Fitz miró a su alrededor, receloso.
– Aquí vive alguien -dijo.
Alba se llevó el dedo a los labios.
– ¡Quizá no le haga ninguna gracia encontrarnos aquí! -bisbiseó ella
– Creía que nos habían dicho que aquí no vivía nadie.
– ¡Y yo!
Alba agudizó el oído intentando captar algún ruido, aunque en vano. Tan sólo alcanzó a oír los pesados latidos de su propio corazón. Volvió la mirada hacia los ventanales que daban al jardín y abrió uno. La puerta del ventanal rechinó al rascar el suelo. Fitz salió tras ella. Al parecer en el pasado había habido allí una terraza, aunque la balaustrada se había derrumbado y tan sólo quedaba en pie una pequeña porción. Alba rascó el suelo con el pie para dejar a la vista un diseño de pequeñas baldosas rojas. Fue entonces cuando divisó entre la maleza algo negro que le llamó la atención. Se acercó a grandes zancadas a la balaustrada en ruinas y escarbó debajo con la mano. Halló algo duro y metálico.
– ¿Qué has encontrado? -susurró Fitz.
– Parece un telescopio. -Lo limpió con la mano e intentó mirar por él.
– ¿Ves algo interesante?
– Lo veo todo negro -fue la respuesta de Alba, que volvió a lanzarlo entre los hierbajos.
De pronto sintieron la presencia de alguien a su espalda. Se volvieron, sobresaltados, y se encontraron con un despojo de hombre que salía a la terraza por el ventanal.
Alba fue la primera en hablar.
– Espero que no le hayamos molestado. Hemos salido a pasear y nos hemos perdido -explicó con una encantadora sonrisa.
Cuando el hombre alzó sus ojos enrojecidos y la miró, contuvo un jadeo como si algo le hubiera dejado de pronto sin aliento. Siguió donde estaba, mirándola fijamente sin apenas pestañear.
– Madonna! -exclamó con una voz suave como la seda. Luego sonrió, mostrando un considerable hueco donde debería haber tenido los dientes delanteros-. ¡Ya sabía yo que me movía entre los muertos! -Tendió la mano. Alba la estrechó a regañadientes. La notó pegajosa-. Soy Nero Bonomi. ¿Quiénes son ustedes?
– Somos ingleses -respondió ella-. Mi amigo no habla italiano.
– Pero usted, querida mía, lo habla como si fuera de aquí -dijo él en inglés-. Con el pelo corto parece usted un guapo joven. Aunque también se parece a otra persona a la que conocí hace mucho tiempo. De hecho, me ha dado un buen susto. -Se pasó los dedos huesudos por el pelo rubio-. Fui un chiquillo muy guapo en una época. ¿Qué diría Ovidio si pudiera verme ahora?
– ¿Vive aquí? -preguntó Alba-. ¿En esta ruina?
– También era una ruina cuando Ovidio vivía en ella. O quizá debería decir el márchese Ovidio di Montelimone. Era un hombre magnífico. Cuando murió, me dejó el palazzo en herencia. Aunque no es que mereciera demasiado la pena. En realidad, lo único de valor eran los recuerdos, que, supongo, carecen de valor para los demás.
Alba reparó en que el hombre tenía la piel de la cara hinchada y enrojecida. Aunque parecía estar quemado por el sol, una inspección más detallada reveló que la salud de Nero estaba sucumbiendo a los efectos de la bebida. Le envolvía una nube de alcohol. Alba no tardó en percibir el olor. También se fijó en que llevaba los pantalones muy por encima de la cintura, firmemente sujetos con un cinturón, y que le quedaban muy cortos, dejando a la vista unos calcetines blancos que apenas disimulaban unos finos tobillos. Aunque no era un hombre viejo, sí mostraba la fragilidad típica de un anciano.
– ¿Cómo era el márchese? -preguntó Fitz. Nero se sentó en la balaustrada y cruzó las piernas. No parecía importarle que hubieran invadido su propiedad, ni que hubieran estado paseándose por la casa. Parecía feliz con la compañía. Apoyó la barbilla en la mano con un suspiro.
– Era un gran esteta. Adoraba las cosas bonitas.
– ¿Era pariente suyo? -Alba supo al instante que no.
