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– Si estoy enfadada, es porque te quiero -dijo, tomando el rostro de Alba en sus manos y besándole en la frente.

– Os llamaré por teléfono, y también os escribiré y vendré a veros. Prometo volver pronto -explicó Alba, presa de un repentino ataque de pánico.

– Ya lo sé. Ve con Dios, mi pequeña, y que él te proteja. -Se santiguó enérgicamente y la soltó. Alba abrazó a Beata y a Toto, pero reservó el mayor abrazo para Falco. Se abrazaron durante un largo instante antes de volver a separarse.

Cosima se dejó engullir por el feroz abrazo de Alba. Las dos lloraban. Fitz tomó a Alba de la mano y la ayudó a subir al barco. El pequeño grupo siguió en el muelle, profundamente consternado. Fue una despedida triste. Cuando el barco salía ya del puerto, Cosima levantó su manita y la agitó en el aire.

29

La cocinera había preparado bollos y mermeladas caseras para el té. Los bollos eran deliciosos a cualquier hora, pero nunca tanto como en invierno, cuando la humedad y el frío exigían verse compensados con algo caliente y dulce. Verity Forthright se metió uno en la boca, que había empezado a hacérsele agua mucho antes de su llegada a la pequeña casa que la cocinera ocupaba en la finca de los Arbuckle. Los bollos eran pequeños, cabían perfectamente en la boca y se deshacían en la lengua. Verity cogió la servilleta de lino, que era una de un conjunto de seis unidades que la anciana señora Arbuckle le había regalado a la cocinera unas Navidades, y se limpió las comisuras de los labios.

– Edith, querida, no hay nadie como tú en la cocina. Hay que ver lo sabrosos que están estos bollos. -La cocinera untó uno con mantequilla para ella.

– Creo que prepararé unos bollos para la merienda de bienvenida a Alba -respondió, pensativa-. Naturalmente, asaré unas patatas para el almuerzo. Si mal no recuerdo, a Fitzroy le gustaron mis patatas asadas. -A Verity volvió a hacérsele la boca agua.

– Es todo muy repentino, ¿no te parece? -dijo, entrecerrando los ojos y untando una generosa cucharada de mermelada en su segundo bollo.

– Alba nunca fue una chica convencional. Eso no va con ella. Al parecer, según me ha dicho la señora Arbuckle, Fitzroy se fue a Italia para pedirle que se casara con él. -Sonrió ante lo romántico de la escena.

– Afortunadamente para él, Alba aceptó. De lo contrario, habría sido un viaje en vano -dijo. La cocinera les sirvió sendas tazas de té.

– Alba llamó por teléfono desde Italia con la buena noticia. A mí me parece una pareja encantadora. Encantadora -repitió-.

Él es un hombre tranquilo y bueno, y ella, volátil y apasionada. Se complementan a la perfección.

– Pues no es eso lo que pensabas hace seis meses -le recordó Verity.

– Toda mujer está en su derecho de cambiar de opinión.

– Quizás él haya logrado calmarla un poco. La chiquilla lo necesitaba. Como también necesita llevar faldas más largas. Él es un hombre sensato. Quizás haga de ella una mujer más respetable. Sé muy bien que la señora Arbuckle estaría encantada.

– A la señora Arbuckle le gustan las cosas como son -dijo la cocinera, dejando la taza en el plato-. Es una mujer refinada. Aunque no lo sea de nacimiento como la anciana señora Arbuckle. La actual señora Arbuckle lo es por matrimonio y eso marca la diferencia. Yo diría que esa clase de personas son siempre afectadas. Le preocupa mucho la clase y los orígenes de los demás. Afortunadamente, o al menos eso es lo que me ha dicho, Fitzroy procede de una muy buena familia de Norfolk. Conoce a un primo suyo. Como ella dice, es una persona «adecuada».

– Imagino que la señora Arbuckle estará ya muy contenta simplemente con casar a Alba -dijo Verity. La cocinera se dio cuenta de que Verity estaba intentando cotillear con ella, y de hecho la noticia la tenía demasiado contenta como para resistirse a comentarla.

