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Después, Sebastian dirigió una última mirada furibunda a su hijo, arrojó el cuero, que serpenteó en el suelo, y regresó a la casa con el andar bamboleante que lo caracterizaba.

Edgar se tragó su propia bilis envenenada. Con los ojos fijos en la espalda de su padre, deseó fervientemente verlo muerto. Tenía que acabar con él cuanto antes. Eliminarlo. El muy hijo de perra se creía dueño del mundo, pero Edgar le demostraría que no lo era. Cualquier día, mientras cabalgaba, sufriría un desafortunado accidente, él se encargaría de ello.

Se pasó la manga por la herida de la mejilla y, acercándose a Kelly, la sujetó por el brazo con mano de hierro para zarandearla sin miramientos.

– No vuelvas a interponerte en mi camino, prima -la amenazó en tono muy bajo-. No vuelvas a hacerlo jamás.

– Más vale que tú te alejes del mío, querido primo, porque te juro que no me importará nada meterte una bala en las tripas si llega el caso -le respondió altanera, sin miedo, echando fuego por los ojos-. ¡Me das asco!

Edgar no esperaba una respuesta tan contundente. Aquella bruja se le estaba enfrentando como una igual y eso lo desconcertó. ¿Sería capaz de…? Sí, lo sería, se dijo, mirando sus fieros ojos azules que le manifestaban todo su desprecio. Le plantaba cara sin un ápice de cobardía, delante de sus hombres, que, confusos por el encontronazo, evitaban cruzar la mirada con él.

Externamente, Kelly estaba dispuesta a todo, pero temblaba por dentro, y rezó para que Edgar no oliera su miedo. Contuvo la respiración y esperó firme hasta que él dio media vuelta y se alejó. Casi se le doblaron las rodillas cuando todo hubo terminado. Nunca había visto la cara de la muerte tan de cerca y ahora estaba segura de que su primo no olvidaría la ofensa. Pero se despreocupó de él inmediatamente y se centró en Miguel.

Se adelantó en su ayuda, pero uno de los negros la interceptó y negó con la cabeza. Una esclava solícita se le acercó y dijo:

– No se preocupe, m’zelle, nosotros cuidaremos de él.

– Si necesitáis algo… Cualquier cosa… -La ahogaban las ganas de echarse a llorar viendo cómo cargaban aquel cuerpo torturado e inconsciente.

– Nosotros le cuidaremos, señorita -repitió la negra.

15

Costa de La Martinica. 1669

En el camarote principal de la fragata Missionnaire, que surcaba los mares bajo bandera francesa, François Boullant y los capitanes que gobernaban el resto de la pequeña flotilla de cuatro naves se reunían en conferencia. Fuera de aquel recinto, nadie debía saber de qué conversaban, razón por la cual la tripulación gozaba de permiso en tierra y sólo hombres de máxima confianza montaban guardia en el exterior.

François Boullant era un capitán joven, pero no por ello inexperto. Y los demás lo escuchaban con atención. Tenía treinta años, que no aparentaba, con su cabello rubio, largo y algo descuidado, y unos ojos verde claro. Su apariencia podría haber supuesto, en primera instancia, un hándicap para dirigir un grupo, pero él se ganó un cierto prestigio a base de decisiones acertadas en momentos complicados.

Se recostó en el asiento y miró, uno a uno, los rostros severos de los que le acompañaban. Hombres con los que había luchado en muchas ocasiones, algunos de los cuales se habían jugado la vida por él. Por más de uno de ellos daría su brazo derecho.

Observándolos, pensó que eran un buen equipo, dotado del arrojo necesario para planear y acometer los abordajes que les estaban reportando tan buenos beneficios.

Porque ellos se dedicaban a la piratería.

