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– ¿Cómo se conocieron? -insistió Alba.

Lavender inspiró hondo.

– A Tommy le invitaron a una cacería en Gloucestershire y Margo estaba entre el grupo de invitados de la casa. No creo que él se enamorara. Ella era una mujer capaz, divertida, con los pies en el suelo y auténtica. Tommy quería casarse. Quería darte una madre. -Se le tensó la expresión del rostro-. Además, ha sido una buena esposa. Tommy era un completo inútil. Ni siquiera era capaz de lavarse una camisa. La casa flotante estaba hecha un desastre. Yo fui una vez y no volví. Llevaba una vida decadente. Había tenido unas cuantas novias y sabía que necesitaba sentar la cabeza. Margo entró arrasando en su vida y puso orden donde más se necesitaba. Siempre fue maravillosa contigo, eso no puedo negárselo. Se instalaron en Dower House y fundaron su propia familia. Al principio, Margo te traía todos los días para que pudiera verte. Cuando eras pequeña, casi vivías aquí, en Beechfield, y estábamos muy, muy unidas. -Volvió a sonreír-. A ti te encantaba jugar a esconder el dedal. Jugábamos durante horas y yo te leía una y otra vez los libros del Conejo Gris de Alison Uttley. Te encantaba Liebre. «Una sierra para serrar», ¿te acuerdas? No, supongo que no conservas muchos recuerdos de esa época. Eras muy pequeña. Pero me querías. Entonces llegó Caroline, y luego Miranda y Henry, y, poco a poco, terminaste engullida por la familia de Margo. Dejaste de ser mi pequeña.

– ¡Pero si nunca me reconocías, abuela!

Lavender chasqueó la lengua con fuerza.

– Pues claro que te reconocía, cariño. Sólo quería sacar de quicio a Margo. Nunca quise hacerte daño con eso, pero es que me tenía amargada verme apartada de ese modo cuando para mí eras como una hija. La hija que nunca tuve. Perdóname.

– No hay nada que perdonar, abuela. -Alba alargó la mano para tocarla-. Tampoco yo he sido la persona más fácil del mundo. Además, me he portado fatal con Margo.

– Yo también -confesó Lavender, con tono culpable-. Pero ha sido una buena madre para ti y también una buena esposa para Tommy. Lo recogió y lo recompuso. Se hizo cargo de su hija y cuidó de su corazón. Hasta tuvo que soportar ese estúpido barco del que él se negó a desprenderse. Es una mujer fuerte, Alba. Ha tenido que bregar con mucho.

– Me preguntaba qué hacía ese retrato debajo de la cama -murmuró-. Ahora todo tiene sentido. No me extraña que Margo nunca fuera a verme. Odia el barco, y con razón.

– Bueno, no creo que quieras seguir viviendo allí ahora que vas a casarte con Fitz.

– Quiero vivir en el campo.

A Lavender se le iluminaron los ojos.

– Oh, podríais vivir en Dower House. Los inquilinos que teníamos hasta ahora acaban de dejarla.

– ¡Qué idea tan brillante!

– Fui muy feliz en esa casa después de la muerte de Hubert.

– Me gustaría pasar tiempo con papá. También me he portado fatal con él.

– Bueno, lo ha pasado muy mal. Y eso, sumado al hecho de lo mucho que te pareces a tu madre… No tenía modo alguno de zafarse de ella. Luego, a medida que te fuiste haciendo mayor, no dejaba de plantearse si debía o no contarte la verdad. Ha vivido con una carga terrible.

– Le escribí una carta desde Italia en cuanto me enteré de todo -dijo alegremente.

– Y no sabes el bien que le ha hecho. Por fin ha podido dejar atrás el pasado, y también tú debes hacerlo. Estás a punto de casarte con Fitz y fundar tu propia familia.

– Gracias por el collar. Lo guardaré como un tesoro. -Se levantó para darle un cariñoso beso a su abuela.

– Eres una buena chica, Alba -dijo Lavender, acariciándole el brazo-. Por fin has madurado. ¡Ya era hora!

Cuando Alba y Lavender volvieron al salón, Fitz tomaba champán con Thomas y con Margo.

– Mirad lo que me ha regalado la abuela -anunció Alba, acercándose apresuradamente a su padre y abriendo la caja.

