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Fitz se acercó a ella por detrás y le rodeó la cintura con los brazos.

– Te pongas lo que te pongas, estarás preciosa.

Alba se deshizo de su abrazo y, frenética, se puso a buscar en los cajones. Por fin, en un arranque de exasperación, sacó unos vaqueros desteñidos y una camisa blanca.

– ¿Qué tal esto?

– Perfecto para la futura señora de Fitzroy Davenport. -Ella sonrió y él respiró, aliviado-. ¿Qué pensará Margo cuando se dé cuenta de que ni David ni Penélope Davenport figuran en la lista de invitados? -dijo, riéndose entre dientes.

– Con un poco de suerte, lo habrá olvidado.

– ¿Te parece que debería decirle la verdad?

– No es un buen plan.

– Probablemente debería inventarme una dirección falsa para ellos.

– Eso está mejor. Siempre puedes decir que lamentan no poder asistir. -Aunque Alba intentaba parecer alegre, había algo que la estaba incomodando. Recorrió con la mirada la habitación que contenía tantos recuerdos, recuerdos que pertenecían ya a una vida que había dejado atrás-. Vámonos -sugirió-. Podemos coger un taxi a tu casa, recoger tus cosas e irnos en coche a Beechfield. Me gustaría salir cuanto antes.

– ¿No preferirías llamar antes?

– No. Siempre he sido partidaria del factor sorpresa.

Fitz preparó sus cosas mientras Alba se tumbaba en el sofá a leer los periódicos. Sprout seguía en el campo, en casa de su madre, sin duda disfrutando de una dieta a base de filete y de hígado troceado. La madre de Fitz nunca había superado del todo que sus hijos hubieran abandonado el nido familiar.

– No querrá volver -le gritó Fitz a Alba desde el dormitorio-. Y yo no podría soportarlo. La vida sin Sprout sería tristísima. -Pero Alba no le escuchaba. Tampoco leía los periódicos. Su mente había vuelto junto a Cosima y Falco.

El paseo en coche por las carreteras secundarias del campo era justo lo que Alba necesitaba para animarse. La visión de las hojas caídas, teñidas de dorado por el sol del otoño, le reconfortó el corazón. Mecidas por el viento en el aire, dibujaban hermosos tirabuzones antes de aterrizar en el suelo, ligeras como copos de nieve, mientras, de vez en cuando, un faisán echaba a volar desde los setos, rociando con sus plumas el aire. Los campos recién arados se extendían desnudos bajo el cielo y unos grandes pájaros negros picoteaban el maíz dejado allí por las cosechadoras. Junto con la primavera, el otoño era su estación favorita, pues disfrutaba sobremanera del cambio, antes de que el verano perdiera su fuerza, mientras el invierno dormía aún. Esperaba poder comprar con Fitz una pequeña casa en el campo. Vivir una vida más tranquila. Ya no se sentía cómoda en la casa flotante y Londres había perdido a sus ojos todo su atractivo. Miró a Fitz, que conducía a su lado. Le haría feliz.

Se le inflamó el corazón en cuanto el coche se adentró por el camino de acceso a la casa. La gravilla estaba salpicada de hojas naranjas y marrones que Peter, el jardinero, se afanaba por barrer para quemarlas después. El hombre inclinó la gorra al verla y Alba le devolvió el saludo con la mano. No se sentía una extraña al llegar a casa, como tantas otras veces en el pasado. Sentía que aquél era su sitio, pues cada uno de los rincones de la propiedad albergaba recuerdos de su infancia. Recuerdos olvidados en su día y por fin recuperados.

Fitz tocó la bocina. La casa se alzó ante ellos, imperiosa y callada, y la curva de su tejado pareció desvelar una sonrisa secreta, después de haber sido testigo, silenciosamente divertida, de los avatares de las vidas que la habitaban. Cuando se acercaban a la entrada, se abrió la puerta principal y Thomas apareció en lo alto de los escalones. Al instante, Alba no pudo disimular la sorpresa ante el cambio que se había operado en el porte de su padre. Estaba erguido, con los hombros hacia atrás, la cabeza alta y franca y sinceramente encantado al verles. Alba sintió que le fallaban las piernas. Abrió la puerta del coche y bajó, temblorosa. Su padre había desaparecido ya de la puerta y caminaba hacia ella con los brazos extendidos. Habían desaparecido las sombras que le rodeaban los ojos y también la tensión que vibraba en el aire y que separaba a padre e hija. Thomas la besó cariñosamente y el nudo que Alba tenía en la garganta le impidió hablar.