Lisa y llanamente, sin ocultar lo que hacían ni escudarse en un documento sellado por Corona alguna. A ellos no les hacía falta estar respaldados por ninguna potencia, porque eran su propia potencia. Trabajar al servicio de cualquier Corona, ya fuera inglesa, francesa, española, portuguesa u holandesa, sólo significaría compartir sus ganancias. Tenían su propia ley y su propia identidad y ahí se acababa todo. Desde hacía ocho años, cuando François apenas sabía limpiarse la nariz, pero en cambio dominaba el sable como un experto, había hecho de la piratería su modo de vida.

Le hacía gracia que alguien comentara que solamente era un pringoso pirata. Nunca disimuló su condición adjudicándose el nombre de bucanero o corsario, y nunca lo haría. Ni tampoco los hombres que en esos momentos escuchaban sus palabras. Eso sí, enarbolaban bandera francesa, porque la mayoría de los tripulantes eran de ese país. Pero se trataba de una mera cuestión de tradición y no implicaba acuerdo alguno con el gobierno.

Se le agrió el gesto al recordar su tierra natal. No le debía nada. Había salido de Francia hacía años y aprendió de las gentes de mar las artes del pillaje. Y había sido un buen alumno.

– ¿Estamos de acuerdo entonces con la fecha, caballeros? -preguntó, permitiendo que su auditorio evaluase su decisión.

Tres de los sujetos se removieron inquietos. El cuarto ni pestañeó.

Depardier, un tipo robusto de cara avinagrada solía ser el que respondía en nombre de los reunidos. En esa ocasión, también lo hizo. Sin dudarlo, dijo:

– Comme vous voudrez.

Boullant asintió y se levantó, dando por finalizado el encuentro. Vio que los demás se apresuraban a bajar a tierra para reunirse con sus tripulaciones, y lo comprendió. Después de cuatro largos meses de duro trabajo, merecían un descanso. Habían conseguido apresar algunas buenas piezas y ya era hora de gastar parte de sus abultadas bolsas, ganadas con esfuerzo y sangre.

El capitán del Missionnaire esperó a que desaparecieran y se volvió hacia el único hombre que lo acompañaba día y noche: Pierre Ledoux, un año menor que él, de cabellos tan rubios y largos como los suyos y de una complexión similar. Hubiesen podido pasar, incluso, por hermanos, de no ser porque los ojos de Ledoux eran de un azul eléctrico.

– Bien, ¿qué piensas? -le preguntó François.

El otro se encogió de hombros.

– Que es muy peligroso.

– No me refiero al riesgo, Pierre.

– Eso suponía -sonrió su camarada, tomando asiento y descansando las botas sobre la mesa donde aún había esparcidos mapas, documentos varios y un sextante. Antes de responder, se sirvió un vaso de fuerte ron y se lo bebió de un trago. Suspiró y entrecerró los ojos al contemplar a su amigo y capitán-. El jodido Depardier no parecía muy conforme, aunque ha terminado por aceptar tu propuesta.

François gruñó algo ininteligible entre dientes.

– No acaba de gustarme.

– ¿Qué es lo que no te gusta?

– Tener una oveja negra entre nuestros hombres. Hace tiempo que observo a Depardier y me parece que está buscando independizarse.

– Podríamos encontrar a tantos capitanes dispuestos a unirse a nuestra flota como peces hay en el mar.

– Lo sé. Pero no es el hecho de perder una nave lo que me preocupa, sino que Depardier pueda convertirse en un rival. Dos flotas en la misma zona no tienen cabida, y lo sabes.

Pierre hizo un gesto vago. Entendía la preocupación de su capitán, a qué se refería. Si Depardier decidía abandonar la flota pirata y batallar en los mismos mares, surgirían desavenencias y enfrentamientos. Todos y cada uno de los capitanes de la escuadrilla faenaban por su cuenta, pero se unían al Missionnaire si el botín así lo requería, y siempre bajo las órdenes de Boullant; mientras, mantenían su independencia. Pero creía a Adrien Depardier muy capaz de armar su propia flota y le sabía egoísta, aunque nunca hasta entonces hubiesen tenido ninguna desavenencia. Calló un momento, sonrió como un bellaco y dijo:

– Mátalo entonces. Pásalo por la quilla.