Выбрать главу

Immacolata levantó la cabeza, desafiante.

– Eso es lo que dijo Tommy hace veintiséis años, cuando se la llevó con él. Y nunca la trajo. Nunca.

– Pero ahora yo tomo mis propias decisiones. Para mí no va a ser fácil dejaros. Sólo puedo hacerlo sí sé que volveré pronto.

Falco puso su mano áspera y enorme sobre la pequeña mano de su madre.

– Mamma -dijo, y su voz fue una súplica-. Alba tiene que vivir su vida. Demos gracias por la parte de su vida que hemos compartido con ella.

La anciana soltó un bufido.

– ¿Qué le dirás a la niña? Le vas a partir el corazón.

– También el mío quedará partido -añadió Alba.

– No os preocupéis por ella -dijo Toto, encendiendo un cigarrillo y tirando la cerilla a su espalda-. Nos tiene a nosotros.

– Es parte de hacerse mayor -intervino de nuevo Falco, muy serio-. A veces las cosas cambian. La gente también.

– Se lo diré mañana -dijo Alba-. No es un adiós.

– ¿Y por qué no se puede quedar Fitz con nosotros? -preguntó Immacolata, clavando sus ojos en él en un gesto de silencioso desafío. Fitz no necesitaba hablar italiano para entender lo que la anciana acababa de sugerir.

Pareció avergonzado.

– Porque tengo mi empresa en Londres. -A Immacolata no le gustaba mucho Fitz. Le faltaba arrojo.

– Tú has hecho ya tu elección -le dijo a Alba, levantándose-. Pero no esperes que me guste.

– Mañana voy a llevar a Fitz al viejo castillo en ruinas -dijo Alba, deseosa de cambiar de tema.

Immacolata se volvió con el rostro blanco como el de un cadáver.

– ¿Al palazzo de Montelimone? -graznó, apoyándose en el respaldo de la silla.

– No hay nada que ver allí -protestó Falco. La mirada huidiza que dedicó a su madre no hizo más que espolear la curiosidad de Alba.

– Tengo ganas de ir desde que llegué. Está en ruinas, ¿verdad? -Intentó descifrar la silenciosa comunicación que estaba teniendo lugar entre su abuela y su tío.

– Es peligroso. Los muros se caen a pedazos. No deberías ir -insistió Immacolata.

– Podrías llevarme a Nápoles en vez de llevarme al castillo.

Alba reconsideró sus planes. Cualquier cosa con tal de ver feliz a su abuela. Era lo menos que podía hacer, teniendo en cuenta que se marchaba.

– Muy bien, iremos a Nápoles -dijo en inglés.

– Perfecto. -A Fitz le daba igual dónde fueran mientras salieran de la casa.

A la mañana siguiente, Alba le pidió prestado el pequeño Fiat a Toto y emprendieron el viaje en dirección a Nápoles. Se sentía decepcionada. Estaba deseosa por explorar la ruina. Llevaba meses viéndola allí arriba, tentadoramente enclavada en la cima de la colina, atrayendo su mirada. No debería haberles dicho que tenía planeado subir. Simplemente tendría que haberlo hecho.

– ¿Por qué estás tan callada? -preguntó Fitz, consciente de que el rostro adusto de Alba no apartaba los ojos de la carretera.

– No quiero volver a Nápoles -fue su respuesta-. Ya lo tengo muy visto.

– Podríamos almorzar en algún buen restaurante y dar un paseo. No estará tan mal.

– No. -De pronto, la sombra se deslizó por sus rasgos como una nube-. Voy a dar media vuelta. Allí arriba hay algo, estoy segura. ¿Por qué si no iban a oponerse a que subiera? Siguen ocultándome algo. Lo presiento. Y, sea lo que sea, está ahí arriba, en ese palazzo.

Las llantas chirriaron contra el asfalto caliente de la carretera cuando pisó el freno e hizo girar el coche para volver a bajar a la costa. Ambos se vieron imbuidos por un arrebato de entusiasmo y con un propósito en común, unidos en una misión, cómplices de un mismo crimen.

