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– ¿Me estoy perdiendo alguna fiesta? Odio perderme una fiesta. -Lavender, encorvada y frágil, estaba de pie en la entrada del salón, pesadamente apoyada en su bastón. Sus ojos acuosos escudriñaban la habitación en busca de la visitante.

30

– Ah, Alba -dijo Lavender, viendo por fin a su nieta-. ¿Cuándo es la boda? Siempre me ha gustado asistir a una buena boda. -Se acercó cojeando a pesar de que Margo intentó dirigirla hacia el sillón de lectura de cuero. A Alba le sorprendió que su abuela la reconociera con el pelo corto. Antes nunca la había reconocido-. Ya era hora de que celebráramos una boda en Beechfield.

– Gracias, abuela -dijo Alba, besándola en la cara allí donde tenía la piel suave y diáfana como la de un champiñón-. ¡Me asombra que me hayas reconocido!

Lavender pareció molesta.

– Pues claro que te reconozco. Santo Dios, muy mal tendría que estar para no reconocer a mi propia nieta. Por cierto, me gusta el corte de pelo. Te queda bien.

– Gracias. -Alba miró a su padre, que respondió a su mirada encogiéndose de hombros, obviamente tan desconcertado como ella. Margo hizo un intento por ayudarla a sentarse, pero Lavender se la quitó de encima con un bufido.

– Vamos, Alba. Ven conmigo. Tengo algo para ti. -La joven dedicó a Fitz una mueca más que expresiva.

– No tardéis -dijo Margo, que pareció desilusionada-. Tenemos mucho de que hablar. Os quedaréis, ¿verdad? Acompañaré a Fitz a su habitación.

Alba siguió a su abuela escaleras arriba. Tuvo el tino suficiente como para no ofrecerse a ayudarla, incluso a pesar de que la anciana parecía subir con dificultades. Recorrieron un largo pasillo. Lavender tenía sus habitaciones tras la esquina del fondo de pasillo. La puerta era pequeña. De hecho, Alba tuvo que agacharse para pasar por ella, aunque, una vez dentro, accedió a un gran salón cuadrado de techos altos, ventanas de guillotina y una gran chimenea abierta que ardía alegremente. En la habitación contigua estaba el cuarto de baño y el dormitorio.

– Siéntate, pequeña -la invitó la anciana-. Cuando yo vivía aquí, ésta era una habitación de invitados muy fría. Apenas la utilizábamos. Sin embargo, ahora que paso aquí la mayor parte del tiempo, disfruto de la magnífica vista de los jardines. Sobre todo me gusta ver las heladas en invierno y el final del día durante el verano. No lo cambiaría por nada. -Alba se dejó caer en un sillón delante del fuego-. Pon otro leño, cariño. No me gustaría que te enfriaras. No antes de tu boda. -Lavender desapareció en su habitación. Alba miró a su alrededor. El salón estaba decorado en bonitos tonos verdes y amarillos. Estaba bien iluminada y olía a rosas. En todas las superficies a la vista había pequeñas baratijas: huevos Fabergé de imitación, tarros de Halcyon Days, pájaros de porcelana y fotografías con marcos de plata.

Lavender regresó con una caja roja. Era una caja plana y cuadrada, y el motivo en oro que la decoraba estaba casi borrado del todo. Alba supo al instante que contenía alguna joya.

– Llevé esto el día de mi boda, y mi madre también lo llevó en la suya. Quiero que lo luzcas cuando te cases con Fitz. Creo que te parecerá apropiado.

– Qué generosa, abuela -dijo, entusiasmada-. Estoy segura de que será perfecto.

– Cosas como ésta nunca se pasan de moda -dijo Lavender. Alba pulsó el pequeño botón dorado y levantó la tapa. Dentro brillaba un collar de perlas de tres vueltas.

– ¡Es precioso! -exclamó Alba.

– Y muy valioso, aunque su valor económico no es nada comparado con el sentimental. El día de mi boda fue el más feliz de mi vida y sé que a mi madre su boda también le produjo una enorme felicidad. Me gusta Fitz. Es un buen chico y, hoy en día, eso no es frecuente. Cuando tengas mi edad, te darás cuenta de que la bondad es la cualidad más admirable que puede tener una persona.

