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Miguel se detuvo al llegar a ese punto. Se cubrió con el manto de la autoprotección. Llevaba demasiado tiempo sin una mujer y la beldad que tenía delante le recordaba su condición como una cuchillada a su orgullo.

– ¿Desea algo más?

Kelly parpadeó. Aferró las riendas con más fuerza, si cabía.

– No. -Miguel se volvió dándole la espalda, y ella no pudo remediar hacer algo para retenerlo-. ¿De modo que es usted español?

Él se detuvo y se volvió, con una chispa de diversión en sus pupilas. Asintió. Solamente asintió, pero para Kelly representaba un triunfo haber conseguido su atención.

– Estuve una vez en España -dijo ella, pasándose las bridas de una mano a otra-. Cuando tenía seis años. En Sevilla.

– ¿De veras?

– ¿Es usted de allí? -Trataba de hablar con naturalidad, pero el nudo que tenía en la garganta se lo impedía. El corazón galopaba en su pecho como un purasangre en campo abierto y una desazón incómoda hacía que se removiera en el asiento.

Miguel, a su vez, se fijó en los hoyuelos que se le formaban en las mejillas.

– No.

– ¡Ah! – ¡Por amor de Dios, estaba poniéndose en ridículo! ¿Qué le importaba a ella de dónde era aquel hombre? ¿Por qué le apetecía tanto seguir mirándolo?

Miguel fantaseó con la repentina idea de estirar los brazos, arrancarla del landó y estrecharla contra él. Realmente era preciosa. Sus labios prometían el néctar más jugoso, su cuerpo los deleites que un hombre…

Reaccionó de pronto, regresando a la cordura y apretó las mandíbulas. ¡Por todos los infiernos! ¿Qué le pasaba? Ella era la sobrina del hijo de perra que los había comprado. ¡Una maldita inglesa, compatriota de los piratas que arrasaron Maracaibo y asesinaron a Carlota! El dolor del pasado reciente lo incitó a hacérselo pagar a la joven. Sí, la muchachita merecía un escarmiento. Apoyándose con insolencia en el pescante del landó, con la mano muy cerca de los pliegues de su vestido azul, le espetó, acuciado por los recuerdos:

– ¿Qué pasa, preciosa? ¿Se aburría en casa y ha decidido salir a flirtear un rato?

Kelly se irguió como si la hubiesen abofeteado. Sus ojos perdieron la calidez y despidieron fuego. Su fascinación se tornó en repulsa. Él se estaba burlando y, aunque no merecía otra cosa por su estupidez, se rebeló.

– Señor…

– Déjese de títulos, milady. Aquí sobran. Los perdí cuando me encadenaron y el cerdo de su tío me compró como se compra una res para el matadero -se explayó sin miramientos-. Sé que los hacendados eligen de vez en cuando a alguna muchacha para calentar su cama. ¿Ha pensado usted hacer lo mismo? Le aseguro que, como esclavo, me dedicaría a esa tarea en cuerpo y alma.

Ella enmudeció. Si hubiera sido una dama menos bravía, hasta podría haberse desmayado. ¿Cómo se atrevía a insultarla de aquel modo? ¿Cómo era capaz de decirle semejante grosería? ¡Maldito patán!

– Es usted un grosero.

– Simplemente un esclavo, milady.

– Al que podría hacer que le cerraran la boca.

– Hágalo. Total, poco más pueden hacerme ya.

¿La incitaba? El asombro de Kelly llegó a su cenit. Se tragó la humillación. Había lanzado la amenaza como un último cartucho para frenar la osadía del hombre, pero sabía que no iba a dar un paso en ese sentido.

– Se muestra demasiado impertinente -respondió entre dientes-. Tenga cuidado, o un día de éstos pagará caros sus desplantes.

– Si es en su cama, no tendría precio.

¡Botarate engreído! Por fortuna, su primo Edgar cabalgaba hacia ellos y encontró en él la oportunidad de la retirada. Miguel se hizo atrás un par de pasos y ella saludó al recién llegado.

– Buenos días, Edgar.

Colbert le hizo una inclinación de cabeza sin que se le escapara la figura del español.

