Kelly había entendido perfectamente su indirecta.
Lo lógico hubiera sido dejarlo con la palabra en la boca y marcharse, pero quería seguir allí y no se movió. Una mosca atrapada en un tarro de miel no habría estado tan prisionera como ella. Y cuando él se acercó más, sólo pudo tragar el nudo que tenía en la garganta.
Las manos de Miguel, callosas por el trabajo, se posaron sobre sus hombros. Luego, lentamente, la acercó hacia sí y atrapó su boca.
Él esperaba resistencia, pero no la encontró.
Saborear sus labios perfectamente cincelados fue para Kelly subir al séptimo cielo. Lo había deseado desde que lo vio en el mercado de esclavos, después en los campos y luego en la casa. Se había preguntado una y mil veces a qué sabría aquella boca y ya tenía la respuesta: a pecado. Sus reservas desaparecieron dando paso a una necesidad apremiante, lenguas de fuego recorrieron sus venas. Se pegó a él, posando una mano sobre su pecho desnudo.
Su débil respuesta enardeció al español. Su fiebre por aquella mujer se acentuó. Ella era muy hermosa y Miguel llevaba ayunando demasiado tiempo.
Sin separar sus bocas, se perdieron tras las chozas, al abrigo de cierta intimidad. Kelly no pensaba, solamente se dejaba mecer por un millar de sensaciones distintas y excitantes que le recorrían la piel mientras los labios de él jugaban con los suyos. Deseaba fundirse con aquel hombre, someterse, vibrar con cada músculo de su cuerpo.
Él se arrodilló, atrayéndola hacia sí hasta acabar tumbándola en el suelo. Ella abarcó sus anchos hombros, deslizando las manos a lo largo de su espalda, caliente y sedosa. Se detuvo al tacto de las marcas de látigo. La boca masculina abandonó la suya para adueñarse de su cuello, de su clavícula, del comienzo de sus pechos…
Una hambre voraz corroía a Miguel. Su miembro, duro y latente, exigía satisfacción y sus manos se movieron bruscamente, buscando los bajos del vestido. Tenía una necesidad apremiante de ella. No de una mujer cualquiera, sino de aquélla.
A Kelly se le iba la cabeza. Tuvo plena conciencia de las manos que se hundían bajo su falda y dejaban al descubierto sus piernas. ¡Oh, Señor, cómo lo deseaba! Gimió y se movió bajo Miguel, estimulándose inconscientemente, alimentando más el fuego que la consumía… Se abrió para él…
La lluvia que comenzó a caer sobre ellos de forma súbita y el gorjeo inoportuno de una zarigüeya indiscreta interrumpieron tan placentero instante devolviéndola a la realidad.
La sacudió sin compasión un sentimiento de culpa, que le hizo poner las manos en el pecho de él y empujarlo con todas sus fuerzas.
– ¡No!
Esa única palabra lo detuvo. Apoyándose en las palmas de las manos se irguió sobre ella y sus ojos verdes escrutaron los suyos. Kelly parecía una gacela asustada, pero no podía ocultar un sonrojo revelador, mientras sus labios magullados por sus besos aún pedían más. No. No podía negar que lo deseaba como él a ella. Pero su negación suponía una orden perentoria que un caballero como Miguel nunca obviaría. No lo habían educado para forzar a una mujer y no iba a empezar entonces, porque no sólo se jugaba su vida y la de Diego, sino que se debía a unos principios que no pensaba pisotear por mucho que lo deseara.
Se incorporó y le tendió la mano, que ella aceptó levantándose.
Kelly se sacudió la falda porque no era capaz de mirarlo a la cara.
– La diversión ha terminado, milady -le oyó susurrar, rabioso.
A ella le costó hablar, pero dijo:
– Olvidemos lo que ha pasado.
– No me va a resultar fácil olvidar que la sobrina del amo me ha concedido algunos favores a cambio de una pequeña ayuda -gruñó él.
Por los ojos azules de la joven cruzó un relámpago de rebeldía.
