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– Cariño, te veo un poco distraída -empezó, con aprensión, quitándose las gafas de lectura y dejando que colgaran de su cadena-. No estarás nerviosa por la boda, ¿verdad?

Alba no la miró.

– Estoy bien -dijo-. Es sólo que todo esto me resulta un poco abrumador.

– Lo sé. Hay demasiadas cosas por organizar a tu alrededor. Apuesto a que a veces tienes la sensación de que te vas a hundir bajo todo ese peso.

– Sí -concedió Alba. Pasó la lengua por un sobre y lo pegó.

– ¿Habéis decidido Fitz y tú dónde vais a vivir?

Alba suspiró.

– Aún no. Él tiene que vivir en Londres porque no le sale a cuenta desplazarse todos los días. Pero yo quiero vivir aquí.

– Pero ¿qué pasará con todos tus amigos?

– ¿Qué amigos, Margo? Sabes muy bien que no tengo ninguno. Tenía algunos amantes, pero no creo que ahora sean demasiado apropiados. Y Viv se pasa todo el tiempo en Francia con Pierre. Fitz es mi amigo y quiero estar donde él esté. Aunque es una pena que tenga que ser en Londres.

– Quizá sea sólo durante un tiempo. Quizá cuando tengáis hijos os convendrá más trasladaros al campo.

– Ojalá Cosima pudiera ser una de mis damas de honor -dijo, presa de un arrebato de emoción-. Lo disfrutaría muchísimo.

– Les echas de menos, ¿verdad? -dijo Margo, consciente por fin de cuál era la raíz del problema.

– Les echo de menos a todos, pero sobre todo a Cosima. No puedo dejar de pensar en ella. No me basta con hablar con ella por teléfono de vez en cuando. Se nota la distancia y a ella eso la entristece. Me duele tanto la garganta intentando no llorar que casi temo la hora de largarme. -Tragó saliva-. Estoy desesperada. Ella me necesita y yo no estoy allí.

– ¿Habéis hablado Fitz y tú de la posibilidad de vivir en Italia?

Alba se rió ante lo absurdo de la idea.

– Él nunca podría vivir en ese lugar tan tranquilo.

De pronto, el rostro de Margo se volvió muy serio y dejó el bolígrafo encima de la mesa.

– Cariño, si no te sientes preparada para casarte, todavía puedes cancelar la boda. -Alba la miró sin ocultar su asombro, como alguien a quien, a punto de ahogarse, acabaran de echarle un inesperado cabo salvavidas-. A tu padre y a mí no nos importará. Sólo queremos que seas feliz.

– Pero ya lo tenéis todo organizado. Y os habéis tomado muchas molestias. Estamos a punto de enviar las invitaciones. ¡No puedo echarme atrás ahora!

Margo le puso la mano sobre el brazo. En otra época, habría resultado un gesto incómodo, pero en ese momento a ambas se les antojó totalmente natural. Maternal.

– Mi querida niña -empezó Margo con suavidad-. Preferiría cancelar la boda que saber que estás en Londres hecha una desgraciada. No tiene sentido seguir con esto si vais a divorciaros dentro de tres años. Imagina si llegáis a tener hijos. Menudo horror. Si quieres irte a vivir a Italia, todos lo entenderemos y te apoyaremos. Si tu corazón está allí, cariño, sigue su dictado. -Alba parpadeó para contener las lágrimas y echó los brazos al cuello de Margo.

– Creía que te enfadarías conmigo.

– Oh, Alba, qué poco me conoces. -Apartó a su hijastra y levantó el guardapelo de oro que colgaba sobre su pecho-. ¿Ves esto? -Alba asintió, secándose la cara con la mano-. Lo llevo siempre. Nunca me lo quito, nunca. Y no me lo quito porque llevo en él la foto de mis hijos. De los cuatro. -Lo abrió para que Alba pudiera verlo. Allí, dentro de unos esmerados y pequeños marcos de oro, había pequeñas fotos en blanco y negro de ella, de Caroline, Miranda y Henry de niños-. Te quiero igual que a ellos. ¿Cómo no iba a entenderlo?

– Será mejor que hable con Fitz -dijo Alba por fin, entre sorbidos.

– Sí, será mejor -concedió Margo al tiempo que volvían a meter todas las invitaciones en la caja.

