Miguel llenó la palangana y luego rebuscó. Encontró tres pares de pantalones ajados, medianamente limpios, y cuatro paños grandes. Se volvió con ellos en la mano.
Kelly vio las prendas y frunció los labios.
– No hay tiempo para otra cosa -comentó, tendiendo la mano. En ese momento, la niña lanzó un grito desgarrado, víctima de otra contracción-. Cálmate, cariño. Cálmate -le susurró Kelly con dulzura, besándola en la frente-. Todo va a salir bien. Y tendrás un precioso bebé.
Miguel sintió un mazazo en el pecho. ¿Realmente estaba tratando con la sobrina de Colbert? El mimo con que cuidaba a aquella muchachita negra resquebrajaba la coraza con que protegía su corazón. Ni en mil años lo hubiera imaginado.
Otro grito. La esclava se retorcía y lloraba, agarrándose con desesperación a la muñeca de Kelly.
– Duele, m’zelle -gimió-. Duele mucho…
– Lo sé, preciosa. Lo sé. Pero debes ser fuerte y ayudarme a traer a tu hijo al mundo.
La niña asintió, pero las siguientes contracciones convulsionaron su delgado cuerpo.
– ¡Quiero que me lo saque! -pedía la negra, agarrándose el vientre-. ¡Sáquemelo de una vez!
Inmóvil, Miguel se hacía cargo de las dificultades de la inglesa, que intentaba mantener quieta a la parturienta, pero le era imposible. Él era incapaz de reaccionar, aquello lo sobrepasaba. Sin embargo, intuía que si no hacían algo pronto, la pequeña y el bebé podrían morir. Así que soltó las prendas a los pies del jergón, tomó a Kelly de los hombros, apartándola, y ocupó su lugar. Sujetó las muñecas de la chiquilla con una mano y aplicó un brazo sobre su estómago, bloqueando sus movimientos.
Kelly se sintió aliviada con la inesperada ayuda, puso las prendas limpias bajo las piernas de la niña y tragó saliva. Dudó, repentinamente insegura; también a ella la superaba lo que se traían entre manos -nada menos que la vida de dos personas-, porque sólo tenía vagas nociones de semejantes menesteres. Había visto una vez, únicamente una vez, traer un bebé al mundo. Pero intervenir en ello era una experiencia que acercaba a los humanos a la inmortalidad renovada de cada nacimiento.
– Dios mío… -musitó.
– Yo no debería estar aquí -oyó que decía Miguel.
– Necesito su ayuda.
– Escuche, señorita…
– ¡No, escúcheme usted a mí! Es casi una niña, es primeriza y muy estrecha. Si no la ayudamos a tener a su hijo, morirá. ¿Lo entiende usted? -Estaba exaltada y ya no lo disimulaba-. ¡Y maldito sea su puñetero orgullo español si me abandona ahora!
Miguel no dijo más, sólo ejerció más presión sobre la parturienta para facilitarle el trabajo. Volvió la cabeza cuando ella abrió las piernas. Bajo él, se retorcía un cuerpo que se desgarraba y sus gritos de dolor le perforaban los tímpanos. La voz de Kelly, susurrándole a la negra, instándola a empujar, calmándola, era como un bálsamo.
– Así -decía ella-. Eso es, preciosa, empuja ahora. Empuja, cariño, ya veo la cabeza. Va a ser un bebé muy hermoso. Empuja un poco más, ya falta muy poco.
A Miguel el corazón le bombeaba en los oídos. Se sentía un intruso, testigo de un acto exclusivamente de mujeres y médicos, pero el estallido de alegría de Kelly hizo que mirara lo que estaba sucediendo. Le dio un vuelco el estómago al ver la sangre. Por una fracción de segundo, sus ojos se encontraron con los de la inglesa, pero retiró la mirada de inmediato.
– No va a decirme que todo un hombre como usted está asustado, ¿verdad? -se burló ella a pesar del trance.
Luego siguió a lo suyo y se desentendió de él.
Una cabecita cubierta de una pelusa negra apareció entre los muslos de la niña, acompañada de un aullido de liberación.
