– ¿Acaso quieres ocupar tú su lugar? -lo retó.
El silencio se cortaba en un ambiente cuyo estallido todos preveían.
Diego había soportado ya demasiado y en su espíritu atribulado prendió la mecha que enciende la pólvora. Con el ímpetu de tanta humillación acumulada se abalanzó hacia Colbert, el brazo armado en alto.
Viendo éste la amenaza que se le venía encima, se ladeó, burlando el golpe por milímetros, y cayó al suelo. La velocidad de la acometida llevó a Diego al borde del pequeño precipicio, debajo del cual rompían las olas. Desde el suelo, Edgar desenfundó la pistola que siempre llevaba consigo y disparó.
La detonación se propagó como un toque de atención en el que repararon todos.
Miguel se irguió y miró hacia allí. Y se le congeló la sangre en las venas: su hermano soltaba la vara y se llevaba las manos al vientre.
– ¡¡Diego!!
Éste oyó su grito angustioso, volvió la cabeza y miró hacia él esbozando una sonrisa templada, como si acabara de encontrar una paz que embellecía su tostado rostro. Después, mientras Miguel corría hacia allá, los ojos se le velaron, su cuerpo tuvo una sacudida y cayó hacia atrás, precipitándose en el vacío.
Para cuando Miguel llegó hasta allí, su cuerpo había desaparecido y únicamente pudo ver la espuma de las olas estrellándose en las rocas.
Si la muerte de Carlota lo abrumó de ira, el cruel asesinato de Diego lo convirtió en una fiera cuyas garras, volando tan rápido como sus piernas, cayeron sobre Colbert y se ciñeron al cuello del inglés. No oyó nada, salvo el bombeo de la sangre en las sienes y una voz interior que le decía: «¡Mátalo, mátalo, mátalo…!».
Ni los golpes de las culatas de los rifles conseguían arrancarle de la garganta de Edgar, que empezaba a amoratarse, braceando para librarse de la brutal presión que lo asfixiaba.
Pero acabaron reduciéndolo a base de golpes. El dolor físico no existía para Miguel; sólo aquel otro, rabioso y terrible, que le partía el alma.
– ¡Atadlo! -rugió Edgar cuando pudo recuperar el resuello, masajeándose la garganta-. ¡Atad a esa bestia!
Lo levantaron, le forzaron los brazos hacia atrás y le ataron las muñecas. Miguel se debatió como un demente, lanzando patadas y escupiendo obscenidades, pero entre tanto, Edgar, envalentonado ahora, le hundió un puño en el estómago y Miguel boqueó, cayendo de rodillas. Sintió que le pateaban las costillas, que se le nublaba la vista, derrotado por la lluvia de golpes que hacían mella en su cansado cuerpo. Antes de perder definitivamente el conocimiento, oyó:
– ¡Hijo de puta español! ¡Lo vas a pagar muy caro!
Se ordenó a los esclavos que dejaran el trabajo y montaran en los carros para regresar a la hacienda. Todos sabían lo que vendría después, pero obedecieron, lamentando la suerte que correría el español. Porque estaban seguros de que Edgar Colbert colgaría a aquel muchacho de una soga.
No era ésa, sin embargo, la intención del joven amo. Ahorcar a aquel demonio de ojos esmeralda no era suficiente. ¡Ni mucho menos! Necesitaba resarcirse con creces, hacerlo aullar, pedir clemencia… Después, sí. Después lo ahorcaría, con o sin el consentimiento de su padre.
A Kelly, preparada para su cotidiana cabalgada, le extrañó que el grupo de esclavos regresara antes de tiempo. No era habitual y retrasó un poco su paseo.
El carromato en el que se hacinaban los hombres se paró en la plazuela. Los vio bajar y, tirando de las riendas de Capricho, se acercó. Dos de ellos descargaron a un tercero, que llegaba en pésimas condiciones, y que cayó de rodillas y luego de bruces cuando lo soltaron. Ahogó un gemido al reconocer al español y casi se le paró el corazón.