– Alba siempre ha sido para ella una gran preocupación. Bueno, para ella y para su marido. Siempre llegaba casa con una tormenta amenazando entre los ojos. Es todo culpa de esa madre. Esos italianos son de armas tomar. A la señora Arbuckle le gusta la gente de su propio mundo y la verdad es que Alba nunca ha encajado del todo. En cuanto se case, se habrá quitado un peso de encima. Caroline será la siguiente, acuérdate de lo que te digo.

Verity no estaba en absoluto interesada en Caroline. Se metió un tercer bollo en la boca y volvió a centrar la conversación en Alba.

– ¿No crees que al capitán le entristecerá un poco la boda de su hija? A fin de cuentas, siempre me has dicho que, de todos sus hijos, Alba es para él la más especial.

– Eso creo, aunque no porque haya dicho nunca nada. Se lo he visto en la mirada. Mi Ernie siempre decía que tengo la intuición de una bruja. Alba es capaz de herir al señor Arbuckle como nadie. Se me parte el corazón cuando le veo sufrir por culpa de la malicia de esa chica. Él le da todo lo que ella quiere, todo. La chiquilla no ha trabajado un solo día de su vida, y todo gracias a la generosidad del capitán. Aun así, hace unos días ocurrió algo muy extraño. -Vaciló. Se había jurado no decírselo a Verity, consciente como era de que la noticia no tardaría en circular por el pueblo incluso antes de que el viejo buitre hubiera tenido tiempo para digerirla. Sin embargo, el peso de la información era demasiado para cargar sola con él. La boca de Verity dejó de masticar de pronto y se sentó muy tiesa. La cocinera lamentó haber empezado a hablar. Aunque sólo le contaría a Verity los fragmentos más jugosos, se dijo-. Llegó una carta de Alba.

– ¿Una carta?

– Dirigida al capitán. Reconocí su letra y el matasellos italiano.

Verity se ayudó a tragarse el bollo con un sorbo de té.

– Bueno, pues el capitán se fue al estudio a leerla. Yo estaba ocupada con el armario de las bebidas, de modo que pude verle la cara mientras la leía. La carta era larga, páginas y mas páginas escritas con su letra grande y descuidada. No me costó tampoco ver a contra luz que la carta estaba llena de tachaduras.

– ¿En ese caso estarías muy cerca del capitán?

– Mucho. Estaba tan absorto en el contenido de la carta que ni siquiera se dio cuenta de mi presencia.

– ¿Y qué decía la carta?

La cocinera suspiró y se encogió de hombros.

– No lo sé. Lo único que sé es que cuando terminó de leerla, estaba transformado.

Verity pareció desconcertada.

– ¿En qué sentido?

– Bueno, parecía más joven.

– ¿Más joven?

– Sí. Y más feliz. Ya no tenía esas ojeras oscuras. Si quieres saber lo que pienso, te diré que hubo algo en esa carta que le devolvió la juventud.

– Vamos, Edith, no exageres.

– No exagero. Fue muy curioso. Como si por fin se hubiera quitado un gran peso de encima. Algo pesado y triste. Como si hubiera desaparecido.

– ¿Y qué pasó entonces?

– Se quedó allí sentado, frotándose el mentón y mirando fijamente el retrato de su padre que cuelga de la pared.

– ¿De su padre?

– Sí, el del anciano señor Arbuckle. No sé en qué podía estar pensando, pero se quedó ahí sentado un buen rato, pensando.

– ¿Qué crees tú que decía la carta? -preguntó Verity, llevándose la taza de té a los labios con un sonoro sorbido.

– Bueno, oí hablar al señor y a la señora Arbuckle en el salón poco después. Yo estaba en la sala, preparando las cosas para la cena. Cuando están solos, a menudo les gusta comer allí, en la mesa del refectorio.

– Ya, ya, pero ¿qué decían?