– No. Yo le amaba. Al márchese le gustaban los chicos. Aunque yo no tenía ninguna cultura, él me quería. Yo no era más que un pilluelo de Ñapóles. El me encontró en la calle y me educó. Pero ya ven lo que he hecho con mi herencia. Ahora no sirvo para nada. -Se metió la mano en el bolsillo y buscó un cigarrillo-. Si usted fuera un chico, podría fácilmente robarme el corazón. -A pesar de su risa, a Alba el comentario no le hizo ninguna gracia. Nero dio un golpecito al encendedor y aspiró el humo del cigarrillo-. Con Ovidio nada era fácil. Era un hombre de grandes contradicciones. Rico, aunque vivía en una casa que se derrumbaba a su alrededor. Adoraba a los hombres y entregó a una mujer la mayor porción de su corazón. Se volvió loco por ella. A punto estuve de perderle por su culpa. -Alba miró a Fitz, que le devolvió la mirada. Aunque ninguno dijo nada, los dos sabían a quién se refería. Nero prosiguió-: Era hermosa como no podrían llegar a imaginar.
– Era mi madre -dijo Alba. Nero la miro a través de la nube de humo que se elevaba en el aire ante sus ojos-. Valentina era mi madre.
De pronto, él se encogió de hombros y las lágrimas asomaron a sus ojos. Se mordió el labio y empezaron a temblarle las manos.
– Claro. Por eso ha venido. Por eso casi la reconozco al verla.
– ¿Valentina era la amante del márchese} -preguntó Fitz.
Nero asintió. Su cabeza resultaba demasiado grande para su magro cuerpo.
– Era una mujer impresionante. Hasta yo la admiraba. Era imposible no hacerlo. Tenía algo que parecía hechizarlo todo a su alrededor. Un encanto, muy mágico. Yo no era más que un chiquillo de la calle y aun así encontré en ella a mi contrincante. Les ruego que me perdonen.
– Oh, vamos -dijo Fitz, intentando consolarle-. ¿Qué deberíamos perdonarle?
Nero se levantó.
– He dejado caer este lugar en el abandono. Hace unos años hubo un incendio en un ala de la casa. Fue culpa mía. Estaba bebiendo con unos amigos… He dejado que se derrumbe a mi alrededor. Ya no queda dinero. No he hecho una sola de las cosas que él me pidió. Pero vengan. Sí hay algo que he conservado tal y como él lo dejó.
Le siguieron por un serpenteante sendero que bajaba por la colina flanqueado por una avenida de cipreses. Al final del sendero, sobre el mar, se erigía una casa de pequeñas dimensiones de piedra gris. A diferencia del palazzo, la casa no había sido invadida por el bosque. Apenas un puñado de intrépidas ramas de hiedra trepaban por los muros y se enroscaban a los pilares. Era una perfecta locura, como algo salido de un cuento de hadas, un lugar en el que podrían haber vivido los duendes. Fitz y Alba sintieron que su curiosidad iba en aumento. Entraron detrás de Nero, mirando por encima de su hombro sin apenas dar crédito pues, a diferencia del palazzo, el pequeño escondite secreto permanecía intacto. Había permanecido congelado en el tiempo.
La construcción constaba de una sola habitación: un cuadrado de armónicas proporciones con un techo abovedado y exquisitamente pintado con un fresco de un cielo azul nublado lleno de querubines desnudos. Las paredes que sostenían la cúpula eran de un cálido color terracota y el suelo estaba cubierto de alfombras, gastadas por el constante trasiego de pies, aunque no raída. Una gran cama de dosel dominaba la estancia. El verde de las sedas que la cubrían se había descolorido, pero el edredón, confeccionado con la misma tela, conservaba su vivo color original. Sobre el edredón había un cobertor elaboradamente bordado que había empezado a deshilacharse en las puntas. Además de la cama, completaban el mobiliario una chaise longue, un sillón tapizado, un escritorio con incrustaciones de roble con un tintero de cristal y una pluma sobre un secante de piel y papeles y sobres con el nombre del márchese Ovidio di Montelimone. De las barras colocadas sobre las ventanas colgaban pesadas cortinas de terciopelo. Las contraventanas estaban cerradas y una estantería soportaba el peso de hileras y hileras de libros encuadernados en piel.