– Vuelves a ser un grosero.
– No he dejado de serlo -zanjó él-. Y tampoco he dejado de ser un esclavo. -Empezó a alejarse, pero se frenó y se volvió-. Si alguna vez te apetece algún otro revolcón, princesa, ya sabes…
Kelly se mordió la lengua para contenerse. Con una sola palabra suya, aquel mezquino sería decapitado. Se clavó las uñas en las palmas de las manos y él se fue alejando en dirección al trapiche. Después, sí. Al quedarse a solas, se lamentó de la ocasión frustrada, soltó un taco impropio de una señorita y se dispuso a buscar a una mujer que atendiera a la madre primeriza.
Kelly trató de olvidarse del español buscando distracciones. Fue de compras, adquirió libros, pasó las tardes enfrascada en la lectura y no se acercó por los campos ni al molino. Tampoco volvió a ver a la joven madre ni al bebé, pero envió a su criada y se aseguró de que tuvieran lo necesario.
Y visitó un par de veces a Virginia.
Su amiga seguía siendo su confidente y la única vía de escape a la comezón que la atormentaba. Ni le reprochó ni la aconsejó a propósito de aquel hombre, simplemente, lo aceptó, aunque discrepaba de su errático proceder, porque podría traer consecuencias funestas para ambos.
Tras un par de semanas sin saber de él, Kelly recobró el sosiego. Pero es el destino, y no nosotros, el que elige nuestro camino. Y éste volvió a ponerla en su senda.
Kelly oía entrecortadamente una discusión entre su tío y su primo. No le gustaba curiosear, pero las voces subían de tono. Se enteró de que Edgar era el padre de niño al que ella había ayudado a venir al mundo. Se quedó pegada a la puerta, escuchando la diatriba de Colbert a su hijo y se alejó asqueada cuando su primo afirmó que lo único que le preocupaba era tener que prescindir, momentáneamente, de la negra. Salió de la casa como alma que lleva el diablo. O se distanciaba de aquellos dos o acabaría cometiendo una barbaridad. Y se preguntó, una vez más, si la carta en la que solicitaba el perdón de su padre y lo ponía al tanto de la vida en «Promise» habría llegado a su destino.
Colbert, como otros terratenientes, destinaba parte de la producción de caña de azúcar a su propia destilería. Después del enfriamiento del jugo de la caña clarificado, la costra del azúcar era filtrada en barriles perforados y se escurrían las melazas. Éstas se convertían luego en ron y el producto quedaba listo para exportar. Edgar en persona controlaba los grados del alcohol y, si no alcanzaba los 50, se destilaba de nuevo.
En aquellos días, Miguel fue destinado a la destilería a instancias de un capataz. Todos ellos habían recibido órdenes de Colbert de que los dos españoles debían realizar los trabajos más duros. Por eso, cuando necesitó un operario, uno de los hermanos le pareció adecuado, ya que los toneles eran pesados.
Al anochecer, una vez acabada la dura jornada, los trabajadores se alejaron hacia sus chozas y sus huertos. Todos menos Miguel, a quien el capataz encomendó apilar paja para el día siguiente. Aunque agotado, no tuvo más remedio que obedecer. Y justo cuando iba a dedicarse a ello, un revoloteo de faldas amarillas entró en el almacén.
Kelly se asomaba, sin verle, a las pilas de barriles.
– ¿Jenkins? -la oyó llamar-. ¡Jenkins! ¿Está usted ahí? -Avanzó resuelta con el cejo fruncido y un rictus de determinación en su boca-. ¡Maldito sea, hombre! Deje de beber como un cretino y salga, tenemos un problema.
¿Y cuándo no tenía problemas aquel diablo de muchacha? El tipo al que reclamaba no aparecía y ella comenzó a golpear el suelo con el pie, oteando en todas direcciones.
Debería haberse marchado y olvidarla. Debería haber seguido con su trabajo. Pero le fue imposible. Lo aguijoneó la idea de volver a zaherirla y ésta se impuso a la cordura.