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Cuando le enseñó el retrato a su tío, Falco se frotó el mentón.

– ¡Madonna! -jadeó, mirándolo más de cerca-. ¿Dónde lo has encontrado?

– En el palazzo -respondió ella desafiante.

El rostro tosco de Falco se tornó solemne.

– Entonces, ¿habéis subido?

– Ya me conoces, Falco. Nunca me doy por vencida.

– Nero nos ha enseñado la gruta -dijo Fitz-. Es allí donde Alba ha descubierto el retrato.

– Y la verdad -añadió ella-. El márchese mató a mi madre.

Falco se sirvió un vaso de agua y tomó un sorbo.

– Así que el cuadro ha estado allí desde el principio -masculló.

– Ella no tenía ningún derecho a regalarlo -gruñó Alba-. Era de mi padre.

– Tienes que llevárselo -dijo su tío.

– No puedo. -Alba suspiró, recordando el efecto que el primer retrato había provocado en él.

– Creo que te equivocas, Alba. Me parece que deberías decírselo.

– Falco tiene razón. Creo que ha llegado la hora de que sepa la verdad -intervino Fitz con suma prudencia.

Alba suspiró, resignada.

– No puedo creer que el muy bastardo matara a mi madre por celos. Resulta demasiado vano.

Falco arqueó la ceja.

– ¿Quién os lo ha dicho?

– Lattarullo -respondió Alba.

Su tío se quedó pensativo durante unos segundos.

– Esa no es toda la historia -declaró con expresión de profunda gravedad.

A Alba el corazón le dio un vuelco.

– ¿Hay más?

– El márchese mató a Valentina por ti.

Alba estaba horrorizada.

– ¿Por mí?

– Creía que eras hija suya.

Alba se llevó la mano al cuello, casi incapaz de respirar.

– ¿Y cómo sabes que no lo soy? ¿Lo soy? -Le horrorizaba dudar de pronto de su propio origen.

– Valentina lo sabía. Y, en el fondo de su corazón, el márchese también.

– La mató para vengarse -dijo Fitz, meneando la cabeza-. Menudo cobarde.

– Porque la había perdido y porque también iba a perderte a ti. El márchese no tenía herederos. Era un hombre viejo y triste. Valentina y tú erais su futuro, su vida. Sin vosotras, no le quedaba nada. Decidió robarle el futuro a Tommy del mismo modo que Valentina le estaba robando el suyo.

– Nero ha dicho que le mataron. -Los ojos de Alba y los de Falco se encontraron. El no apartó la mirada. Había en su mirada la dureza de la amatista.

– Digamos que aquí, en el sur, las familias tienen su propia forma de clamar venganza.

– ¿Tú, Falco? -La voz de Alba apenas era un susurro.

– Le corté el cuello como él se lo cortó a Valentina y me quedé allí viéndole morir, ahogándose en su propia sangre -dijo. El simple acto de descargarse de su secreto borró la oscura sombra de sus ojos-. Fue una cuestión de honor.

Unos días más tarde, Alba decidió contarle a Cosima que se iba. La llevó al pueblo para comprarle vestidos nuevos en la tienda de los enanos, con la esperanza de que la excitación de unas cuantas compras compensara a la pequeña por la desilusión que estaba a punto de sufrir. Cosima se probó los vestidos, giró sobre sí misma como una bailarina y se tomó su tiempo para decidirse, como ya lo había hecho la primera vez que Alba la había llevado de compras. Como se sentía culpable y quería que la niña la recordara con cariño, Alba le compró cinco vestidos, con sus respectivas chaquetas y leotardos a juego y un abrigo azul para los días de mucho frío. Aunque Cosima estaba visiblemente abrumada, en esa ocasión no lloró. Dio las gracias a su prima, alzando su carita hacia la de ella para darle un beso en la mejilla. Alba tuvo que hacer un gran esfuerzo por contener las lágrimas. Todavía no se había ido y ya sentía que el corazón estaba empezando a partírsele.

Llevó a Cosima por el sendero que serpenteaba entre las rocas hasta la torre de observación, donde la había retratado por primera vez. Parecía que hubiera pasado toda una vida. En apenas unos meses, Alba había vivido muchas cosas.

– ¿Quieres que haga un pase de modelos esta noche?

– Por supuesto. Tienen que ver tu nueva colección de otoño -respondió Alba, impostando una voz colmada de felicidad.

– Es que me has comprado muchos vestidos -dijo Cosima, haciendo especial hincapié en el «muchos»-. Cinco. Son preciosos. Me encantan las cosas bonitas.

– Eso es porque tú también eres bonita. Y no sólo bonita, Cosima, sino también dulce, cariño.

– Tendríamos que haber traído comida. Tengo hambre.

– Es por todas estas compras. Te agotan. Espera a que vengas a Londres y verás lo que es ir de compras. Quizá cuando seas un poco más mayor… -Cosima asintió, incapaz de asimilar la idea de Londres-. Cariño, tengo algo importante que decirte. -Tosió antes de proseguir. La niña alzó su mirada clara y sonrió, expectante-. Pronto me iré. -Parpadeó para reprimir las lágrimas al tiempo que se le quebraba la voz.

Cosima palideció.

– ¿Te vas? -repitió.

– Sí. Fitz me ha pedido que me case con él.

– ¿Adonde vas?

– A Inglaterra.

– ¿Y no puedo ir contigo?

Alba la estrechó entre sus brazos y la besó en la cabeza.

– Mucho me temo que no. ¿Qué haría tu papá sin ti? ¿Y la nonna? Por no hablar de nonnina. Sin ti se pondrían muy tristes.

– Pero es que yo estaré muy triste sin ti.

– Volveré a visitarte.

– ¿Ya no me quieres? -preguntó con un hilo de voz, y Alba volvió a oír cómo le retumbaba el corazón, esta vez más fuerte y de un modo mucho más despiadado.

– Oh, Cosima. Claro que te quiero. Te quiero tanto que llega a doler. No quiero dejarte. Quiero casarme con Fitz y vivir aquí, pero él tiene su trabajo en Londres. No es italiano como yo. Si es duro tener que separarme de la familia, separarme de ti va a ser terrible. Aunque deberíamos verle la parte positiva. Te escribiré, te llamaré por teléfono y te enviaré vestidos desde Londres. Son mucho más bonitos que los que te he comprado hoy. Mucho, mucho más. Y vendré a verte. Y un día, cuando seas mayor, tú podrás ir a visitarme a Londres. -Siguieron sentadas en silencio, fuertemente abrazadas, mientras el día se despedía lentamente.

Alba sé quedó otros diez días con los Fiorelli. Mientras seguía entre ellos, Cosima se olvidó de su inminente partida. Los niños viven el momento y, con Alba allí, el presente era un momento feliz. Hizo su pase de modelos y el aplauso que recibió fue mayor que el que había recibido meses antes, aunque no sabía que los adultos estaban intentando compensarla. Alba enseñó a Fitz todos los lugares que desde su llegada a Incantellaria se habían convertido para ella en rincones especialmente queridos: la vieja torre de observación, el limonar y el arroyo. Le mostró sus cuadros, que había colgado en su habitación y por toda la casa, donde Immacolata había puesto a la vista los mejores retratos de su biznieta. Fitz estaba impresionado. Los descolgaba y los estudiaba con atención, abrumándola con sus cumplidos una y otra vez.

Immacolata estaba de mal humor. Aunque había abandonado el luto, mostraba el duelo en la cara: larga y gris, iba por ahí con una expresión permanentemente enfurruñada. Sólo en el puerto, cuando Alba estaba a punto de partir, accedió a abandonar su actitud.