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En cuanto observó detenidamente la estantería, Alba reparó en que todos los libros versaban sobre historia o sobre erótica. Pasó los dedos por las cubiertas, apartando el polvo para dejar a la vista los relucientes títulos repujados en oro.

– A Ovidio le encantaba el sexo -dijo Nero, acomodándose en la chaise longue-. Este era su santuario. El lugar al que venía cuando quería huir del decadente palazzo y de los ecos de ese glorioso pasado que había dejado que se le colara entre los dedos-. Se volvió a mirar al techo y dio una calada al cigarrillo, ya tan consumido que amenazaba con quemarle los dedos amarillentos-. Ah, las horas de placer que disfruté en esta pequeña gruta encantadora. -Suspiró teatralmente y dejó que sus ojos se posaran perezosos en Alba, que en ese momento estudiaba los cuadros de las paredes. Eran todos escenas mitológicas de jovencitos o de niños desnudos. Estaban hermosamente enmarcados y formaban un collage en las paredes. Una pequeña alcoba abierta en la pared albergaba una estatua colocada sobre un pedestal negro y dorado. Era una réplica en mármol del David de Donatello-. ¿No le parece exquisito? Es como una pantera, ¿verdad? Era la languidez de la pose lo que encantaba a Ovidio. Lo mandó hacer especialmente para esta gruta. No paraba de acariciarlo. A Ovidio le encantaba tocar. Era un sensualista. Como ya les he dicho, le gustaban las cosas bonitas.

– Como Valentina -dijo Alba, imaginando a su madre sentada ante el delicado tocador, cepillándose el pelo delante del espejo estilo reina Ana. Vio que también en la gruta había filas de botellas de perfume, cepillos de plata y un tarro de maquillaje. ¿Habrían pertenecido también a su madre?

– Como Valentina -repitió Nero, cuyos ojos volvieron a llenarse de lágrimas.

Alba se paseó por la habitación y pasó por delante de una chimenea de mármol, que vibraba aún con el calor que había proporcionado al márchese y a sus amantes, y de un armario de cajones, todos ellos vacíos. Luego se dejó caer sobre la cama. Se sintió incómoda. No quería mirar a Nero. El instinto le decía que aquel hombre estaba a punto de confesarle algo terrible. Se volvió y contuvo el aliento. Sus ojos quedaron prendidos en el retrato de una hermosa joven que estaba tumbada desnuda sobre la hierba. Tenía unos pechos jóvenes y generosos, las caderas redondas y blandas y el vello púbico era un arrebato de oscuridad que contrastaba con la blancura de sus muslos. Alba se estremeció. La larga melena oscura, los ojos risueños y la misteriosa sonrisa que jugueteaba en esos labios eran inconfundibles. Cierto: en la parte inferior del cuadro pudo leer las palabras «Valentina, tumbada desnuda. Thomas Arbuckle, 1945».

– ¡Oh, Dios mío!

– ¿Qué pasa? -Fitz se acercó a toda prisa.

– Es Valentina.

– ¿Qué?

– El último retrato que mi padre le hizo a mi madre. El cuadro que buscó tras la muerte de Valentina y que nunca llegó a encontrar. Ella se lo dio al márchese.

Alba entendió entonces por qué su padre había intentado dar con el dibujo desesperadamente. Era el más íntimo de los retratos. Un cuadro que debería haber sido contemplado sólo por los ojos de ambos. Y, sin embargo, ella lo había regalado. Lo descolgó de la pared y le quitó el polvo al marco. Fitz se sentó junto a ella en la cama. Ninguno reparó en que los hombros de Nero habían empezado a temblar.

– ¡Cómo pudo hacer el márchese algo así! -exclamó Alba, furiosa-. ¡Y cómo pudo ella…! -Recordó el rostro gris y atormentado de su padre la noche en que ella le había dado el primer retrato. Qué poco le había comprendido entonces-. Se me parte el corazón cuando imagino a papá buscando este retrato, cuando siempre había estado aquí, con este cerdo. Dondequiera que él esté, escupo sobre su tumba.

Nero se volvió. Su rostro era una herida abierta.

– Ahora ya saben por qué esta casa está maldita. Por qué está en ruinas. Por qué se convertirá en polvo. Y por qué asesinaron a Ovidio. -Su voz era poco más que un aullido desesperado, el de un animal herido.

Perplejos, Fitz y Alba clavaron en él la mirada.

– ¿Al márchese también lo mataron? -preguntó Fitz.

– A mi Ovidio lo asesinaron. -Nero cayó al suelo y se acurrucó sobre sí mismo hasta quedar hecho una bola.

– ¿Por qué le mataron? -preguntó Alba, confusa-. No lo entiendo.

– Porque fue él quien mató a Valentina -gimoteó-. Porque él la mató.

28

Fitz y Alba encontraron a Lattarullo tomando limoncello en la trattoria con el alcalde jubilado. Cuando se acercaron a él, la expresión de su rostro se tornó grave, pues les vio pálidos, como si acabaran de estar andando entre los muertos. El alcalde se disculpó para dejarlos a solas. Mejor que discutieran de esos asuntos con el carabiniere. A fin de cuentas, él había conocido al padre de la chica y había sido el primero en llegar a la escena del crimen. Esperaba que no se dedicaran a remover el pasado. Mejor dejar las cosas como estaban y olvidar lo ocurrido.

– Sentaos -dijo Lattarullo con una sonrisa forzada.

– Tenemos que hablar -empezó Alba. Tomó a Fitz de la mano-. Acabamos de estar en el palazzo.

Lattarullo se encogió de hombros.

– Habéis hablado con Nero -dijo-. Es un borracho. No tiene dinero. Lo ha dilapidado todo en alcohol y en el juego. Está tan arruinado como la casa.

– El márchese mató a Valentina. ¿Por qué? -La voz de Alba sonó formidable.

El carabiniere se recostó contra el respaldo de la silla y se mordió un labio.

– Habéis resuelto un caso que ni el mejor de los detectives supo resolver en su día.

– Ni siquiera lo intentaron -replicó Alba.

– Tenían a Lupo Bianco. ¿Qué podía importarles un asunto doméstico como ése?

– ¿Por qué la mató? El la amaba.

– Porque no quería que fuera para tu padre.

– ¿Estaba celoso?

– Si no podía ser suya, no sería de nadie. Valentina le había hecho enloquecer. Así era ella. Volvía locos a los hombres. El márchese estaba ya más loco que los demás.

– Sé que tenía un amante alemán. He visto sus cartas.

– Sí, tenía un protector alemán. De hecho, tenía muchos protectores. A todos los volvía locos. Hasta a los que no quería.

– No tiene ningún sentido -apuntó Alba con un profundo suspiro.

– Y menudo desperdicio. -Lattarullo se volvió y pidió tres litnoncellos al camarero.

Fue horas después, esa misma tarde, mientras Alba estaba sentada en la terraza con Fitz y con Falco, cuando toda la verdad salió por fin a la luz. Immacolata y Beata se habían retirado a sus habitaciones y Toto estaba con unos amigos en el pueblo. Cosima dormía ya, abrazada a su muñeca de trapo y a los recuerdos felices del día. El sol del crepúsculo doraba los últimos suspiros de la tarde desde un cielo claro y acuoso, tiñendo las nubes que flotaban en él como algodones de azúcar. Era una escena magnífica. Alba era consciente de su inminente partida y un insoportable pesar le inundaba el corazón.