Miguel depositó una de las gavillas en los cilindros de trituración. Iba a tomar otro haz, pero la voz de uno de los capataces lo detuvo:
– Ve a buscar más leña, hay que avivar el fuego.
Exhausto por el trabajo aniquilador y la tórrida temperatura del molino, ni respondió. Dejó las cañas y, con los hombros vencidos, se encaminó a la salida. Sabía que la orden no era un regalo, porque las brazadas de leña pesaban demasiado para un cuerpo maltrecho como el suyo, pero agradeció el alivio de frescor que le proporcionaba abandonar momentáneamente aquel maldito infierno.
Pinchazos de dolor le aguijoneaban los músculos. Se dirigió hacia la parte trasera de la nave, donde se apilaba la leña que los mismos esclavos recogían durante la madrugada o de noche, antes o después de acudir al trabajo rutinario, igual que la hierba para el consumo del ganado. Era un trabajo adicional, de modo que, llegada la medianoche, caían rendidos sobre sus jergones de paja de mandioca.
A pesar de eso, algunos cultivaban un pequeñísimo huerto que el amo les había cedido, lo que les proporcionaba verduras frescas, única forma de mejorar levemente su pobre alimentación, aun a costa de su descanso.
Ningún esclavo estaba en condiciones de enfrentarse a los despiadados capataces armados, pero Colbert parecía vivir siempre obsesionado por una posible rebelión. Por eso todos estaban constantemente vigilados, sometidos y castigados. Con ayuda de su hijo, el viejo llevaba toda la administración de la hacienda, en lugar de delegar en un administrador. Controlaban el rendimiento en los campos y, una vez por semana, sus gorilas revisaban las cabañas en busca de posibles armas.
Los llamados patter rollers, armados y a caballo, patrullaban los campos con regularidad desesperante y en Miguel empezó a anidar la duda de su posible huida.
Fuera, aprovechó para lavarse y refrescarse un poco. Luego, dobló la esquina.
Y la vio.
Se quedó allí, observándola. Tuvo la sensación de que si respiraba, la dulce visión se desvanecería.
Aquella mañana estaba especialmente bonita, con un vestido de muselina blanco y una pamela del mismo color.
Kelly presintió algo y se dio la vuelta. Su cejo se frunció repentinamente y sus ojos color zafiro adquirieron un tinte de recelo. Se movió inquieta. Adelantó un paso hacia él y volvió a retroceder, como si lo pensara mejor. Echó un vistazo alrededor, como buscando a alguien, pero estaban solos. Y ella tenía prisa. Luchó entre el deseo de alejarse y la necesidad de quedarse. Ganó el aprieto en que se encontraba, así que cuadró los hombros, elevó el mentón y le hizo señas para que se acercara.
Miguel no se movió y continuó mirándola.
Un tanto irritada, se dirigió hacia él con resolución.
De Torres esperó con aparente pasividad, aunque su corazón bombeaba más aprisa ante la proximidad de la muchacha.
– ¿Está usted sordo? -le preguntó.
– Ni mucho menos.
– Pues le estoy llamando.
– Lo sé. Pero recuerdo que su tío le dijo que se buscase otro… cuidador de yeguas.
Kelly aguantó la pulla.
– ¡Está bien! No tengo tiempo para discutir con usted. Ayúdeme a acarrear agua hasta las chozas.
– No puedo.
Ella, que ya había echado a andar esperando que la siguiera, se volvió, un tanto asombrada.
– ¿Cómo dice?
– Si no regreso en seguida con una carga de leña, van a coserme a latigazos, milady. Ni siquiera por usted me atrevería a desobedecer esa orden.
Kelly sopesó su respuesta. Sí, conocía las deleznables prácticas de los capataces, que no sólo seguían al pie de la letra las órdenes de su tío, sino que se tomaban sus propias libertades. Así que pasó por su lado, en un revuelo de faldas amplias, dirigiéndose directamente hacia el trapiche. Miguel se encogió de hombros, se acercó a la leña, cargó una brazada y regresó por donde había venido. Olvidando sus penurias un instante, sonrió: le encantaba el desafío batallador de los ojos de aquella mujer, e íntimamente se alegraba de ser él quien podía provocarlo con una simple frase.