No tardaron en salir de la carretera que serpenteaba junto a la costa para tomar el desvío que subía por la colina en dirección al palazzo. El camino se volvió pronto empinado y estrecho. Pasado un rato, se bifurcó a la derecha. El bosque casi lo había cubierto de maleza, espinos y hojas, y los cipreses que lo bordeaban proyectaban sobre él sus sombras de modo que empezaron a avanzar sumidos en una oscuridad casi total. Al llegar a las puertas de hierro negro, altas e imponentes, aunque desconchadas por el descuido, Alba vio que estaban cerradas con candado y que la cerradura estaba totalmente oxidada. Bajaron del coche y contemplaron primero entre los barrotes los descuidados jardines y luego la casa.

Una pared se había venido abajo por completo y estaba en ruinas. Hasta las piedras caídas eran pasto de la hiedra y de otras hierbas. El espectáculo que se abría ante sus ojos tenía tanto de atractivo como de persuasivo. Habían llegado hasta allí y no tenían intención de volver sobre sus pasos. Alba miró a su alrededor y vio que, si no les importaba sufrir algún que otro rasguño, podían colarse entre los arbustos y saltar el muro. Fitz fue el primero en saltar y al hacerlo los espinos le desgarraron los vaqueros. Luego se volvió para ayudar a Alba, cuyo corto y ligero vestido de tirantes resultó de lo más inapropiado para semejante expedición. Cuando cayó al otro lado de la pared, le embargó un arrebato triunfal. Se sacudió el vestido y se lamió el desgarrón que se había hecho en la mano.

– ¿Estás bien? -preguntó Fitz.

Ella asintió.

– Sólo un poco nerviosa porque no sé lo que nos vamos a encontrar.

– Quizá no encontremos nada.

Alba entrecerró los ojos.

– Quiero encontrar algo. No quiero volver a Inglaterra con tantas preguntas sin respuesta.

– De acuerdo, Sherlock. Vamos.

En cuanto echaron a andar por el camino que llevaba hacia la casa, a Alba le sorprendió el frío que reinaba en el lugar. Era como si el palazzo estuviera situado en la cima de una elevada montaña envuelta en su propio microclima. A pesar de que el día había sido húmedo y de que el esfuerzo que había empleado en subir la colina la había hecho entrar en calor, en los terrenos de la casa soplaba un viento helado y tuvo que frotarse los brazos para combatir el frío. Aunque el sol brillaba en lo alto del cielo, la casa estaba sumida en sombras: gris, austera y desierta. No había en ella ni un mínimo atisbo de vida, ni siquiera en los jardines, donde percibió el movimiento de las campanillas que trepaban silenciosamente por el suelo como malévolas serpientes, deslizándose entre el follaje al que ya casi habían estrangulado.

Una de las torres se había venido abajo con la pared y yacía en el jardín como un centinela caído. Las habitaciones que habían quedado a la vista estaban cubiertas de hojas y la hiedra trepaba por los suelos y se diseminaba por las paredes. Sin duda, cualquier objeto de valor había sido expoliado. Treparon entre los escombros para entrar en el edificio y miraron maravillados a su alrededor. Entre el musgo y las hojas asomaba la pintura de color azul celeste como el cielo del amanecer. Las molduras, allí donde la pared se unía al techo, eran elaboradas, y el tallado se veía mellado en algunos sitios como una fila de viejos dientes. Alba apartó con el pie capas de suciedad y de hojas del suelo y encontró el mármol intacto. Una gran puerta de roble seguía colgando de sus goznes.

– Entremos -sugirió. Fitz avanzó sobre los escombros y al llegar a la puerta descubrió que el picaporte giraba con facilidad. Entraron encantados al cuerpo principal de la casa, en el que el bosque no había logrado penetrar.

El lugar estaba prácticamente a oscuras y reinaba en él un silencio sepulcral. Alba temía hablar por si al hacerlo despertaba a los demonios que acechaban en las sombras. No tuvo que pasar mucho tiempo para que constataran que las habitaciones eran todas muy similares: vacías, desnudas y desoladas. Justo cuando estaban a punto de dar media vuelta y emprender el camino de regreso, Fitz abrió una puerta de doble hoja que ocupaba parte de la pared hasta el techo de la habitación y entró en un salón en el que se respiraba un aire totalmente distinto. Si las habitaciones anteriores eran frías y húmedas como cadáveres, aquélla vibraba con el calor de los vivos. Era cuadrada y más pequeña que las demás, y tenía una chimenea en la que todavía se veían los restos de un fuego reciente. Parecía haber sido utilizada no hacía mucho. Delante de la chimenea había un gran sillón de piel mordisqueado por los ratones. No había nada más en la habitación, tan sólo la clara sensación de que no estaban solos.