– Lo llevaré con orgullo, abuela.

– Y tus hermanas también lo llevarán. Es una tradición familiar. No de los Arbuckle, sino por línea materna. De lo contrario se lo habría dado a Margo para que lo llevara cuando se casó con Thomas. Pero lo he guardado para ti. Eres la mayor y es tuyo por derecho propio.

Alba se lo puso, de pie delante del espejo de marco dorado que colgaba encima de la chimenea. Acarició las perlas con los dedos.

– Me encanta -afirmó, entusiasmada, volviéndose para que su abuela la viera.

– Son muy suaves sobre la piel. Te favorecen muchísimo. Tienes un cuello largo y eso es importante para lucirlas bien. Debes de haberlo heredado de mí. Aunque todo lo demás lo has sacado de tu madre. Los Arbuckle son de piel clara.

Alba se sentó y volvió a meter las perlas en la caja.

– ¿Alguna vez te habló mi padre de mi madre? -preguntó.

– Un asunto terrible -dijo Lavender, meneando la cabeza-. Reconozco que mi memoria reciente no es del todo buena, pero sí recuerdo como si fuera ayer el día en que Thomas llegó de Italia contigo en brazos.

– Siempre creí que se había casado con mi madre -dijo Alba, preguntándose cuánto sabría en realidad su abuela. Sin embargo, no tenía de qué preocuparse, pues Lavender estaba al tanto de todo.

– Creí que la guerra había destrozado a Tommy -dijo. Alba reparó en la ternura con que la anciana había pronunciado el diminutivo de su padre. Su rostro se suavizó, envuelto en el resplandor anaranjado del fuego, y de pronto pareció más joven-. Pero fue Valentina la que le destrozó. El asesinato fue algo terrible y brutal por lo que ninguna mujer debería pasar. De todos modos, creo que, aunque hubiera sobrevivido, la mujer a la que él amaba ya había muerto en ese coche, cubierta de pieles y de diamantes. La conmoción que le causó le cambió la vida en un segundo. ¡Es como si le hubieran arrancado las entrañas de cuajo! -Guardó silencio durante un instante.

– ¿Cómo conoció a Margo?

– Llovía el día que tu padre volvió a casa. Nos había enviado un telegrama previo a su llegada, aunque naturalmente no sabíamos nada de lo que le había ocurrido a Valentina. No esperábamos verle regresar con un bebé en brazos. Llegó hasta los escalones con la lluvia rebotándole en el sombrero y contigo en brazos, envuelta en una manta espantosamente inadecuada. Yo te cogí y nos sentamos delante de la chimenea. Eras muy diminuta y vulnerable. No te parecías en nada a Tommy, salvo en los ojos. Te quise entonces como si fueras mía. Hablamos hasta bien entrada la noche, tu abuelo, Tommy y yo. Nos lo contó todo. Nos mostró el retrato que había dibujado. Valentina era una chica hermosa. Había cierto aire de misterio en esa sonrisa apenas perceptible. Tommy no lo vio, Hubert tampoco. Pero yo sí. Por lo poco que pude ver en Valentina, jamás habría confiado en ella, pero no estaba allí para advertir a Tommy. Los hombres son terriblemente crédulos cuando se enfrentan a una belleza como ésa. Decidimos entonces no decir a nadie que el matrimonio no había llegado a celebrarse, por tu bien. Hay una espantosa palabra que se aplica a los niños nacidos fuera del matrimonio y no queríamos que tuvieras que vivir con la vergüenza de cargar con ella. En aquellos tiempos, las cosas eran distintas. Tommy compró el condenado barco en el que había servido durante la guerra, la torpedera, aunque no recuerdo el número. Se gastó una pequeña fortuna transformándola en una casa flotante. Se pasaba las semanas trabajando en Londres y viniendo los fines de semana para estar contigo. -El orgullo le iluminó el rostro-. Yo te tenía para mí sola y cuidaba de ti como si fueras mía.

– Entonces, ¿el Valentina era su torpedera? -preguntó Alba, perpleja.

– Estaba obsesionado con él. Yo también sentía que le había perdido. Pero te tenía a ti. -Se volvió a mirar a Alba y en sus ojos brillaron las lágrimas-. Eras mi pequeña. Entonces apareció Margo.