Una vez adecentados, el capataz les puso grilletes en las muñecas y los empujó hacia la casa.
Era una construcción grande, bastante simple. Demasiado cuadrada, blanca, con dos columnas que flanqueaban el paso a la puerta principal. Toda la vivienda gritaba a los cuatro vientos la escasa creatividad del arquitecto. Tenía más aspecto de fortaleza que de casa colonial.
Los hicieron entrar y, a su pesar, Miguel se fijó en su interior. El enorme vestíbulo lucía un mobiliario sobrio, indiscriminadamente colocado, cuadros por doquier y adornos y complementos recargados. Le vino a la memoria su casa, con estancias acogedoras, en cada una de las cuales habría un jarrón con flores frescas, y se le agrió más el humor.
El chirriar de las cadenas con las que iban sujetos resonaba lúgubre, provocando ecos en la inmensa habitación.
Ajenas a la sorpresa que Colbert les deparaba, Kelly y Virginia conversaban animadamente mientras Edgar y su padre comentaban las incidencias de la jornada. Por desgracia, durante el primer plato había salido a colación el tema de los saqueos a puertos españoles en el Caribe. La postura de Virginia acerca de aquellas batallas y asesinatos indiscriminados, con los que no estaba de acuerdo a pesar del enfrentamiento entre Inglaterra y España, le dio una idea a Sebastian para entretener la velada. Mandó llamar a uno de sus hombres, le musitó unas instrucciones y ahora, repantigado en su silla, esperaba dando vueltas a una copa de cristal veneciano entre sus gordezuelos dedos y escuchando apenas la exposición de su hijo.
A Kelly, que miraba a su tío de hito en hito, el rictus de su cara debería haberla puesto sobre aviso, pero ¿cómo iba a imaginar lo que tenía el hombre en mente?
Colbert se fijó en su empleado, que le hacía disimuladas señas desde la entrada del comedor.
– Adelante, adelante, Nicholas.
Todos volvieron la cabeza. El capataz empujó con el mango de su correa a los dos prisioneros, instándolos a entrar…
Y a Kelly se le cayó el mundo encima. Se le escapó algo parecido a un gemido, que se superpuso a la inspiración de su amiga.
Miguel se quedó varado allí en medio, como un barco a merced de la tormenta vapuleado por vientos encontrados: sentía satisfacción por la presencia de la mujer que le había impactado en los campos y un desamparo hiriente por hallarse en una situación tan humillante.
– Señorita Jordan, quería mostrarle mis dos recientes adquisiciones -ronroneó Colbert, como el que enseña unos chuchos con pedigrí.
Era una burla cruel, un perverso ejercicio de mortificación. Ya era malo ser el esclavo de aquel gordo, pero que encima se jactase de su compra exhibiéndolos como un trofeo aniquiló la moral de Miguel. Apretó los dientes para contener el impulso de saltar sobre la mesa y matarlo allí mismo.
Su condición de víctima sin derechos lo azuzó. Toda degradación de un ser humano tenía un límite, pero, al parecer, aquel cabrón de Colbert no lo conocía. Y su sobrina tampoco. Clavó su fiera mirada en ella, que estrujaba la servilleta entre los dedos.
Cada poro de la bronceada piel del español destilaba perlitas de odio. Intimidaba, pese a estar encadenado. Instintivamente, Kelly echó el cuerpo hacia atrás, pero le resultó imposible dejar de mirarlo. Era esbelto. Era magnífico.
A Sebastian no le pasó por alto el cruce de miradas.
– ¿Qué le parecen, señorita Jordan? -preguntó a su invitada-. Buenos potros, ¿no es cierto? Mereció la pena el precio que pagué por ellos.
Virginia no podía responder. ¿Qué pretendía Colbert? ¿A qué jugaba?
Súbitamente, el hacendado rió de buena gana con su hijo haciéndole coro.
– Supongo que estará pensando que se los ve saludables -continuó, ante el mutismo de la joven-. Y lo están. Soportan bien el trabajo. Y espero que me duren mucho tiempo, porque estoy dispuesto a que maldigan mil veces su suerte antes de morir.
Kelly, aterrorizada, no acababa de digerir eso último.