– Vaya, el collar de perlas. Qué detalle. Con esas perlas serás una novia preciosa.

– Qué maravilla -exclamó Margo, entusiasmada, acercándose a ellos-. Qué generoso de tu parte, Lavender.

– Hemos tenido una agradable charla -dijo Alba, sentándose junto a Fitz-. Nunca había estado en sus habitaciones.

– Me temo que no son tan cómodas como Dower House -dijo Margo-. Pero, al menos, aquí estamos todos juntos.

– Lavender me ha sugerido que podríamos instalarnos en Dower House cuando nos casemos -propuso Alba-. ¿Qué te parece, papá?

Thomas pareció complacido.

– Me parece una idea fantástica. Cuando Margo y yo nos casamos, vivimos allí un tiempo.

– Gracias, Thomas -dijo Fitz, un poco incómodo-. Lo pensaremos. -Alba le miró y frunció el ceño-. Bueno, cariño, no olvides que yo trabajo en Londres. -Ella se desinfló. No tenía el menor deseo de seguir viviendo en la ciudad.

Más tarde, en la habitación de Fitz, Alba volvió a sacar el tema.

– ¿Y no podrías ir y venir? -dijo, tumbada en la cama mientras él se vestía para la cena.

Fitz suspiró.

– No estoy seguro de que sea una opción viable.

– Piensa en lo feliz que Sprout sería aquí, con todo este terreno por donde correr a sus anchas. Quizá podríamos comprarle un amigo.

Fitz terminó de abrocharse la camisa.

– Creía que te encantaba la ciudad.

– Eso era antes. Ha terminado por aburrirme.

– Eso es sólo porque has estado cinco meses viviendo en Incantellaria. Pronto volverás en ti. Antes de que te des cuenta, estarás arrasando las tiendas de Bond Street.

– Ahora quiero llevar una vida más tranquila -fue la respuesta de Alba, que en ese momento sintió una punzada de añoranza al acordarse de la trattoria-. La echo de menos.

– Quizá podríamos llegar a un arreglo -sugirió Fitz-. Podríamos pasar los fines de semana en Dower House.

– ¿Y qué voy a hacer durante el resto de la semana?

– Pintar.

– ¿En Londres?

– Podrías transformar mi habitación de invitados en un estudio.

– Necesito el campo para poder inspirarme -insistió Alba, a punto de ahogarse en cuanto se acordó de los limoneros de Incantellaria, la torre de observación, la vasta superficie del mar y de Cosima, con sus rizos rebotando sobre los hombros, dando una y mil vueltas con sus vestidos nuevos.

– Acabas de volver, cariño. Date un poco de tiempo para adaptarte -le aconsejó, acompañando sus palabras con un beso-. Te quiero. Quiero verte feliz. Si lo que quieres es vivir aquí, ya pensaremos en algo.

Después de cenar, tras haber discutido entre plato y plato la boda al detalle, Thomas invitó a Alba a que le acompañara al estudio.

– Quiero darte algo -dijo, cruzando una mirada con su esposa.

– Ahora mismo voy. Antes tengo que ir a buscar una cosa a mi cuarto -respondió Alba, que se perdió corriendo por el pasillo. Thomas se dirigió a su estudio y retiró de la pared el retrato de su padre.

Buscó luego en la caja fuerte y sacó el rollo de papel que encontró en el fondo. Ya no sentía el peso de la presencia de Valentina, ni tampoco su invisible exigencia de ser recordada. Desenrolló el retrato para mirarlo por última vez. Lo sintió distante. Por primera vez, vio en el rostro de Valentina el de una desconocida. Por fin podía relegarla al pasado y dejarla allí definitivamente.

Alba entró a la habitación y cerró la puerta tras de sí. Cuando vio el rollo de papel en manos de su padre, no pudo disimular una mirada interrogativa.

– Creo que deberías guardarlo tú -dijo Thomas, entregándoselo-. Ya no lo quiero.

– Era hermosa, ¿verdad? Y a la vez muy humana -dijo Alba, viendo cómo su padre se servía un whisky y se sentaba en el sillón de cuero gastado que siempre ocupaba después de cenar. Thomas se inclinó hacia delante y abrió el humidificador, escogió un puro y empezó a cortarlo lentamente.