El calor sofocó a Kelly cuando entró en el molino. Pero sólo fue un segundo y después, con más resolución si cabía, fue directa al capataz. Miguel entró y los encontró hablando, casi se diría que discutiendo, en voz baja. Vio asentir al carcelero de mala gana y dirigirle una mirada desdeñosa. Ella se fue y el sujeto le dijo:
– Acompaña a la señorita.
Ligeramente escamado, dejó su carga y salió.
Ella lo aguardaba con los brazos cruzados bajo un glorioso pecho que apenas asomaba por el escote del vestido. Su gesto no parecía muy complacido.
– Listo -le dijo-. Ya no le arrancarán la piel a tiras. Sígame.
– ¿A su cama?
Kelly se irguió como si la hubieran abofeteado, se acercó a él, se lo quedó mirando fijamente a los ojos y después alzó la mano y le cruzó la cara. Miguel sólo parpadeó, pero en su voz, muy queda, había un eco amenazador.
– No vuelva a hacerlo, señorita.
– Es usted un insolente. Pero olvidaré su grosería por esta vez. Necesito el agua.
– Pues ¡acarréela usted misma! -se rebeló él, dándole la espalda.
– ¡Por todos los santos! -exclamó Kelly-. ¡Hay una mujer a punto de dar a luz y necesito esa maldita agua!
No exigía. Estaba pidiendo y Miguel volvió a prestarle atención. Sin embargo, estar cerca de ella le provocaba un vacío sordo, más desgarrador que los golpes.
– Entonces, debería buscar a alguna mujer.
– ¿Cree que pediría su ayuda si pudiera evitarlo? Todas las mujeres están en los campos. Hay que darse prisa. -Y pronunció las únicas palabras que podían ablandarlo-. Por favor.
Cedió. ¿Cómo no iba a hacerlo? Seguirla le iba a procurar momentos de solaz y tampoco podía ser tan malo acatar las órdenes de aquella preciosidad.
– De acuerdo. Usted guía.
Kelly no se hizo de rogar. Simplemente, se recogió el ruedo de la falda con una mano y echó a correr, tratando de sujetarse la pamela con la otra. Miguel la siguió a buen paso, sin perder detalle de los tobillos bien torneados que asomaban por debajo del vestido. Cuando llegaron a las cabañas de los esclavos, ella le indicó el pozo.
– Saque agua. Necesitaré un par de cubos grandes. Póngalos al fuego y tráigalos.
Y dicho esto, entró en una de las chozas. Miguel oyó un gemido y se apresuró. Podía odiar a los ingleses y tenía una ojeriza especial hacia aquella muchacha por ser quien era, pero intuyó que le necesitaban de veras. Sus músculos se tensaron al tirar de la soga para subir el cubo, vertió el agua en un caldero y lo puso al fuego, tal como ella había dicho. Luego, sacó otro cubo. Tamborileó con los dedos en los muslos esperando que el agua hirviera, un tanto incómodo, porque hasta él seguían llegando los quejidos apagados de la parturienta.
Cuando entró en la cabaña cargado con el caldero, sus pies se quedaron clavados. No se había imaginado la escena que iba a encontrarse allí. La chica se había recogido el cabello en una cola de caballo con una simple cuerda, tenía las mangas remangadas por encima de los codos y trajinaba junto a un catre en el que se encontraba una niña. Porque en aquel andrajoso camastro había una criatura y no una mujer. La chiquilla se retorcía y gemía, engarfiando sus dedos en la tosca manta.
La pulcra señorita Colbert trataba de calmarla pasándole un paño húmedo por la frente y eso lo bloqueó. Pero ella intuyó su presencia.
– Viértala ahí -le pidió-. ¿Ha puesto más a calentar?
– Sí.
– Bien. Mire por ahí, tiene que haber sábanas limpias. Blusas, o camisas… ¡Cualquier cosa!