– Los esclavos acaban muriendo tarde o temprano -intervino Edgar, con voz pastosa por el alcohol, aunque se sirvió una copa más-. El sol, las fiebres…
Miguel sólo tenía la réplica del desprecio, por eso no abrió la boca. Total, ¿qué más daba una ofensa más? Pero se prometió que pagarían todas y cada una de ellas.
– Bien, Nicholas -dijo Sebastian-. Puedes llevártelos. Mañana les espera un día duro limpiando de rastrojos el lado oeste. Pero… -añadió cuando ya abandonaban el comedor-, no les quites las cadenas. No les quedan tan mal… -Y se carcajeó de su propio chiste.
Diego agachó la cabeza y caminó hacia la puerta, pero Miguel se volvió y replicó:
– Es una lástima -mascullaba las palabras, como si le costara mantener el tono sereno, y miraba directamente a Kelly-. Cuando me han ordenado lavarme, he creído que habíais decidido utilizarme de acuerdo a nuestra conversación, milady.
Virginia se cubrió la boca con las manos y Kelly dio un respingo sobre la silla. Los ojos de su tío y de Edgar volaron hacia ella.
– ¿Qué ha querido decir?
– No… No lo… No lo sé…
– ¿No lo recuerda, señora? -se burló Miguel.
Diego, a su lado, rezó para que su hermano se callara la boca. ¡Por los clavos de Cristo! ¿Acaso se había vuelto loco? Su osadía podía llevarlo a la pilastra de los castigos.
Kelly no respiraba. No podía creer lo que estaba sucediendo; parecía una pesadilla. La temeridad de aquel hombre los había dejado a todos mudos y expectantes. Se fijó en sus ojos. Tenían un brillo especial, mezcla de sarcasmo y cólera, que la amedrentó. ¿Qué buscaba? Si ella hablaba, podrían incluso matarlo. Reaccionó a la disimulada patada que Virginia le propinó por debajo de la mesa.
– Lo vi en los campos. -Trató de no descomponerse y alargó la mano para tomar un pastelillo, aunque no pudo disimular un leve temblor en los dedos-. Dicen que los españoles entienden de caballos. Me pareció buena idea que él entrenase ese potro que me regalaste hace un mes, tío; aún es muy fogoso.
El cejo de Colbert perdió rigidez y todo su corpachón pareció relajarse.
– No compré esta escoria para que atiendan a mis caballos, Kelly. Búscate otro.
– Era sólo una idea -musitó ella.
– Otra vez será -aún acertó a decir Miguel, y acompañó sus palabras con una breve reverencia.
10
Llevaban tres días trabajando en el trapiche, donde se almacenaba la caña después de cortarse y recolectarse. Comprobaron que era tanto o más agotador que el trabajo en los campos. Los haces de caña eran transportados hasta allí en carros y, una vez apilados en el molino, los rodillos verticales de la trituradora se encargaban de exprimir el jugo. Los residuos no se desaprovechaban, sino que servían para alimentar el fuego de las calderas en las que se efectuaba la destilación.
«Promise» era muy rentable. Para optimizar la producción se debían alcanzar los doscientos toneles de azúcar, pero allí se lograba mucho más. Para ello, según oyeron, era necesario un ganado de unos doscientos cincuenta negros, ochenta bueyes y unas sesenta mulas.
– ¿A qué grupo perteneceremos nosotros? -ironizaba Miguel.
Y Diego callaba.
Habían pasado por lo que los hacendados llamaban «el jardín», es decir, los campos. Ahora, Colbert había ordenado que trabajaran en el molino. Quedaba claro que quería ponerlos a prueba.
Los esclavos destinados al ingenio azucarero, calderas y molino no tenían otra ocupación durante la cosecha, pero era un trabajo duro, agotador y sumamente peligroso. Más de un bracero había perecido, debido al cansancio o la negligencia, entre los enormes rodillos que trituraban la caña. Sin embargo, el trabajo no se paraba por tan poca cosa: se retiraba lo que quedaba del cuerpo machacado del desgraciado, se lanzaban cubos de agua para limpiar la sangre y la labor continuaba incansable y monótona.