– ¡Qué maravillosa sorpresa! -dijo Thomas, estrechando la mano de Fitz-. Y qué fantástica noticia, querido. Fantástica. Vamos, pasad y abriremos una botella de champán.

Le siguieron por el pasillo hasta el salón, donde reinaba un aire cálido e impregnado de olor a canela. El fuego ardía en la chimenea.

– ¿Dónde está Margo? -preguntó Alba, reparando en la ausencia de los perros.

– En el jardín. Iré a llamarla. -Thomas salió al pasillo con paso firme justo en el momento en que la cocinera asomaba desde la cocina.

– ¿Ha venido Alba? -preguntó, acotando la pregunta para evitar que por error se le escapara la palabra «asesinato».

– Sí, ¿no le parece una sorpresa maravillosa? -exclamó Thomas, siguiendo hacia el jardín.

– Voy a preparar unos bollos -masculló la cocinera, que no se atrevía a acercarse al salón y molestar a la joven pareja.

Alba se apoyó en la rejilla de la chimenea y miró a Fitz.

– ¿Tú también te has dado cuenta?

Él asintió.

– ¿Se ha estirado la piel de la cara?

Alba soltó una risilla.

– Desde luego camina con una alegría que nunca había visto en él. ¿Tú crees que mi carta puede haber logrado tanto?

– Estoy seguro. Obviamente, la verdad sobre tu madre lleva años atormentándole. Ahora que por fin la sabe, debe sentirse liberado.

– ¡Y está encantado de que me case contigo! -Apoyó la cabeza en el hombro de Fitz.

– Sólo hasta que se entere de que no soy uno de los distinguidos Davenport.

– ¡Oh, está demasiado encantado para que eso le importe!

En ese preciso instante oyeron deslizarse un montón de patas por el suelo del pasillo. Alba levantó la cabeza del hombro de Fitz y tensó la espalda. Los perros entraron al trote seguidos de Margo y de Thomas. Su madrastra llevaba unos pantalones marrones y una chaqueta de tweed sobre un suéter de cachemira beige. Tenía las mejillas enrojecidas y curtidas y la nariz roja. Parpadeó al ver el pelo corto de Alba.

– Querida niña, qué maravillosa sorpresa. Estás estupenda. De verdad. -Estudió a su hijastra con franca perplejidad-. Qué diferente estás. Te queda muy bien. Muy bien, ¿verdad, cariño? ¡Estás preciosa! -Pegó su frío rostro al de Alba antes de apartarlo apresuradamente-. Lo siento -dijo, tomándola de las mejillas-. Debo estar helada. No te doy un beso, Fitz, porque estoy muy fría. Estaba trabajando en el jardín. Hay mucho que hacer. ¡Muchas felicidades! -Alba y Fitz se sentaron-. Santo Dios, menudo anillo. Qué preciosidad. ¿Es una herencia familiar?

– Era de mi abuela -respondió Fitz.

– Es muy bonito, Alba, y luce fantástico en tus preciosas manos morenas. Cielos, estás radiante.

Thomas no apartaba los ojos de su hija. Aunque era consciente del cambio que se había operado en el rostro de Alba, no había alcanzado a entender inmediatamente por qué. Entonces se dio cuenta de que se había cortado el pelo. Se la veía más pequeña sin él, más frágil, e indudablemente menos parecida a su madre. Thomas quiso darle las gracias por la carta, pero le pareció que no era el momento más adecuado. Prefirió servir una copa de champán. Alba levantó los ojos y durante unos segundos las miradas de ambos se encontraron. Desconcertada, se acordó de Falco y del silencioso entendimiento que había existido entre ambos. El también la había mirado así, como si fueran cómplices de un crimen, apartados de todos los demás por su conspiración conjunta. Sin embargo, antes de que pudiera pensar en ello, se oyó un susurro procedente de la puerta.