Él apenas podía mantenerse consciente y Kelly se dio cuenta de que había sido salvajemente golpeado. Ni su tío ni Edgar destacaban por su compasión hacia los esclavos, pero procuraban no estropear demasiado lo que ellos llamaban el género. A fin de cuentas, eran dinero. Por alguna razón, sin embargo, se habían ensañado con Miguel. Con el corazón en un puño, se adelantó hacia uno de los capataces, en tanto su primo guiaba su montura hacia la casa grande. Embrutecido y obtuso, las venillas de sus mejillas destacaban más que nunca y ni siquiera reparó en ella.
– ¿Qué ha sucedido?
El tipo al que se había dirigido se quitó el sombrero y la saludó con un movimiento de cabeza.
– Ha tratado de matar al señor Colbert.
A Kelly casi se le salieron los ojos de las órbitas. ¿Se habría vuelto loco? Por un momento la atenazó el pánico, porque conocía muy bien a su primo y aquello podía acabar en tragedia.
Sin atreverse a acercarse al herido, trató de evaluar su estado. Y se encontró con un par de ojos que destilaban odio. En el rictus de sus labios se dibujaba un desprecio infinito. La joven elucubró cómo evitar lo que se avecinaba. Desmontó y entregó las riendas de Capricho a uno de los negros indicándole que lo devolviera a las caballerizas.
El español, terco como era, intentó ponerse en pie aun con el semblante transido de dolor. Ella dio un paso hacia él, pero el capataz se interpuso.
– Yo que usted no interferiría, señorita Kelly. Su primo está muy alterado y es capaz de cualquier cosa -le advirtió.
A ella, en ese momento, le importaba un ardite la locura de Edgar. Sentía una daga en el pecho al mirar a Miguel demudado y maltrecho: le sangraban los labios, un hematoma en el pómulo derecho le cerraba parcialmente el ojo y boqueaba al respirar, probablemente por lesiones internas. Experimentó una irritación mezclada con un sentimiento de repulsa por la depravación de sus familiares y de lástima por el prisionero.
– ¡Apártate! -le dijo Kelly al capataz con voz sibilante y autoritaria.
El sujeto dudaba. Desde que la chica llegó a «Promise» había interferido repetidas veces en su trabajo, intercediendo por la escoria que trabajaba en los campos. Pero era la sobrina del amo y una orden suya había que obedecerla. Así que, prudentemente, se hizo a un lado. Pero ella no pudo avanzar. El alarido que oyó a sus espaldas la dejó clavada en el suelo.
– ¡Atadlo al poste!
Se volvió. Su primo avanzaba resuelto hacia ella con un largo látigo de cuero en la mano. Tragó saliva y trató de interponerse, adivinando sus intenciones, mientras les llegaban los quejidos de Miguel, que era puesto en pie y arrastrado hacia la pilastra. Edgar se la quitó de encima de un empellón que casi la hizo caer. Estaba loco de ira, encendido por la sed de revancha, y Kelly temió por la vida del español.
– ¿Qué vas a hacer?
Su primo pareció, ahora sí, que reparaba en ella. Torció el gesto, la miró fijamente y sus dedos se ajustaron más al mango del látigo. No podía disimular su furia, las aletas de la nariz se le abrían como si buscara aire, como si le costara trabajo respirar.
– Quédate al margen, Kelly -ordenó.
Los capataces ataban ya a Miguel. Los ojos de ella iban del sádico rostro de Edgar al prisionero. El corazón se le había desbocado y el miedo a que pagara con ella su ferocidad quedó relegado por el relámpago de rebelión que la atravesó. Se fijó en Miguel. Ahora, en una postura humillante, atado de pies y manos a la pilastra, parecía más indefenso que nunca. Y más arrogante también. Lo vio apretar los puños y tensar el cuerpo mientras su mirada enfebrecida se clavaba en Edgar. Un impulso imperioso de correr hacia él la sacudió.
Su primo subió de un salto a la plataforma donde se encontraba el prisionero. Literalmente, temblaba de cólera apenas contenida. Sin previo aviso, lanzó el primer golpe y el cuerpo de Miguel se convulsionó al contacto del cuero que laceró su espalda.
Kelly se mordió los labios hasta hacérselos sangrar. Un apagado murmullo se extendió entre los esclavos que observaban, atemorizados, la barbarie del amo. A ella se le escapó un gemido de angustia y se lanzó hacia su primo, deteniendo el segundo azote.