– ¡No digas tonterías!
– ¿Por qué van a ser tonterías? Cuando hay un problema, lo mejor es eliminarlo.
– De momento, nos hace falta tenerlo a nuestro lado.
– Mátalo -repitió Pierre, retirando los pies de la mesa y echándose hacia adelante para descansar los codos en las rodillas-. Yo puedo encargarme de él. No me sería muy difícil meterle un puñal entre las costillas mientras se encuentra cabalgando a alguna furcia.
Boullant bizqueó y frunció los labios en una mueca divertida.
– Serías capaz de asesinarlo en plena faena.
– Puedes jurarlo -sonrió su amigo, y en sus mejillas se formaron aquellos hoyuelos que volvían locas a las mujeres.
Fran paseó por el camarote con las manos entrelazadas a la espalda. Atisbó por el ojo de buey. El puerto estaba animado y las luces de los prostíbulos empezaban ya a encenderse.
– Déjame que lo piense, mon ami. Tal vez uno de estos días lo haga yo mismo. Y ahora, dime, ¿qué piensas tú sobre el asunto de Port Royal?
Pierre se sirvió un segundo trago. Y estudió a su capitán antes de responder.
– Es un puerto sólido.
– Y bien defendido.
– Y con muchos ingleses -bromeó el otro.
El cejo de Fran volvió a fruncirse.
– Sí, con muchos ingleses -murmuró-. Y ni tú ni yo les tenemos demasiado aprecio.
Su interlocutor echó una rápida mirada a la botella, pero la olvidó. Buscó en el mapa que habían estudiado y lo golpeó con el índice.
– ¿Estás seguro de que quieres atacar por aquí?
– Es el punto más adecuado, ¿no crees? Los otros también parecían estar de acuerdo.
Pierre se centró de nuevo en el mapa y negó con la cabeza.
– ¿Por el suroeste? -insistió.
– Jamaica es una isla muy montañosa, ya estuvimos allí hace tiempo. Fondearemos en una cala pequeña, nos internaremos a través de las montañas y caeremos sobre ellos. Mientras, nuestras naves rodearán la isla y nos esperarán frente a Port Royal. Nadie se enterará de nuestra presencia hasta que sea demasiado tarde.
– No. No me convence, Fran. Yo voto por atacar Port Royal directamente. De noche. Cuando nadie espere que nuestros cañones puedan perturbar la tranquilidad de su bendito puerto. Los tomaremos por sorpresa. Y el botín será sustancioso. Mucho más, después de que Morgan haya gastado allí las onzas de oro españolas que robó en Maracaibo.
Boullant sonrió ante su decisión. Pierre le había gustado desde el primer momento porque nunca se andaba por las ramas. Si había que atacar, lo hacía de frente. Si tenía que batirse con alguien, cuanto antes mejor. Si debía conquistar a una mujer, se empleaba a fondo. En él no cabía la vacilación y para François representaba una ayuda inestimable. Sí había tomado una estupenda decisión al salvarle la vida cuando lo encontró medio muerto en la playa de una isla coralina y solitaria, con una herida de bala en el costado. Su gesto le valió el respeto del joven de por vida, que lo quería como a un hermano mayor.
Se sirvió ron y le ofreció un tercer trago a su camarada, que alzó su vaso y aceptó:
– Consultaremos el cambio de planes con los demás.
– Cuanto antes, mejor.
– ¡Por el ataque a Port Royal!
– ¡Y por la muerte de unos cuantos ingleses! -brindó Pierre.
– ¡Amén! À la votre santé, mon ami.
16
Port Royal. Jamaica
La muchachita negra continuó moviendo con monótono impulso el enorme abanico de plumas que colgaba del techo y con el que trataba de proporcionar algo de aire fresco a los hombres acomodados en el porche.
Sebastian Colbert sudaba. Su camisa y su traje, inmaculados por la mañana, presentaban ahora cercos en el cuello, las axilas y la pechera. Hasta el sombrero, olvidado sobre una silla, mostraba su contorno oscurecido.
