sonrisa de esa anciana había sido tan inusual como el mismísimo arco iris. Beata y Falco le dispensaron una calurosa bienvenida con su parco inglés, y Toto soltó algún que otro comentario gracioso sobre el entorno habitualmente urbano de Fitz y la tranquilidad provinciana de Incantellaria. El inglés de Toto resultó sorprendentemente bueno. A Fitz le cayó bien enseguida. Toto se mostraba casi tan relajado como él y descubrió en el joven italiano un sentido del humor peculiar que entendía a la perfección. Cuando Cosima se coló en el comedor, Fitz comprendió al instante por qué Alba había llegado a quererla tanto. La pequeña echó a correr y se abrazó a la cintura de Alba con los rizos rebotándole alrededor de la cara como un enjambre de sacacorchos.

En cuanto se sentaron a cenar, Alba anunció su compromiso con Fitz. Toto propuso un brindis. Todos alzaron sus copas y admiraron el anillo con entusiasmo. Sin embargo, bajo todo ese entusiasmo se ocultaba cierta sombra de aprensión, pues todos salvo Cosima, eran conscientes de que Alba no tardaría en dejarles.

Aunque no pasó mucho tiempo hasta que Alba percibió Ja desazón que embargaba a su familia, la ponía nerviosa hablar de su partida delante de la niña. Contempló a Cosima comiéndose el prosciutto con fruición, parloteando sobre lo que había aprendido en la escuela, los juegos a los que había jugado y su ilusión por volver a salir de compras con Alba, pues había empezado a refrescar y sus vestidos de verano eran demasiado ligeros. Alba miró a Beata, que sonrió, compasiva. Se sentía incapaz de comunicar lo que ocupaba sus pensamientos. Por un lado, estaba tremendamente feliz ante la perspectiva de casarse con Fitz. Por el otro, sin embargo, el hecho de tener que marcharse de Incantellaria y alejarse de Cosima eclipsaba su felicidad como una nube gris flotando delante del sol. Estaba sentada a la sombra mientras todos los demás se encontraban bajo la luz de la lámpara.

Después de cenar, Cosima se acostó, dejando a los adultos hablando a la luz de la luna en la terraza que cubría la parra.

– ¿Y cuándo vas a dejarnos? -preguntó Immacolata. Había cierta sombra de dureza en su voz. Alba comprendió que estuviera resentida. Acababan de reencontrarse.

– No lo sé, nonna. Pronto.

– Pero volverá a visitarles -dijo Fitz, intentando animar el ambiente.