– ¡Si no sale ahora mismo, le juro que…! -amenazaba Kelly.
– ¿Otro parto, princesa?
Ella se volvió de un brinco. Sus ojos se agrandaron y volvió a decirse que aquel español era un hombre demasiado guapo. Mentalmente, le recriminó ir medio desnudo, pero se cuidó de decirlo. Por otra parte, era absurdo. Como en una ensoñación, revivió el ardiente interludio entre ambos y un escalofrío le recorrió la espalda.
– ¿Has visto a Jenkins?
– Ni siquiera sé quién es. ¿Una comadrona?
Sus ojos se entrecerraron formando dos rendijas azules que amenazaban peligro. Miguel no buscaba un enfrentamiento, así que avanzó hacia ella con gesto conciliador.
– ¿Algún problema?
– Capricho es el que tiene problemas.
– ¿Capricho?
– Mi caballo.
– Ya veo. -Sin dar más importancia al asunto, se dirigió a la salida. La bestia le importaba un carajo.
– ¿Podrías ayudarme?
Su pregunta lo detuvo a medio camino. La miró por encima del hombro sin disimular su ironía.
– Tu tío dijo que te buscaras un cuidador de caballos. ¿Es quizá ese tal Jenkins, que parece haber desaparecido?
– ¡Puedes meterte tus burlas en…! -estalló ella. Pero lo pensó mejor. ¡Qué demonios! Necesitaba ayuda y él era el único que tenía a mano. En realidad, siempre parecía estar cerca cuando le surgía un problema-. ¿Entiendes o no de caballos?
Las gemas verdes la devoraron con descaro. Estaba preciosa y a Miguel empezaba a tensársele una parte de su cuerpo que no quería ni recordar. Kelly Colbert representaba una tentación demasiado tangible y él no estaba hecho de piedra. Se sometió al influjo de su presencia y asintió.
– De acuerdo -se oyó decir, acusándose a sí mismo de estúpido-. Veamos qué le sucede a ese animal.
Ella pasó a su lado decidida, despidiendo un aroma a menta que él aspiró como una bendición. Estuvo a punto de alargar el brazo, ceñir su cintura, estrecharla contra su pecho y volver a libar sus labios, a punto de… Apretó los puños y tragó saliva. Se obligó a seguirla a cierta distancia para controlar la tentación. Porque ya no era un caballero español heredero de título y propiedades, sino un sucio, desharrapado y sudoroso esclavo. Un jodido siervo sin derechos que no valía nada para nadie.
El potro era de una estampa maravillosa. Un camargués blanco como la nieve, de piel rosada en el hocico y ojos azul pizarra. Un ejemplar inmejorable. Flexionaba la pata derecha y sacudía la cabeza, piafando con nerviosismo.
Kelly lo acarició regalándole unos mimos que consiguieron calmarle un poco y Miguel, con resignación, le examinó la pata. Tardó muy poco en detectar el problema.
– Es un animal precioso -dijo al incorporarse.
– ¿Verdad que sí? -Depositó un beso en su hocico y el potro la empujó en el hombro-. ¿Qué es lo que le pasa? ¿Es grave?
– Tiene un cristal clavado.
– Bien, pues quítaselo -resolvió ella. Y acarició la cabeza del potro, volviendo a mostrarse zalamera con él-. ¿Ves, Capricho? No es nada, mi amor.
Se le formaron hoyuelos en las mejillas y Miguel, aquejado de una repentina erección, utilizó al animal como parapeto. No quería verla, ni olerla, ni oírla, ni acercarse… No, eso no era del todo cierto. La odiaba por ser la sobrina de Colbert, una maldita inglesa, pero el apetito de su miembro no entendía de sutilezas territoriales.
– ¿Puedes conseguirme algo con punta? -le preguntó.
– ¿Como qué?
– Una navaja, por ejemplo.
12
Se puso tensa. ¿Proporcionarle una arma? ¿Había perdido el juicio? El tacto de la diminuta daga, que siempre llevaba en la liga, le quemó la piel. ¡Sí, claro que la llevaba! ¿Qué mujer precavida no lo haría en un lugar como Jamaica y en los tiempos que corrían?