Para un hombre obeso como él, el tiempo estaba resultando realmente infernal. Y se había agravado con la lluvia caída durante la noche, que, lejos de refrescar el ambiente, originó una densa nube de vapor caliente que envolvió la isla de norte a sur y que en eso momentos los mortificaba. Muchos temían que eso pudiera ser la avanzadilla de un huracán, porque si bien Jamaica no sufría esos fenómenos con la frecuencia de otras islas, tampoco estaba libre de ellos.
Colbert miraba a la esclava y maldecía por lo bajo a una raza que se adaptaba a la incomodidad del pegajoso clima.
– Estos jodidos negros vivirían en el infierno y aún tendrían frío. No me explico cómo soportan semejante calor.
El comentario captó la atención de su anfitrión, y de Edgar, que también estaba presente.
– Supongo que fueron creados para soportarlo todo, ¿no? -dijo el hombre.
– Es posible. Si Dios no hubiera pensado en ello, ¿quién iba a recolectar en esta jodida isla?
– Bien, volvamos al tema que nos ocupa. ¿Qué piensa de mi propuesta, señor Colbert?
Sebastian y su hijo se habían encontrado con él en una reunión de negocios en la ciudad y el hacendado insistió en invitarlos a un refrigerio en su casa de Port Royal, una magnífica construcción de estilo inglés, de dos pisos, blanca toda ella, con un amplísimo patio-jardín y cocheras. El hombre pasaba allí la mayor parte del tiempo, dejando el cuidado de su hacienda en manos de un capataz.
Se llamaba Noah Houston y, además de sus tierras sembradas de caña y café, poseía dos garitos ruinosos en el puerto para los marineros que visitaban la isla, una sala de juego a la que acudían los dueños de las plantaciones y vividores con la bolsa llena y tres burdeles. Edgar había perdido una buena suma de dinero en sus mesas de juego y gastado más de lo prudente con sus putas desde que regresó de Inglaterra. El hotel más caro de la isla era también propiedad de Houston.
A Sebastian no le agradaba aquel sujeto. Tenía demasiado dinero, demasiado poder y demasiadas tierras que competían con las suyas. Pero no podía ni debía oponérsele, porque sus influencias a la hora de fijar los mejores precios para sus productos le resultaban útiles.
Lo que más le desagradaba de Houston, sin embargo, era lo que se comentaba en los corrillos de las tertulias. Se decía que era un pervertido, y no solamente con las mujeres. Al parecer, gozaba martirizando a jóvenes a los que compraba, o que caían en sus manos por deudas de juego. Para Noah Houston no existían distinciones en cuanto al sexo. Hembras o varones eran lo mismo.
Y no ocultaba su debilidad.
– Tendré que pensarlo detenidamente -respondió Sebastian-. Usted sabe el motivo por el que compré a ese blanco cuando lo trajeron a Port Royal.
Noah asintió y chascó los dedos para que les sirvieran otro vaso de limonada fría.
– No tarde demasiado en tomar una decisión, Colbert.
Éste lo miró de hito en hito. Tenía la planta de un caballero y a sus casi sesenta años seguía siendo atractivo y arrogante como pocos. Sí, seguro que podía encandilar a cualquier mujer, pensó con un ramalazo de desprecio y envidia a la vez. Pero para desgracia de las pocas casaderas de Port Royal, Houston sólo estaba interesado en la compra de esclavas para sus burdeles -siempre que fueran bonitas- o para sus tabernas -si carecían de atractivos-. Una recua de esclavos faenaban en sus distintas propiedades como camareros, limpiadores o cocheros. Y guardaba los mejores ejemplares para su casa. Todos, sin excepción, pasaban por sus aposentos, ya fuera de mutuo acuerdo o a la fuerza.
Se rumoreaba, aunque Colbert no estaba seguro de que fuera cierto, que hacía meses se había encaprichado de un robusto negro al que vio en la subasta de esclavos. Lo compró y trató de seducirlo, como hacía con todos. Porque la seducción -decía él- formaba parte del encanto. Regalos y dinero. Nunca la libertad, por supuesto. Curiosamente, se contaba que a aquel bracero llegó incluso a ofrecérsela. Pero él se negó.