– ¡Con esto, sí!
Miguel chascó la lengua.
– Dudo mucho que fueses capaz de cortar una naranja con esa miniatura, milady.
– ¡Y el cuello de un insolente, si se presenta el caso! -se explayó Kelly, irritada. Y es que, con su ironía ácida, conseguía sacarla de quicio.
¡Dios qué hermosa era cuando se enojaba!, pensaba Miguel. Le gustaban poco los caracteres dóciles y, desde luego, la sobrina de Colbert no entraba en ese grupo. Sus ojos color zafiro brillaban desafiantes, su pequeño y altivo busto subía y bajaba al ritmo de su respiración acelerada, y su boca… ¡Cristo, su boca! Se fruncía tan encantadora que lo llamaba poderosamente. Se le agrió el gesto y dio un paso hacia ella.
Kelly retrocedió de inmediato. Las esmeraldas que eran los ojos del español se habían vuelto electrizantes, como los de una alimaña al acecho. Si pensó en escapar de allí, fue en vano, porque sus piernas se negaron a moverse. Miguel la atrapó por un brazo, tiró de ella y la pegó a su pecho.
Los ojos de ambos se retaron en una interrogación muda, pero antes de que Kelly pudiese reaccionar, él bajó la cabeza y sus labios sellaron su boca.
La sensación de fuego líquido corriendo por sus venas arrasó con la poca cordura que le quedaba. Hipnotizada, abrió sus labios sedientos. Y la diminuta daga quedó colgando de su mano. Lo último que pensó fue en utilizarla.
Miguel la abrazó con fuerza, moldeándola a su cuerpo. Parecían haber sido creados para acoplarse. Pero aquel loco deseo y la irracionalidad de sus actos apenas duró un momento y, con un esfuerzo, la separó, sujetándola por los hombros. La miró fieramente, como si estuviera pensando en devorarla. A Kelly, los segundos se le hicieron una eternidad.
Luego, renegando de sí mismo, Miguel le dio la espalda para no ver el anhelo en sus pupilas. Cuando se serenó, se volvió de cara a ella, le arrebató la daga de la mano y, antes de que la joven pudiese protestar, le levantó las faldas y le metió el arma entre la liga y la carne tibia, bajando a continuación la tela de un manotazo.
– Milady… si quieres permanecer a salvo, procura que nuestros caminos no vuelvan a cruzarse -le advirtió.
Kelly se quedó allí, sin saber qué hacer o qué decir. Cuando pudo volver a pensar con raciocinio y se vio sola, se tapó la boca y ahogó un sollozo. Y se prometió firmemente seguir el consejo del español.
13
Diego de Torres parecía haber aceptado ya que los trabajos forzados y la esclavitud formaban parte de su vida.
Llevaba días en que apenas hablaba con nadie y Miguel comenzó a preocuparse de veras por él. Si en el pecho de su hermano seguía anidando el ansia de libertad y el odio por los que los habían esclavizado, conseguiría que se le uniese en su fuga cuando el momento fuera propicio; sin embargo, si Diego se encerraba en la apatía, sería imposible conseguirlo. Y, desde luego, Miguel no pensaba abandonarlo.
Se culpaba por no haber sido capaz de salvar a Carlota y evitarle a Diego la ignominia de aquella nueva vida. Siempre había sido una especie de guardaespaldas para él, vigilando que no se metiera en problemas o sacándolo de ellos. Pero ahora le había fallado y repetirse hasta la saciedad que nada pudo hacer contra los piratas de Morgan no apaciguaba su dolor.
Pero sin que Miguel lo intuyera, Diego estaba muy lejos de dejarse doblegar. Guardaba para él, eso sí, su sed de venganza y su odio, por miedo a las represalias contra su hermano. Pero un vaso que se llena demasiado, al final rebosa, y las constantes humillaciones, los castigos, el desprecio, los abusos, el miedo escrito en la cara de cada esclavo… todo eso impulsó al joven a una respuesta desesperada.
