Desde entonces, las ya dañadas relaciones con su primo se habían deteriorado aún más.
Kelly había mandado otra carta más a su casa relatándole a su padre lo ocurrido y dándole un ultimátum: o la sacaba de Jamaica o ella misma tomaría un barco con destino a Europa. Era una baladronada, y lo sabía, pero también su único modo de conseguir volver a Inglaterra. La atracción que sentía por aquel español soberbio y arrogante la estaba matando y sabía que un día u otro acabarían con él. ¿Cómo evitarlo cuando él mismo parecía alimentar su propia perdición? Simplemente, no deseaba estar allí para presenciar cómo moría.
También le había escrito a su hermano James, en esta ocasión a la dirección de su propiedad en York, para que su padre no tuviera conocimiento de su misiva. Ahora sólo cabía esperar, pero no demasiado. Uno u otro habrían de responder o bien ella tomaría sus propias decisiones, aunque después la repudiaran.
– Miguel -insistió en dirigirse a él.
Él continuó con su mutismo y Kelly se mordió los labios. Se estaba humillando para nada, se dijo en un relámpago de rebeldía. Quedaba claro que el español no quería saber nada de ella, ni escuchar lo que tuviera que decirle. Seguramente la culpaba tanto como a Edgar de lo sucedido. ¿Cómo no comprenderle? Toda persona tenía un límite y Miguel, posiblemente, había llegado al suyo.
Con una última mirada, agachó la cabeza y antes de alejarse, dijo:
– Lo siento.
La presión que sentía en el pecho y las ganas de llorar eran tan fuertes que acabó echando a correr hacia la casa.
Unos ojos gatunos y brillantes la devoraban mientras se alejaba.
Pero Kelly nunca llegó a saberlo.
17
Kelly se enteró de la escalofriante noticia durante la cena.
Edgar ni la miraba ni hablaba con ella, ignorándola por completo, pero sí mantenía una animada conversación con su padre sobre unos terrenos colindantes que estaban interesados en adquirir. Ella no atendía al intercambio de opiniones, no le interesaba lo más mínimo si «Promise» aumentaba o se consumía en el fuego. Sólo podía pensar en Miguel, en su desprecio y en su mirada ardiente y llena de saña.
Pero prestó la máxima atención a un comentario que deslizó su primo:
– Casi preferiría disponer un tiempo más de él en la plantación, padre.
– ¿Para qué? ¿Para acabar matándolo? -gruñó Sebastian.
Kelly observó a ambos. Edgar esbozaba un rictus amargo, como el niño a quien han quitado un juguete. ¿Por qué pensó en el acto en Miguel? Picoteó una miga de pan, disimulando el temblor de sus manos y esperando, alerta.
– No hay vuelta atrás. Ya lo he vendido.
El corazón de la muchacha empezó a galopar.
¿Venderlo? Que Miguel saliera de «Promise» significaba su salvación, aunque hubiera de pertenecer a otro dueño de una plantación. La alegría de que estuviera fuera de allí y el dolor por su marcha se fundieron. Pero su júbilo se truncó al oír el nombre del nuevo amo de Miguel.
Terriblemente pálida, no dudó en espetarle a su tío:
– Ese hombre es un asesino.
Colbert arqueó sus pobladas cejas.
– Es ni más ni menos que el fulano que va a amansar a esa fiera, muchacha.
– Pero, tío…
– Tú no entiendes de estas cosas, Kelly, así que no te entrometas. Una dama no debe inmiscuirse en asuntos de negocios.
A ella la dominó la rabia. Incorporándose de golpe y haciendo que se le volcara la silla, lanzó la servilleta sobre la mesa y espetó sin miramientos:
– ¡Había olvidado que vosotros traficáis con seres humanos!
– Con esclavos -matizó Sebastian.