– ¿Paseando, dulce primita?

– Se ha aflojado una rueda.

Y, sin más, hizo chascar en el aire el latiguillo y puso al pinto al trote a la vez que gritaba:

– ¡Gracias, señor Brandon!

– ¡Branson, señorita! -rectificó el capataz desde lejos.

– Branson, sí -gruñó-, o como demonios te llames.

Miguel regresó a su ocupación en el campo bajo la atenta mirada de Colbert. Y tardó mucho en relajar de nuevo sus músculos, tensos por el cruce de palabras. Enfrentarse a ella, humillarla como lo había hecho, no significó una victoria, porque el rostro de la joven no lo abandonó durante el resto de su penosa jornada.

9

Virginia Jordan detuvo la taza a medio camino entre la mesa y su boca y sus ojos se abrieron como platos.

– ¿De verdad te dijo eso?

Kelly asintió. Hacía tres días del encuentro con el español y aún le duraba el sofoco cada vez que lo recordaba. Necesitaba desahogarse con alguien, así que pidió una escolta a su tío y se acercó a Port Royal. Virginia era la única a la que podía hacer aquel tipo de confidencias.

– Como lo oyes -confirmó-. ¡Bastardo!

– ¡Ay! -Su amiga no pudo reprimir una risita-. Cuando utilizas ese vocabulario es que estás muy enojada.

– Disculpa, no pretendía…

– No pasa nada. -Bebió un poco de té y suspiró, observando el taciturno semblante de Kelly-. En ocasiones, también a mí me vienen a la boca. Pero vamos, cuéntame. ¿Es tan guapo como te pareció la primera vez?

– ¿Qué importa eso?

– Bueno, si es tan gallardo como decías, tal vez… -Se mordió el carrillo para no dar a entender lo que había dicho.

– ¡Virginia!

Ésta ya no pudo disimular su regocijo y soltó una carcajada. Kelly no se molestó. Se entendían bien y sabía que su picante comentario no buscaba más que animarla. Virginia tenía un toque osado que siempre la reconfortaba. Así que continuó la broma.

– La verdad es que es interesante.

– ¿Sólo interesante?

– Bueno… muy interesante.

Virginia volvió a reírse.

– ¡Está bien, es estupendo! Arrogante, eso sí. Cualquier viuda de Port Royal daría una buena suma por él.

Rieron confabuladas, una en brazos de la otra, mientras imaginaban, como si el nombre se hubiera pronunciado, a Pamela Roberts, una encorsetada matrona viuda desde hacía tiempo, por cuya cama se rumoreaba que pasaban hombres con frecuencia.

– Deberías venir a «Promise» -comentó Kelly secándose las lágrimas-. Me siento muy sola allí. ¿Por qué no le pides permiso a tu padre?

– Hoy mismo. Me está haciendo falta un cambio de aires.

Para hacer más presión hablaron con él las dos. Una vez obtenida la autorización, recogieron unas cuantas cosas y partieron hacia la hacienda. Se prometían unos días entretenidos, montando a caballo y paseando por las propiedades, sin imaginar lo que se avecinaba. Si hubiesen imaginado, sólo imaginado, lo que iba a suceder…

El sol casi se ocultaba en el horizonte cuando llegaron a «Promise». La hora en que los braceros regresaban a sus chozas.

Miguel se recostó sobre un codo al oír la orden del capataz.

Acababan de regresar de los campos y el agotamiento los había hecho desplomarse en sus jergones.

– No sé si le he entendido bien.

– No tienes nada que entender. El señor Colbert quiere que os lavéis y que os pongáis estos pantalones limpios. -Les tiró un par de prendas.

A pesar del dolor en las articulaciones, ambos hermanos se levantaron. Bajo la atenta mirada de su perro de presa, salieron al patio, se desnudaron, se lavaron en el pilón y luego se pusieron la ropa que les acababan de entregar. Ninguno de ellos habló. ¿Para qué? Se habían acostumbrado a obedecer sin hacer preguntas. A obedecer casi sin rechistar. Era eso, o recibir la caricia de las correas.