Días atrás, los habían destinado al desbrozado y mejora de un camino algo alejado de la plantación, hacia el sur de la isla. Oían comentar a los capataces que ese camino les ahorraría mucho tiempo en el transporte de la mercancía hasta el puerto. Pero no era una tarea nada fácil. En aquella zona, no había campos ni matorrales, como en el área occidental, sino una verdadera selva tropical que se extendía a lo largo de la costa.
Las primeras jornadas resultaron demoledoras para los esclavos que, a golpe de machete, consiguieron abrir brecha espoleados por las correas de sus carceleros. De allí en adelante, el trabajo sería algo más fácil, aunque Miguel estaba convencido de que, para entonces, Colbert idearía alguna otra tarea para él y su hermano para deslomarlos. Intentaba matarlos trabajando y no lo disimulaba, como tampoco su hijo Edgar lo hacía con su afición por las jóvenes esclavas negras o mulatas.
Y eso fue precisamente lo que desencadenó la tragedia para Diego.
Desde que comenzaron aquella labor vial, Edgar Colbert vigilaba en persona cada tramo ganado a la selva, disfrutando de vez en cuando zahiriendo a alguna de las chiquillas encargadas del reparto del agua y la comida de los trabajadores.
Una de estas muchachas, una preciosidad de piel oscura que atendía por el nombre de Phoebe, nacida en esclavitud y adquirida por Colbert meses atrás, tenía apenas trece años. Constantemente trataba de pasar inadvertida para el amo, pero sus ojos de halcón libidinoso no se apartaban de sus incipientes formas de mujer. A pesar de su corta edad, ya era espigada y esbelta y un estímulo para el inglés, cerdo lujurioso. Edgar la llamaba, le pedía agua y la manoseaba con descaro. La niña, abochornada por tales toqueteos, le servía con rapidez y se alejaba presurosa.
Al caer la tarde de aquel día, Edgar había bebido más de lo que acostumbraba. Lo había estado haciendo desde el amanecer, angustiado por una deuda de juego contraída días antes en un burdel de Port Royal. Los propios capataces hablaban de una cantidad tan elevada que el viejo Colbert despellejaría a su hijo si tenía que pagarla.
Y Phoebe se convirtió aquella aciaga tarde en el centro de atención del joven.
Recostado en una roca junto al acantilado, Edgar perdió interés por el trabajo de los esclavos y la llamó. La chica acudió con prontitud y le escanció agua en un vaso de peltre.
– Deja el cántaro.
– Amo -respondió ella bajando los ojos-, aún debo dar de beber a los que están talando.
– Te he dicho que dejes el cántaro.
Temerosa, hizo lo que le ordenaba sin atreverse a alzar la mirada hacia él.
– Quítate la blusa.
Los ojos almendrados y negros de Phoebe se abrieron de miedo. Sabía por otras muchachas cómo las gastaba el amo Edgar cuando se encaprichaba de una de ellas. Decían que en el acto sexual era una bestia, sobre todo cuando se emborrachaba. Phoebe era virgen y no pudo disimular su repulsión. Precisamente esas actitudes enfebrecían al inglés.
– Amo Edgar, por favor…
Éste se incorporó despacio y su estatura la amedrentó. La chiquilla retrocedió un paso. Pero él se mostraba despiadado, con un desdén que le torcía la boca. Súbitamente, alzó la mano y cruzó la cara de la niña. La fuerza del golpe la tiró de espaldas al tiempo que lanzaba un grito de dolor.
– ¡Sucia perra negra! ¡Haz lo que te digo ahora mismo!
Los esclavos más cercanos a la escena observaron unos segundos y luego, desentendiéndose, continuaron a lo suyo. ¿Qué podían hacer para evitarlo, so pena de convertirse ellos en víctimas? Si el amo se había encaprichado con la chica, la iba a tener de todas formas. Cualquier intervención suya sólo les acarrearía castigos o acaso la muerte.
No pensaba Diego lo mismo. Lejos de Miguel, hacía palanca con otros dos hombres moviendo un gigantesco tronco de palmera recién talada. La vejación de la chica lo atravesó como una mala fiebre y su mano aferró la vara que le servía de palanca.
– ¿Por qué no la deja en paz?
Hasta los capataces dejaron de respirar unos segundos.
Edgar perdió interés en la muchacha y sus ojos furibundos se fijaron en el español.