Birgit me cogió al niño de las manos y lo rodeó cariñosamente con un brazo protector, estrechando su suave cuerpo. Por fin, mientras el agotamiento y las emociones me iban venciendo, empecé a perder el control. Con pasos lentos, retrocedí. Mi talón tropezó con algo a mis espaldas y caí hacia atrás, dando contra el suelo. Mi brazo golpeó contra la cuna y la empujó hacia un lado. Me di muy fuerte en la nuca contra el suelo, y durante un segundo creí que me iba a desmayar.
Todos corrieron hacia mí. La primera en llegar fue Birgit; con el niño en los brazos, se arrodilló y me tocó con una mano. Jack se puso detrás de ella, sobre ella; su cuerpo parecía una torre erguida a mi lado. Ambos hablaban, pero yo no alcanzaba a oír sus voces. Aparté mis ojos de ambos y miré el techo que tenía encima. Era metálico y estaba pintado de color crema. Las chapas estaban unidas con una hilera de pequeños remaches pintados de un color un poco más oscuro. El vehículo daba bandazos mientras avanzaba por la despareja carretera, pero mis brazos y piernas estaban sujetos a la camilla. Me costaba respirar, como si unas correas muy apretadas me cruzaran el pecho. El pánico me dominaba. Podía alzar la parte superior del cuerpo y mirar a mi alrededor, pero a la escasa luz del interior de la ambulancia no había mucho que ver.
En la camilla fija que estaba frente a la mía, yacía una mujer; estaba durmiendo. Recordé que se llamaba Phyllida. A pesar del balanceo del vehículo y el interminable ruido del motor y la transmisión, Phyllida parecía estar a sus anchas. Sus párpados se mantenían quietos, en reposo. Tenía los labios ligeramente abiertos y un brazo le colgaba al costado. El rígido y funcional corte de su chaqueta de la Cruz Roja se había suavizado con el sueño de Phyllida. Aunque yo estaba luchando por respirar, me sentí cautivado por la inesperada intimidad que representaba su compañía.
Cuando la ambulancia cogió un bache en la carretera, me aferré al costado de la camilla. La sacudida me hizo expeler el aire de los pulmones. Sabía dónde estaba, qué había pasado. Todos mis temores sobre mis alucinaciones se habían confirmado. Seis meses de mi vida habían desaparecido.
El vehículo continuaba su estruendosa marcha en medio de la noche. Todo lo que había creído que ganaba y ponía sólida e indiscutiblemente detrás de mí, los vuelos al extranjero, los encuentros en grandes mansiones, los tratos entre Hess y Churchill, la llegada de la paz, estaban otra vez en ese ilusorio futuro.
Si yo me dejaba llevar por mis alucinaciones, todo eso se perdería.
Sin embargo, delante de mí estaba también aquella vida que confusamente me rechazaba: mi hermano distanciado, el matrimonio que me estaba fallando, el hijo que ya había nacido y recibía un nombre mientras yo estaba fuera, la intrusión de los extraños, todo ello consecuencia de mi propio abandono.
Allí estaba, tendido boca arriba, contemplando aquel techo neutro, sintiendo impotente cómo mi visión se oscurecía lentamente. Me sacudió la desesperación por vivir. Quería seguir y poder despertar en el mundo de posguerra. Cualquiera que fuese el precio que tuviera que pagar, no me atrevía a perder lo que había ganado, pero cada nueva respiración me costaba más. La oscuridad invadía mi interior, aportándome una sensación de quietud, de final de las turbulencias, de las luchas. El cierre de mi vida, la pérdida de aquella paz.
Seguramente, no todo había sido una ilusión, la noble paz que habíamos conseguido, el haber apartado a los dos grandes países de los horrores de la guerra.
Los movimientos de la ambulancia se estabilizaron, el áspero ruido del motor se esfumó, las débiles luces se fueron apagando. Luché un momento contra eso, pero poco a poco una sensación de sosiego empezó a fluir mansamente dentro de mí, una sensación que me ofrecía paz; no la que siempre había perseguido, sino una alternativa a ella. Sentí que me inundaba la oscuridad final, su abrazo frío y eterno.
Sin embargo, el terror que eso me provocaba me hizo resistir toda la noche.
Me aferré a la vida y me obligué a respirar con un ritmo regular, sin ansiedad; veía que Phyllida dormía soñando con despertar en un futuro mejor.
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The Separation
Traducción de Carlos Riba García
Diseño e ilustración de la sobrecubierta: Enrique Iborra
Primera edición: junio de 2004
© Christopher Priest, 2002
© Ediciones Minotauro, 2004
Avda. Diagonal, 662-664, 6.a planta. 08034 Barcelona
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ISBN: 84-450-7507-1
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