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Se llevó la mano al bolsillo del delantal y sacó un pañuelo de papel usado y una tarjeta blanca. Le dio la vuelta a la tarjeta y miró el nombre de Gabriele grabado en ella. Durante un instante la miró fijamente, allí, junto a la ventana, desde donde se dominaba la playa. Segundos después volvió a guardarla. Le había crecido un poco el pelo. Lo llevaba lo bastante largo como para recogérselo en una corta cola de caballo. No es que quisiera dejárselo crecer. Simplemente le daba demasiada pereza cortárselo. Levantó las manos y se lo recogió con un elástico. Al hacerlo, oyó el lejano motor de un barco. Alzó la mirada hacia la pared, junto a la puerta.

De la pared colgaban tres bocetos con sus sencillos marcos de madera. El primero era el rostro de una mujer. La expresión de la mujer era amable, inocente, dotada de una sonrisa colmada de secretos y de una indefinible tristeza tras los ojos. El segundo era de una madre con su pequeño. Había en el rostro de la madre una expresión de amor desnudo y sin ambages, libre de todo secreto salvo de los que encierran los deseos que toda madre alberga para su pequeño. El tercero era un desnudo acostado. En ese último retrato se veía a Valentina encendida, sensual y descarada, dando cuerpo a todos los vicios del placer terrenal y siempre misteriosa como el mar. Sin embargo, nadie excepto Alba reparaba ya en esos retratos. Se fundían con las paredes de la trattoria como las cebollas y los ajos colgantes, los platos ornamentales y la iconografía religiosa. A menudo, pasaba por su lado sin dedicarles tan siquiera una mirada de reojo.

El sonido del motor del barco ganó en intensidad. Traqueteaba, adentrándose en el silencio de la ensenada dormida, perturbando el aire y asustando a los pájaros, que no tardaron en alzar el vuelo. La sensación de excitación vibró en el ambiente como un guijarro al caer en la quieta superficie de un estanque, lanzando pequeñas ondas a su alrededor. Alba salió de la trattoria y se quedó de pie bajo el toldo con una cesta de mimbre llena de manzanas colgando del brazo. Una oleada de impaciencia empezó a expandirse en su corazón, despacio primero y después cada vez más deprisa, hasta que echó a correr por la arena, dejándose llevar por la excitación del momento. Se le soltó la ciña del pelo, que echó a volar alrededor de su rostro y de sus hombros como hilos de delicada seda. Por fin se detuvo, respirando pesadamente mientras sus senos subían y bajaban al ritmo de su respiración, un movimiento acentuado por el escote bajo del vestido. El rostro de Alba era perfecto, como el cielo de la noche visto desde mitad del océano. Sonreía, aunque no con la sonrisa ancha y bovina de los lugareños que habían empezado a emerger de sus casas para ver quién acababa de llegar, sino con apenas una ligera curva en los labios que le alcanzaba los ojos y que le obligó a entrecerrarlos levemente. Un mero susurro de sonrisa. Tan sutil que con ella su belleza resultaba casi difícil de asimilar. El barco atracó por fin y un joven bajó al muelle. Sus ojos tropezaron con los extraños ojos claros de la mujer de la cesta. Aunque ella estaba en mitad de la muchedumbre, parecía disponer de un espacio propio, como si se mantuviera un poco apartada. Tal era su hermosura que su imagen parecía más perfilada que la de los demás. Fue entonces cuando el joven perdió el corazón. Allí, en el muelle del pequeño pueblo pesquero de Incantellaria, renunció a él de buena gana. No imaginaba entonces que lo había perdido para siempre, que jamás volvería a recuperarlo.

Agradecimientos

Fue mi tía Naomi Dawson, que en la década de 1960 vivió en una pequeña torpedera rehabilitada, quien me inspiró la idea para este libro. Le estaré eternamente agradecida no sólo por haber compartido conmigo sus anécdotas y fotografías sino también por haberme hecho partícipe de su vibrante pasado, divirtiéndome sobremanera. Para mí es una tremenda fuente de apoyo y una amiga de verdad. De ahí que le dedique esta obra.

Dada la retadora naturaleza de esta novela, decidí pedir ayuda para su escritura a muchos amigos. A todos ellos hago extensivo mi agradecimiento: a Julietta Tennant, por el extenso conocimiento de la costa italiana de Amalfi y por haberme permitido tomar prestado el nombre de su hija Valentina. A Calum Sillars, comandante de la Royal Navy, por hacerme partícipe de sus conocimientos sobre la Armada y por su acervo de libros sobre las torpederas que navegaban las aguas del Mediterráneo durante la guerra. A Valeska Steiner, por su hermosa voz y por transportarme con ella y con sus canciones a mi mundo imaginario. También a su padre, Miguel, mi padrino, por la peculiar frase alemana que no logré encontrar en el diccionario. A Katie y a Caspar Rock, por permitirme removerme en mi silla mientras ellos jugaban sus partidas nocturnas de bridge, y por esa semana celestial entre los grillos y los pinos en Porto Ercole.

Corregí el libro en pleno apogeo del lujo hotelero: el suntuoso Touessrok Hotel de las islas Mauricio, ahora mi hogar cuando estoy lejos de casa, de ahí que tanto Paul como Safinaz Jones reciban desde aquí un enorme mensaje de agradecimiento por haberme permitido disfrutar de una estancia tan serena y tranquila. Cuando el caos doméstico de mi propia casa amenazó con minar la conclusión del libro, Piers y Lofty von Westenholz tuvieron la amabilidad de permitirme ocupar su salón, y fue allí donde por fin conseguí escribir la palabra que había anhelado durante tanto tiempo: fin.

Mis amigos italianos Alessandro Belgiojoso, Edmondo di Robilant y Allegra Hicks fueron de enorme ayuda cuando tuve dudas sobre su país, y Mará Berni siempre estuvo asequible para darme un pequeño vislumbre de Italia en San Lorenzo.

Doy las gracias a mi nueva amiga, Susie Turner, por fascinarme mientras almorzábamos juntas con historias sobre su extraordinaria vida en los años 60, gran parte de los cuales serán un material exquisito para una próxima novela. A mi tío y a mi tía, Jeremy y Clare Palmer-Tomkinson, por haber rastreado una vez más sus recuerdos de esos días ya confusos (mi tío Jeremy niega la menor confusión, ¡pero yo no le creo!). A Clarissa Leigh-Wood, mi mejor amiga, por ser siempre tan positiva y por estar ahí: gracias. Quiero dar las gracias a Bernadette Cini por cuidar de mis hijos y permitirme con ello tener tiempo para escribir, y a Martin Quaintance por compartir conmigo sus profundos conocimientos sobre barcos.

A mis padres, Patty y Charlie Palmer-Tomkinson, por haberle dado a mi vida tantos colores con los que poder bordar mis libros de mil y un tonos y matices. A mis suegros, Stephen y April Sebag-Montefiore, por su interés y entusiasmo. A Tara, James y Sos, Honor, India, Wilfrid y Sam, por su lealtad e inspiración. A mis hijos, Lily y Sasha, por haberme cambiado tan profundamente y por haberme abierto una puerta a un mundo más compasivo.

Quisiera dar las gracias ajo Frank, una agente dedicada y eficiente, por acogerme cuando mi primer libro no era más que una mera idea. Le deseo suerte en su nueva aventura y espero que la lleve a lugares felices y luminosos. Doy la bienvenida a Sheila Crowley, mi nueva agente, toda una fuerza de la naturaleza. Espero que trabajemos juntas en muchos libros más.