– ¡Por Dios, Edgar…! -le suplicó-. No cometas…
El empujón la obligó a retroceder y cayó de rodillas. De inmediato, dos esclavos la ayudaron a incorporarse, pero el ladrido de su primo la dejó paralizada.
– ¡Voy a destrozar a este cabrón! Cuando acabe con él, no servirá ni para las alimañas. Y te lo advierto, Kelly…, apártate de mi camino!
Ella sufrió otro estremecimiento cuando el látigo restalló de nuevo. En la espalda del español se dibujó otra marca roja y el impacto hizo resbalar su cuerpo contra la madera a la que estaba atado.
Kelly no lo pensó más. En su mente sólo anidaba un objetivo: parar aquella locura. Se lanzó hacia el capataz más próximo, le arrebató la pistola y la empuñó con las dos manos. Absorto en el castigo, el hombre no tuvo capacidad de reacción y, aunque hizo un intento de arrebatársela, ella lo encañonó con decisión, todo su cuerpo tenso.
– ¡Quieto o te mato! -le gritó.
Prudentemente, el sujeto retrocedió, intercambiando una mirada exculpatoria con Edgar, que había vuelto a centrar su atención en Kelly.
Con el corazón en la garganta, ésta se enfrentó a su primo y la pistola osciló en sus dedos. La sujetó con más fuerza, temiendo que se le resbalara, y se dirigió a aquel pariente al que detestaba con toda su alma.
– ¡Apártate de él!
El estupor recorrió el semblante de Colbert. ¿Aquella puta se atrevía a desafiar su autoridad delante de los esclavos? ¿Realmente lo estaba haciendo?
– No sabes en el terreno pantanoso en el que te estás metiendo, Kelly -escupió, sin soltar el látigo.
– ¡Y tú no sabes que te estás arriesgando a que te descerraje un tiro en la cabeza! -respondió ella, tratando de mostrarse firme, aunque estaba aterrorizada-. ¡Apártate de él, Edgar, o no respondo!
El breve diálogo dio pie a que el capataz se lanzase sobre ella y recuperase el arma tras un corto forcejeo. Kelly lo insultó con la palabra más fea que conocía, pero se encontraba desarmada; su primo le dedicó una mueca divertida que la mortificó sin piedad.
Desentendiéndose de ella, Edgar se aplicó al cuero con más saña. Poco le importó que Kelly fuera testigo del castigo. Mejor, se dijo, porque si la zorra le tenía algún aprecio al español, como parecía demostrar, cuando acabara con él vería que no quedaba más que una piltrafa a la que colgar de un árbol.
La joven emprendió una loca y desesperada carrera hacia la casa grande, ahogada en llanto y culpa. La asqueaba que por sus venas corriese la misma sangre que la de aquel sanguinario. Y rezó con toda su fe para evitarle al español una muerte segura.
14
El castigo debía ser ejemplar y él lo estaba aplicando con una fiereza desusada.
Cada vez que el cuero mortificaba la carne del español, la sonrisa de Edgar se ensanchaba. Iba a demostrarles a todos quién mandaba en «Promise». Últimamente, los capataces habían comenzado a cuestionar algunas de sus órdenes debido a los enfrentamientos con su padre por las deudas de juego. Necesitaba resarcirse y volver a tener repleta su bolsa, como hacía tiempo, cuando cierta información le llenó los bolsillos, y no depender siempre de la limosna de su progenitor. Edgar era su heredero y algún día aquellas tierras le pertenecerían. Y, con ellas, cada esclavo. Sí, algún día no muy lejano, se dijo, mientras seguía haciendo uso del látigo. El viejo siempre lo había relegado. Su hermano fallecido había sido su preferido desde la cuna. Pero había muerto y él ya se había cansado de ser el perro apaleado del poderoso Sebastian Colbert. Cuanto antes desapareciera el viejo tirano, mucho mejor. Luego, él haría de su capa un sayo. Y la venganza que se estaba cobrando en el cuerpo del español no era sino parte de la que ansiaba contra su propio padre.
Miguel soportó el castigo con estoicismo suicida. Después del décimo latigazo, el dolor comenzó a hacerse insoportable, pero aunque los golpes no cesaban, él sólo era consciente de una cosa: Diego estaba muerto. Y él se culpaba por seguir vivo.
