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A Miguel le fue imposible conciliar el sueño. La corta cadena apenas le permitía moverse y el hambre le roía el estómago. Recordó, una a una, las palabras de Colbert. Y aunque entendía que aquel seboso quisiera ponerlos en su sitio, no conseguía comprender su última amenaza. De su tono cabía deducir indicios vengativos, como si deseara más colgarlos de una soga que aprovecharse de su fortaleza física y de su juventud. Y si así era, ¿por qué los había comprado?

Diego se había quedado dormido en una postura inverosímil. Miguel se prometió de nuevo sacarlo de allí aunque le fuera la vida en ello. No podía permitir que a su hermano se la arrebataran en aquella asquerosa isla, constantemente azuzado por los látigos de los capataces, humillado y vencido. Antes de eso, sería capaz de estrangularlo con sus propias manos.

Miguel comprendió muy pronto a qué se refería Colbert cuando dijo que preferirían haber muerto.

Los despertaron a las cuatro de la madrugada, les proporcionaron un desayuno grasiento y repugnante y los hicieron montar en los carros para dirigirse a los campos.

Con los pantalones blancos con que los presentaron en la subasta como única prenda, sus espaldas y brazos debieron soportar los rayos de sol durante todo el día. Pararon de trabajar a media mañana durante unos diez minutos, momento en el que algunas mujeres -esclavas también- se les acercaron para repartir agua. Luego, vuelta al trabajo. Y cuando regresaron a las chozas, el agotamiento apenas les permitió refrescarse y cenar algo. Su único pensamiento era dejarse caer sobre cualquier superficie y dormir. Las horas de silencio los sumieron en la inconsciencia de su humillante destino, durante las mismas, se obstruyeron de la presión de los capataces, del sol inclemente y de la asfixia abrumadora de su esclavitud. Dormidos, evitaban al menos la crueldad de algún capataz, que, según su estado de ánimo, dejaba caer el látigo sobre sus lacerados hombros, exigiéndoles trabajar más o más aprisa.

Los empleados de Colbert tardaron muy poco en darse cuenta de lo fácil que resultaba provocar a Miguel. Sólo hacía falta zaherir a Diego para que se revolviera y fuera él el objeto del castigo. Disfrutaban con aquel juego despiadado y perverso. Sojuzgar al español fue convirtiéndose en algo cotidiano y Diego sufría y sufría, sin poder hacer otra cosa que callar para evitar males mayores. Una y otra vez suplicaba a su hermano calma, pero todo era inútil, y la mayoría de las noches, Miguel se derrumbaba sobre el suelo, extenuado, molido a golpes o con marcas de látigo en su espalda.

Diego temía por él y pensaba que no saldría vivo de aquella maldita hacienda.

Kelly había elegido un vestido azul claro de escote cuadrado, manga corta y amplia falda.

Lidia, la criada mulata que su tío le asignó a su llegada, le tendió una pamela a juego. A Kelly le agradaba la muchacha, joven y bonita. Se había convertido en alguien imprescindible para ella.

– No hace tanto calor, Lidia.

– Si no se protege, acabará con el rostro tan oscuro como el mío, señorita.

– Pues el tuyo es muy hermoso.

La mulata agachó la mirada, con la satisfacción pintada en el semblante. Era tres años mayor que la nueva ama y aunque la vida la había tratado mal, sabía que era cierto que su cara conservaba aún la frescura, y que era de un cremoso tono tostado, y suave como el terciopelo. Sin embargo, aquellos regalos del Cielo, lejos de un consuelo, suponían para ella la mayor de las desgracias. A causa precisamente de su figura delgada y cimbreante, de su piel sedosa y su rostro bonito, había pasado ya varias veces por la cama de Sebastian Colbert. Y por la de su hijo. Kelly lo sabía, pero no deseaba hablar de ello. Y Lidia tampoco, aunque cuando pasaba la noche en la casa le era imposible disimularlo al día siguiente. Odiaba a Colbert y odiaba a su hijo, que fue el primero en someterla, cansado de las putas a las que frecuentaba en Port Royal. Desde que la habían comprado, hacía ya dos años, soportaba su agonía en silencio. Solamente se había confiado a Kelly, a quien admiraba por ser distinta, por haberle tendido una mano amistosa, por haber dado la cara por ella.

Se lo había contado todo una tarde, entre sollozos. Primero había sido usada por Edgar y cuando el joven emprendió viaje a Europa, su padre tomó el relevo. Edgar regresó del viejo continente con aires de grandeza y, al parecer, con una buena bolsa de dinero. Intentó volver a llevarla a su cama, comprársela al viejo incluso. Pero Sebastian se negó: ahora era de su exclusiva propiedad.