– ¡Con personas! -apuntilló ella, gritándole, furiosa como nunca había estado-. Y estás hablando de cederle un hombre a ese depravado del que todo el mundo comenta sus atrocidades y su crueldad -respiraba aceleradamente, le faltaba el aire y el arrebato de violencia tintaba su rostro de carmesí-. ¡Me dais náuseas! ¡Sois peor que las alimañas!
Abandonó el comedor acompañada de un silencio denso y del estupor de ambos.
Kelly se desesperó. El destino que habían decidido para Miguel era peor que la muerte, porque a nadie se le escapaba que lo que se decía de Noah Houston era cierto. La repugnancia le pasó factura y vomitó la cena apenas se alejó de aquella guarida de lobos.
¡Tenía que ver a Miguel!
¡Avisarle!
¡Ayudarle a huir!
Pero cuando llegó a la plazuela donde se alzaban las chozas de los braceros, jadeante y pálida, era ya demasiado tarde.
Le estaban empujando para que subiera a un carro, con las manos atadas a la espalda, y no oponía resistencia. Dos hombres armados saltaron al sencillo medio de transporte, sentándose uno a cada lado del prisionero.
Las lágrimas le bañaron las mejillas y ella se odió por no haber nacido hombre y disponer en ese momento de una pistola. Miró al cielo y maldijo. ¿Qué podía hacer una mujer contra los capataces de su tío? ¿Cómo hacerles frente? Tenía que idear algo y pronto. Iría a Port Royal, le pediría ayuda al padre de Virginia, contrataría a algunos marineros para que sacaran a Miguel de la isla y lo pusieran a salvo. Y si en aquel trasiego Noah Houston debía viajar a los dominios de Satanás, ¡que así fuera!
Miguel la presintió y alzó la cabeza. Por unos segundos, sus miradas se cruzaron. La de él cargada de infinito desprecio.
– ¡Oh, Dios! -gimió Kelly, dejándose caer de rodillas cuando el carro en que él se alejaba se perdió en un recodo del camino-. ¡Oh, Dios!
Los habitantes de Port Royal, ignorantes de que cuatro navíos piratas los acechaban, finalizaban el día con el acostumbrado ajetreo en las proximidades del muelle. Los vendedores cerraban sus puestos, los marineros se aprestaban a acarrear los últimos barriles de agua y provisiones para zarpar al día siguiente, las busconas despedían a los parroquianos a los que habían entretenido durante la tarde y buscaban clientela fresca…
Nadie imaginaba lo que se les venía encima.
Los cañones de la flota comandada por François Boullot abrieron fuego.
Justo en el instante en que el carro en que transportaban a Miguel atravesaba la empedrada calle principal del puerto, amparándose en la noche.
Aunque algunos vigías habían avistado los barcos, no les dieron demasiada importancia, pues banderas inglesas ondeaban en sus mástiles. Allí fondeaban barcos de la Corona continuamente. Luego, cuando las banderas de su graciosa majestad fueron reemplazadas por francesas y por otras negras con el dibujo de una calavera y dos tibias cruzadas, fue demasiado tarde para dar la voz de alarma.
El plomo del Missionnaire fue el primero en alcanzar su objetivo.
Uno de los almacenes recibió dos impactos y el muro frontal se derribó como si hubiera sido barrido por un huracán, sembrando todo de cascotes y vigas incendiadas. La destrucción continuó después en los edificios colindantes, en uno de los barcos fondeados y en parte del paseo marítimo, donde se abrió un socavón de considerables proporciones.
El tipo que conducía el carro en el que viajaba Miguel se vio obligado a tirar desesperadamente de las riendas para evitar que los caballos se precipitasen en la brecha. Heridos por el bocado, los animales se encabritaron y piafaron…
Los gritos y el pánico inundaron las calles. Las maldiciones y las órdenes de los soldados se superponían a los atronadores y ensordecedores cañonazos. La guarnición que defendía Port Royal reaccionó demasiado tarde. Para cuando quisieron responder al fuego enemigo, buena parte del lado norte del fortín ardía en llamas.