Para evadirse del sufrimiento, trató de no pensar en ello. Con monótona sangre fría, contó cada azote. Once, doce, trece… Colbert no se cansaba. Después dejó de contar, porque la mente se le nublaba y su cuerpo, zarandeado con cada golpe, se debilitaba por momentos.
¿Veinte? ¿Veinticinco? Tampoco le importaba demasiado. Si Colbert continuaba un poco más ya nada tendría importancia, porque iría a reunirse con Diego, allá donde estuviera.
¿Veintiséis? ¿Veintisiete? ¿Tal vez treinta?…
Súbitamente, cesó aquel infierno que había convertido su espalda en una masa sanguinolenta. Miguel deseó que Colbert acabara y lo ahorcara de una puñetera vez.
Edgar, sudoroso y congestionado por el esfuerzo, recobraba el resuello. Ahogado por su furor, cayó en la cuenta de que, durante todo el castigo, el prisionero no había dejado escapar ni una protesta.
– Yo te haré suplicar, cabrón -jadeó-. Yo te haré suplicar.
No quedaría satisfecho hasta oírlo gritar. ¿De qué pasta estaba hecho el muy bastardo para soportar la tunda sin una queja? Otro hombre, en su lugar, estaría bramando o se habría desmayado ya. Continuar con el castigo suponía para él un asunto de orgullo personal. Después, lo mataría.
Recuperado el aliento, descargó un nuevo golpe.
Miguel, desprevenido, dejó escapar el aire y sus rodillas se doblaron. Seguía en el infierno, se dijo, pero se enderezó con esfuerzo, preparándose para soportar lo que viniera. No iba a darle a Colbert el gusto de pedir clemencia.
Sin embargo, nunca llegó el siguiente latigazo y, entre la bruma del tormento, acertó a oír una orden rabiosa de Sebastian:
– ¡Detente ahora mismo, Edgar!
El dueño de «Promise» llegaba a la carrera, congestionado, seguido de cerca por Kelly. A ella se le escapó un grito, que ahogó cubriéndose la boca, y Sebastian arrancó el cuero de la mano de su hijo.
– ¡Es mío, padre! -se le enfrentó al joven-. ¡Ha intentado matarme y es mío!
– En esta hacienda, muchacho, nada es tuyo -respondió el padre, autoritario-. ¡Y ese esclavo, tampoco! Me costó unas buenas libras y no voy a consentir que perezca por tu capricho.
– ¡No puedes impedírmelo, maldita sea! ¡Te digo que ha intentado matarme!
– Hasta ahora no he tenido quejas de él. ¿Me crees idiota, muchacho? ¿Por qué iba a arriesgar el cuello atacándote?
El joven Colbert tuvo un momento de turbación, y acabó admitiendo:
– Porque he matado a su hermano.
Todo el mundo sabía que el único interés de Sebastian Colbert al comprar a los dos españoles era vengarse en ellos de la muerte de su hijo mayor y que su intención era aniquilarlos poco a poco. Edgar acababa de truncar parte de su resarcimiento matando a uno de ellos y encima pretendía acabar con el otro.
Sebastian se acercó a su hijo, lo miró un instante y después le descargó un golpe con el mango del látigo en pleno rostro. Edgar retrocedió, lívido por la humillación sufrida frente a todos. Se pasó la mano por la cara y la retiró manchada de sangre. La herida abierta en su mejilla le escocía, pero no era nada comparada con su vejación.
– ¡Eres un inútil que no has aprendido nada! -La voz de Colbert rezumaba cólera-. Desde que naciste no me has causado más que problemas, ¡condenado seas! Deberías haber muerto tú en lugar de tu hermano.
– Padre…
– ¡Calla y escúchame bien! -lo interrumpió éste-. Ese esclavo es mío, como lo era su hermano. Todo, absolutamente todo en esta propiedad me pertenece, y juro ante Dios que si él muere -señaló a Miguel con un dedo tembloroso-, te sacaré su precio de las costillas. ¡Bajadlo de ahí de una puta vez! -ordenó a los capataces, que se apresuraban ya a ayudar a Kelly, la cual, ajena a la reprimenda, intentaba soltar al prisionero conteniendo el llanto.