Los civiles, la mayor parte de ellos ya fuera de sus casas, bloqueaban las calles intentando salvar lo que pudieran. Cierto que Port Royal había soportado ya algunas incursiones enemigas, pero la violencia de aquel ataque, absolutamente por sorpresa, hizo que se temiera por la propia vida como nunca.
Las embarcaciones enemigas se habían abierto en abanico y cubrían todo el frente de la ciudad.
El incesante bombardeo a que fue sometida Port Royal en los primeros momentos sembró el terror más absoluto.
El carro de «Promise» cubrió intacto algunos metros más. El conductor buscaba afanosamente guiar los caballos hacia algún callejón, pero una nueva andanada de proyectiles alcanzó el edifico del ayuntamiento, junto al que circulaban justo entonces. El muro se les vino encima y los escombros se derrumbaron sobre los animales, que, aterrorizados, se alzaron sobre las patas traseras y relincharon.
Acabaron volcando. El terrible impacto precipitó a los secuaces de Colbert a su final entre las patas y los cuerpos de los equinos. Miguel tuvo más suerte: salió despedido, pero, aún con las manos atadas a la espalda, no pudo amortiguar la caída, de modo que se golpeó contra el suelo y perdió el conocimiento.
A bordo del Missionnaire, François y Pierre, satisfechos con el desarrollo del asalto, seguían ladrando órdenes a sus hombres de que no dejaran de disparar.
– ¡Unas cuantas andanadas más! -lo arengaba Pierre-. Y podremos tomar Port Royal como si fuera un caramelo…
Boullant enfocó el catalejo y torció el gesto.
– Merde! -bramó-. Me parece que se ha complicado la cosa, mon ami. Mira allí.
Su segundo casi le arrancó el catalejo de las manos y miró donde le decía.
– Merde! -dijo él también-. ¿Quién coño olvidó mencionarnos que se encontraban fondeados el Canónico y el Tamarindo?
El Canónico era un galeón español robado y reconvertido, poderoso y bien equipado, un bajel de guerra armado y versátil, con altas plataformas de tiro a proa y a popa. Un verdadero monstruo de 42 metros de eslora. En cuanto al Tamarindo, se trataba de una nave recia, construida en Inglaterra, dotada igualmente para el combate en el mar. Ambos navíos actuaban a las órdenes de la Corona. Un informador les había asegurado que su último avistamiento había sido hecho más al sur. Ese resbalón podía costarles muy caro, porque las naves comandadas por el capitán Lionel Rommans y por el capitán Richard Connelly estaban bordeando el puerto para enfrentarse a ellos.
– ¡No podremos con los dos! -vociferaba François para hacerse oír por el encima del infernal tronar de sus cañones-. ¡Rommans es un jodido peligro y no digamos Connelly! ¡Si defienden el puerto lo suficiente como para que la guarnición se reagrupe, estamos perdidos!
Pierre soltó una blasfemia.
El Canónico comenzó a disparar y la andanada salpicó la cubierta del Missionnaire de agua salada. Su compañero no se quedó atrás y sus cañones tronaron casi al unísono. Fran volvió a mirar por el catalejo: las piezas de artillería que protegían Port Royal se estaban armando, listas para la defensa.
Un proyectil alcanzó ligeramente al barco que capitaneaba Depardier, y Ledoux volvió a jurar a voz en cuello.
– ¡Fuego! -gritó a pleno pulmón-. ¡Fuego, malditos sean esos cabrones ingleses!
Los franceses se apuraban en recargar y disparar los cañones, pero el ánimo de la flotilla ya no era el mismo. A pesar de ser cuatro naves, sabían que no estaban en disposición de enfrentarse a dos barcos ingleses y al fuego de la resistencia del fortín.
El bergantín de Depardier viró y escapó a mar abierto.
Boullant instó a sus hombres a que apagaran el fuego que se había originado en popa. Aunque los desperfectos no parecían ser graves, ellos eran los que más cerca estaban de las embarcaciones inglesas y, por tanto, los más expuestos, con algunas piezas ya inutilizadas.