Alba temía darle la noticia a Fitz. Después de todo lo que él había hecho por ella, de todo el tiempo que había esperado, le parecía muy injusto que volviera a sufrir de nuevo. Sin embargo, mientras subía a su habitación, sintió despertar en su interior el silencioso hormigueo de excitación. Visualizó el pequeño rostro de Cosima, iluminado de felicidad, y a Immacolata y a Falco sonriendo de júbilo. Les vio en el muelle, dándole la bienvenida a casa. Sabía que era lo que debía hacer. Sabía que Fitz no podía ir con ella. ¿Qué iba a hacer él en un lugar tan pequeño y provinciano?

Esperó en la cama a que regresara de su partida de squash. La luz se desvaneció y unos oscuros y espesos nubarrones se congregaron en el cielo. Los árboles estaban desnudos y las ramas se dibujaban como cientos de dedos ralos contra el desolado paisaje. Por fin, Alba oyó voces procedentes de la escalera: las alegres bromas entre Fitz y Henry. Estaba nerviosa. Habría sido muy fácil seguir adelante con lo previsto y fingirse feliz.

En cuanto entró, Fitz hizo acuse de recibo de la expresión solemne que vio en su rostro.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó al tiempo que su buen humor se dispersaba como un enjambre de burbujas.

Alba inspiró hondo y atacó.

– Quiero volver a Italia.

– Entiendo -dijo Fitz-. ¿Desde cuándo? -De pronto, el aire de la habitación estaba preñado de pesar. Él se sentó en la cama.

– Creo que desde que volví.

– ¿Lo has hablado con tus padres?

– Sólo con Margo. Quiero que vengas conmigo.

Fitz meneó la cabeza y clavó la mirada en la ventana.

– Mi vida está aquí, Alba. -Se sentía presa de una desagradable sensación de déjá vu.

– Pero ¿no podrías escribir un libro? -Alba se arrodilló detrás de él y le rodeó los hombros con los brazos.

– Soy agente, no escritor.

– No lo has intentado nunca. -Pegó la mejilla, empapada en lágrimas, a la de él.

Fitz frunció el ceño.

– ¿Es que no me quieres? -preguntó con la voz quebrada.

– Claro que te quiero -exclamó ella, desesperada por aliviar de algún modo el dolor que veía reflejado en sus suaves ojos marrones-. Te quiero mucho. Estamos hechos el uno para el otro. ¡Oh, Fitz! -suspiró-. ¿Qué vamos a hacer?

El la estrechó entre sus brazos y la abrazó con fuerza.

– Tú no puedes vivir aquí y yo no puedo vivir allí.

La mariposa estaba desplegando las alas, presta a volar de nuevo. Esta vez Fitz no sabía si conseguiría volver a atraparla.

– Tengo que irme, Fitz. Cosima me necesita. Mi sitio está allí. -Hundió el rostro en el cuello de él-. No me digas que no vendrás. No me digas que todo ha terminado. No podría soportarlo. Veamos cómo evolucionan las cosas. Si cambias de opinión, te estaré esperando. Te estaré esperando, esperanzada y preparada para recibirte con los brazos abiertos. Mi amor no se enfriará, en Italia no.

Epílogo

Italia, 1972

Alba estaba feliz. La primavera en Incantellaria era la más hermosa del mundo. Los pajarillos brincaban sobre las mesas y las sillas de la terraza de la trattoria y el sol bañaba el mar más abajo con la suave y traslúcida luz de la mañana. Se limpió las manos en el delantal. Llevaba un sencillo vestido ajustado de flores azules y chancletas. Se había pintado de rosa las uñas de los pies con un esmalte que Cosima y ella habían comprado en la tienda de los enanos. También se las había pintado a Cosima, lo cual había llevado mucho más tiempo de lo que debería, gracias a que la pequeña no dejaba de mover los dedos y de reírse. Alba se pasó la mano por la frente. Hacía calor en la trattoria y ella trabajaba duro comprando en el mercado, preparando las mesas y sirviendo a los clientes. Incluso había aprendido a cocinar. Nunca se había creído capaz de preparar deliciosos platos. Hasta Immacolata estaba impresionada. Beata la felicitaba con el talante silencioso y digno que la caracterizaba, diciéndole que la cocina se llevaba en la sangre, que llevaría la tradición y el buen nombre de los Fiorelli mucho después de que todos ellos hubieran muerto.