Como en un sueño, Miguel vio que Kelly sujetaba la cabeza del bebé y tiraba con mucho cuidado hasta que apareció un hombro y luego el otro. Los segundos se le hicieron interminables, el sudor que perlaba su frente le caía sobre los ojos…
La parturienta se relajó entonces y él vio a Kelly sosteniendo entre sus palmas un bebé de color café con leche, unido aún a su madre por un oscuro cordón umbilical. Discretamente, se hizo a un lado, fascinado, sin perder detalle. El recién nacido emitió un chillido de protesta y en el rostro de la joven se esbozó una sonrisa satisfecha. Miguel observó la ternura con que se lo mostraba a la negra, tan orgullosa como una gallina clueca. Acabó el trabajo desligando definitivamente al hijo de la madre y colocó al bebé sobre su pecho.
Al levantar la vista hacia él, el brillo del deber cumplido convertía sus ojos en dos gemas preciosas.
– Lo que queda, puedo hacerlo sola -dijo-. Traiga el otro cubo, ¿quiere?
A Miguel no le hizo falta más y salió fuera. Le entró el agua caliente y volvió a abandonar la choza. Soplaba un aire de tormenta que aspiró con ansia, como si hubiera estado horas sin respirar. Le bailaba la cabeza, tal vez algo mareado. Y asombrado. Y fascinado, ¡qué demonios! Echó la cabeza hacia atrás y contrajo los labios, henchido de orgullo, porque, a fin de cuentas, en algo había cooperado él a la maravilla de aquel nacimiento.
En el interior, Kelly aseó al niño y a la madre, los acomodó y recogió las ropas manchadas de sangre. Él la oyó hablar en voz queda, alabando la fuerza del varoncito.
Salió al cabo de unos minutos con un hatillo de ropa ensangrentada de la que Miguel se hizo cargo para echarla al fuego.
Kelly se dejó caer en el suelo, junto al pozo. Suspiró, se masajeó el cuello, miró al español y dijo:
– Lo ha pasado mal, ¿eh?
Él, recostado en el borde del pozo, no contestó y vio en ella la hermosa aparición de otras veces. Tenía el vestido manchado de sangre y el cabello apelmazado y despeinado. En nada se parecía a la refinada señorita de costumbre. Pero era lo más hermoso que había visto jamás, se dijo.
La joven rió. Acabó por soltársele el cabello, que cayó en ondas doradas sobre sus hombros y su rostro. Se lo echó hacia atrás con un movimiento de cabeza. De pronto, reparó en su vestido.
– Estoy hecha un adefesio.
– No. Está usted encantadora.
Sus miradas se cruzaron, pero en esa ocasión Miguel no desvió la suya, sino que la dejó clavada en sus labios. Kelly se incorporó, haciendo caso omiso de la mano masculina tendida hacia ella. De pronto, se sentía incómoda. Quizá porque esperaba cualquier cosa de aquel español, pero no una galantería. Notó que se sonrojaba y lo disimuló sacudiéndose la falda.
– Gracias por su ayuda.
– Ha sido horrible -murmuró, ganándose su atención.
– No diga eso. Un nacimiento es algo muy hermoso.
– Sin duda. Y doloroso.
– Eso no podemos negarlo.
– Me cuesta entonces entender la fijación de las mujeres por procrear.
– Es puro instinto. Para que usted naciera, su madre debió pasar por lo mismo. ¿O acaso cree que vino usted al mundo en una maleta?
La súbita sonrisa franca la desarmó. El rostro del español, siempre hosco, cambió de modo sorprendente. Kelly fue consciente, una vez más, de su tremendo atractivo, y por su frente cruzó una tentación irracional de hundir los dedos en su oscuro cabello. Sus ojos quedaron prendidos en los suyos, lagunas verdes que, a pesar de todo, mantenían una profundidad de fiereza contenida.
Presintió que aquel hombre podía acarrearle complicaciones.
Con una elegante inclinación de cabeza a modo de agradecimiento, se alejó de él. Se había comportado de un modo extraordinario y ella no lo olvidaría, pero algo la instaba a poner distancia entre ambos. Sin embargo, la profunda voz masculina la retuvo:
– ¿No piensa compensarme la ayuda?
11
Desde que apareció en su vida aquella sirena de cabello dorado, Miguel no había podido pensar en otra cosa. Su imagen se interponía en su fiebre de venganza. Pero en aquellos momentos, no había nada más. No veía nada, salvo unos labios jugosos, un cuerpo esbelto y atrayente y unos ojos levemente huidizos. Un pinchazo de pedantería se despertó en él, acaso porque podía asustarla. Era una compensación infantil, lo sabía, pero una compensación. Y necesitaba alguna o acabaría loco.