– ¡Todo a babor! -le gritó al timonel-. ¡Todo a babor! ¡Nos marchamos!
Pierre Ledoux apretó los dientes con rabia. Odiaba a los ingleses y le supo a hiel abandonar el ataque, pero resistir o enfrentarse a ellos abiertamente era una locura. Y no poner a la tripulación de sus naves en peligro innecesario era lo primero. Se habían dejado atrapar entre dos fuegos y la única alternativa era escapar.
Cuando el Missionnaire viró alejándose del puerto, las otras tres fragatas francesas hicieron lo mismo.
Miguel despertó en medio del caos.
A la destrucción de edificios se sumaban las llamas que lamían los sacos de café de los almacenes del puerto, que ardían ya como yesca.
La gente corría despavorida.
Todo el mundo estaba demasiado ocupado como para prestar atención a un carro volcado y a un hombre aturdido.
Se arrastró como pudo, alejándose y parapetándose junto a un muro. Le dolía la cabeza y el humo le abrasaba la garganta, pero el malestar le importaba poco. Encogió las piernas y, aunque lacerándose las muñecas con la soga que le ataba las manos, consiguió pasar los brazos por debajo. Ninguno de sus captores se movía. Se tomó su tiempo para calmar los latidos de su corazón y asumir su situación actual.
Miguel no oía los alaridos, ni las voces, ni siquiera el tronar incesante de los cañones que atacaban o defendían Port Royal. En su mente sólo había una obsesión: huir. Y puesto que el destino le acababa de regalar una buena baza en el juego, apostaría fuerte. Era todo o nada.
Se incorporó y se dirigió hasta el carro, donde buscó afanosamente una de las dagas que sabía que llevaban siempre los capataces, hasta apoderarse del arma. Fijó el mango entre dos tablas y con unos cuantos movimientos cortó las cuerdas que lo aprisionaban.
Frotándose las muñecas para amortiguar los pinchazos de dolor al recuperar de nuevo la circulación, se fijó detenidamente en cuanto lo rodeaba.
Port Royal era un escenario dantesco, un infierno. Pero en el mar se había desatado otro. Cuatro naves con bandera pirata atacaban la ciudad sin tregua y el desconcierto era total. Sin embargo, dos buques con pabellón inglés doblaban la bocana del puerto y disparaban sus cañones repeliendo el asalto.
Por una fracción de segundo, Miguel pensó que lo mejor era escapar de allí, esconderse tierra adentro. Sólo por una fracción de segundo. Luego entrecerró los ojos y se fijó en el casco de una fragata atacante que empezaba a tener dificultades para repeler la ofensiva del galeón inglés.
Definitivamente, no podía quedarse en Jamaica. Colbert lo encontraría tarde o temprano y ya había probado el látigo en demasiadas ocasiones para exponerse a sufrirlo más.
Corrió hacia el muelle, zigzagueando para eludir esquirlas de piedra y escombros que los cañonazos desprendían de los tejados y paredes, mezclados con teas ardiendo y trozos de vigas. Llegó hasta el malecón, calculó la distancia hasta la fragata y se lanzó al agua. Si tenía una remota posibilidad de escapar de aquel infierno, ésa era alcanzar la nave. Ni siquiera se planteó si aguantaría, puesto que aún se encontraba algo débil, o si por el contrario moriría ahogado o tal vez lo colgarían del palo mayor del barco pirata.
Prefería mil veces la muerte antes que volver a caer de nuevo en manos de los malditos Colbert. Sólo lamentaba no poder cumplir la venganza que se había prometido.
Nadó con agilidad, sobreponiéndose a su cuerpo maltrecho, atravesado por punzadas de dolor. Debía poner los cinco sentidos y las pocas fuerzas que le quedaban en aquella locura. Y aunque se le heló la sangre cuando advirtió que el barco atacante viraba, huyendo de la confrontación, redobló sus esfuerzos.