– Cuando fui llamada por primera vez a la habitación del amo -le había contado con la expresión apenada de quien revive una pesadilla-, traté de escapar. Sólo conseguí un castigo y, de todos modos, acabé siendo suya. Aquel día comprendí que mi vida dependía de él y decidí seguir viva.

Para Lidia, la llegada de Kelly a «Promise» fue una bendición. Ella la apoyaba, le mostraba confianza, le contaba sus secretos, cosas de Inglaterra… Sobre todo, se interponía cuando era necesario suavizar alguna reprimenda. Desde que entró en su vida, el látigo no había tocado su piel. Kelly Colbert era amable con todos los sirvientes, pocas veces se la veía irritada -salvo con su tío y su primo-, pedía las cosas por favor, daba las gracias… La adoraban, porque no estaban acostumbrados a un trato amable de nadie.

– No sé lo que haré cuando usted se marche, señorita -se lamentaba mientras le recolocaba el cabello bajo la pamela.

– Tú te vendrás conmigo.

– ¿Haría eso por mí? -preguntó Lidia, magnetizada por la perspectiva-. ¿Lo haría de veras, m’zelle?

– ¿Por qué no? Eres fiel, trabajadora y estás atenta a lo que necesito. Le diré a mi tío que eres el único recuerdo que me llevaré de mi estancia en Jamaica. Te compraré, si es necesario. Y luego serás libre. Siempre, claro… que tú estés de acuerdo.

A Lidia se le mezcló la ilusión con el llanto y se arrodilló a los pies de la joven.

– ¡Ah, sí, m’zelle! Es usted un ángel. Es…

– ¡Vamos, levántate, Lidia! No seas niña. -La ayudó a incorporarse y le secó las lágrimas-. No me gusta verte llorar, los párpados se te hinchan y estropean tus ojos, que son preciosos. Y tampoco me gusta que te humilles. Nadie debe hacerlo.

– Pero ¡es que es usted tan buena conmigo! -Arreció el llanto.

– ¡Jesús! Si lo sé no te digo nada. Anda, pide que me traigan el landó, por favor.

Lidia se apresuró a cumplir su petición y Kelly suspiró, buscó su bolsito y esperó. Le bullía la sangre. Se llevaría a Lidia con ella, sí. Claro que se la llevaría. ¡Y cada esclavo de «Promise», si pudiera! Luego, quemaría la plantación. ¡Todas las malditas plantaciones de la isla!

Se obligó a relajarse. Sabía que podía hacer muy poco en favor de los esclavos. ¿Quién era ella para luchar contra el sistema establecido? Nadie, sólo una invitada. ¡Dios! ¡Cuánto deseaba ver llegar la carta de su padre pidiendo que regresara a Inglaterra! En «Promise», se ahogaba. Pero una vez más, se felicitó por haberse opuesto al compromiso pactado por su padre, que le había permitido conocer el verdadero talante de su tío y de Edgar y, de paso, las condiciones de vida de los negros y la crueldad de los blancos que dictaban las leyes y las aplicaban a su antojo. Se le formó un hoyuelo en la mejilla al recordar las diferencias con Europa: Kelly había amenazado con dejar plantado en el mismo altar a su pretendiente si la obligaban a aquel matrimonio. Nunca aprendería a controlar su genio. Ahora, pagaba las consecuencias de su desvarío.

– En una isla perdida en el océano -le había dicho su padre-, tal vez allí te parezca que la proposición de casarte no es tan descabellada.

Por supuesto que seguía siendo descabellada para ella, a pesar del destierro. Y era verdad que odiaba aquel lugar, no sólo por ser testigo de la forma en que los dueños de las plantaciones hacían de los esclavos la base de su existencia y su riqueza, sino porque a Port Royal comenzaban a llegar, cada vez con más frecuencia, bucaneros y corsarios. Existía, eso sí, un acuerdo tácito entre éstos y el gobierno de la isla. Sin embargo, las mujeres empezaron a sentirse inseguras y no se atrevían a salir solas. Por eso Kelly se había acostumbrado a cabalgar a diario o a utilizar el landó, pero sin salir de los confines de «Promise». A Port Royal sólo le estaba permitido ir en compañía de su tío, de Edgar o de capataces armados. Eso era dependencia y ella siempre amó la libertad, pero tenía que aguantarse.