Capricho piafaba cada vez más inquieto y Kelly aprovechó para contemplar al español a placer mientras él lo calmaba.
– Tout est bien, mon petit. Tout est bien.
Cerró los ojos. Oír su voz de barítono suavizada por un francés gutural la embriagó. ¿Cuántos misterios tendría aún que descubrir de aquel hombre? Lo encontraba irresistible, aunque vistiera sólo aquellos dichosos pantalones y nada más. Su piel era terciopelo, morena y brillante de sudor, su cabello negro como el abismo, sus ojos como los lagos escoceses. Y trataba a Capricho con tanta delicadeza… Se preguntó si aquella mano grande, ahora áspera por las penurias, sabría ser delicada en la intimidad. De inmediato se dijo que sí. ¿Acaso no la había sentido ella así en su piel? Sí, pero sólo parcialmente.
El impulso de entregarle la navaja era muy fuerte. Pero su precaución, también. ¿Quién podía garantizarle que no la utilizaría para cortarle la garganta y escapar?
El relincho pesaroso del potro ahuyentó sus dudas.
– Date la vuelta.
Miguel la miró.
– ¿Perdón?
– Que te des la vuelta. Siempre llevo conmigo una pequeña daga.
– ¿Dónde?
Kelly intentó controlar su sofoco y le respondió desabrida:
– ¡Donde no te interesa! ¡Date la vuelta!
Así que aquella arpía inglesa llevaba una daga. ¡Qué descubrimiento! Era una verdadera caja de sorpresas. Por acicatearla un poco más, sonrió como un maldito y dijo:
– El otro día no la noté.
Deleitándose en su apuro, observó cómo sus mejillas adquirían el color del melocotón. Pero ella no se amilanó y contestó con soltura:
– El otro día no la llevaba, pero hoy sí, español -pronunció esta palabra como un insulto-. Y te aseguro que sé muy bien cómo utilizarla.
– ¿De verdad? -Y ahora sí que estalló en carcajadas que no pudo ni quiso refrenar.
A ella se le estaban descontrolando los pensamientos ante aquella reacción tan humana. Era un maldito bribón sumamente atractivo al que, si no se andaba con cuidado, acabaría por apreciar demasiado. Miguel tendió la mano y Kelly retrocedió.
– De acuerdo, prometo usar la daga sólo para sacarle el cristal al potro. ¿Estás satisfecha?
– No sé si creerte.
– ¡Por las llagas de Cristo, mujer! No puedo estar aquí toda la noche. ¿Aún no sabes que en esta maldita hacienda hay toque de queda para los esclavos?
A ella la abochornó que se lo recordara. Tenía razón. Le hacía abandonar un trabajo que debería acabar más tarde a pesar de su cansancio, le pedía atención para su caballo y, porque lo había visto otras veces, sabía que si llegaba a su choza después del toque de queda, recibiría la caricia del látigo. Y aun así le ponía pegas. Estaba portándose como una niña tonta, así que se decidió.
– Bien. Te creo. Pero date la vuelta.
– ¡Mierda! -masculló él. Pero lo hizo como el caballero que era, para satisfacción de Kelly.
Un momento después, Miguel tenía una daga tan diminuta en sus manos que arqueó las cejas dubitativo. ¿De verdad la tigresa de ojos azules pensaba que aquello iba a disuadir a nadie de atacarla? Suspiró y procedió a eliminar el cristal de la pezuña de Capricho, en tanto ella calmaba al animal con caricias y besos. Cuando acabó, limpió la daga en sus propios pantalones y se la entregó.
– Puedes devolverla a la liga.
– ¡Oh!
– ¿Sabes, princesa? -se burló Miguel-, en mi país las mujeres también la ocultan ahí, sólo que llevan un verdadero puñal y no un juguete. ¿Qué pasa con las inglesas, ni siquiera sabéis defenderos?
– ¡Por supuesto que sabemos! -se soliviantó ella, azuzada por su socarronería.
– ¿Con eso?