Consiguió asirse a una maroma que colgaba de un costado de la fragata, aislándose de un entorno donde todo parecía estallar en llamas y de los estampidos de cañones que retumbaban en sus oídos con tal virulencia que temió que se le reventaran los tímpanos.
Agotado, se agarró a la soga como pudo y se la ató a la cintura. El barco ganó velocidad y una andanada desde el fortín casi hizo blanco en el casco, haciendo bambolearse a Miguel, que se convulsionó por la tremenda sacudida.
No supo cuándo perdió de nuevo el conocimiento. Lo cierto es que la flota pirata escapó por los pelos de Port Royal y de la artillería del Canónico y del Tamarindo.
Por entonces, el capitán Boullant llevaba un lastre que desconocía.
18
Isla de Guadalupe. Meses después
François Boullant estalló en carcajadas al ver al sujeto que, al fin, tras varios intentos, conseguía atrapar a la muchacha que le servía, se la sentaba sobre su regazo y la besaba.
Fran estaba borracho. Como el resto. Como jamás lo había estado en toda su condenada vida. Pero la última presa había valido la pena y los hombres vitoreaban su nombre entre picheles de cerveza y barriles de ron. Incluso la tripulación de Depardier. ¡Y hasta el mismo Depardier, maldito fuese!
Y todo se lo debía al rufián de severo rostro atezado, cabello negro y mirada de ave rapaz que amedrentaba a cualquiera. Lucía un brazalete de oro y esmeraldas y un pequeño aro de oro en la oreja izquierda.
Las camareras del tugurio en el que se divertían se lo habían estado disputando desde que entraron. Como siempre. En cada ocasión sucedía lo mismo. En todos y cada uno de los burdeles que pisaban, las mujeres bebían los vientos por él. Y al parecer el muy bandido acababa de hacer su elección para aquella noche.
Sin embargo, otra de las chicas no aceptó de buen grado no ser ella la elegida. Dejó las jarras que estaba dispuesta a servir con un golpe seco, se aproximó a la que besaba ansiosamente al tipo moreno y guapo y, tomándola del pelo, la tiró al suelo y la arrastró.
Los vítores atronaron la taberna y los hombres se aprestaron a ser testigos de una pelea entre las dos mujeres.
No era muy usual en aquellos tiempos y en aquellas latitudes que las hembras que se ganaban la vida vendiendo su cuerpo a bucaneros y corsarios se pelearan por un posible cliente, porque si alguna salía mal parada, estaría apartada del trabajo y, por tanto, de su sustento. Así que Boullant dio vuelta a su asiento y se acodó sobre las rodillas para no perderse el entretenimiento que les regalaban.
La joven agredida reaccionó como una serpiente. Agarró el tobillo de su contrincante, la hizo caer de bruces y de inmediato se incorporó, dispuesta a la confrontación. Lanzó una patada y su zapato alcanzó a su rival en un costado, haciéndola gritar y soltar, acto seguido, un insulto impropio de una dama, pero frecuente entre las fulanas de puerto.
El moreno se recostó y pasó un brazo por el respaldo de la silla, atento como el resto. La chica escogida para acompañarlo a su cama era bonita a pesar de sus ropas desaseadas, su cabello alborotado y su cuerpo flaco. Pero la otra no se quedaba atrás: pelirroja, de ojos almendrados y claros, unas apetitosas curvas en los lugares donde debían estar y, al parecer, brava y decidida a ganarse también un sitio en su lecho.
– ¡Eh, truhán! -Se volvió y descubrió a Boullant al otro extremo de la larga mesa en la que habían cenado y bebido sin mesura-. ¿Con cuál de ellas te vas a quedar?
El joven echó la cabeza hacia atrás y se rió con ganas.
– ¡Con la que gane!
Pierre Ledoux, a su lado, coreó las carcajadas de François y le soltó una palmada en la espalda que casi lo hizo besar el suelo.
– Si vuelves a sacudirme así, cochino francés, no quedaré entero para satisfacer a ninguna.
Pierre se atragantaba de risa.
En el centro de la taberna, rodeadas por los hombres que asistían al espectáculo con regocijo, las dos belicosas mujeres se movían ahora en círculos, con las manos adelantadas, la espalda ligeramente encorvada y las piernas abiertas. Se habían remangado las faldas, sujetándoselas a la cintura para disponer de mayor soltura en la pelea, lo que provocó aplausos y un coro de piropos de toda índole.
Suponían una visión tentadora y el pirata moreno se fijó en sus piernas desnudas. «Deliciosas», pensó. Daba igual quién ganase porque, a fin de cuentas, él sería el vencedor. Cualquiera de las dos era un bocado exquisito.
La tripulación del Missionnaire alentaba a ambas muchachas, aunque en bandos divididos. Pierre tomó de inmediato partido por la pelirroja y Boullant lo hizo por la morena. El griterío resultaba ensordecedor, pero todos estaban demasiado borrachos como para que les importase. Habían desvalijado otro mercante inglés hacía menos de dos semanas y tenían los bolsillos repletos de oro para gastar en bebidas y mujeres.
La pelirroja lanzó un zarpazo malintencionado y su oponente esquivó lo que hubiera sido la marca de sus uñas para contraatacar de frente, con velocidad. La golpeó en pleno mentón y la otra cayó de espaldas, levantando el clamor general y algunos chasquidos de lengua. Ya en el suelo, se enzarzaron, revolcándose y tirándose del pelo. Las ropas se les rasgaban, dejando sus encantos aún más al descubierto, para jolgorio de los espectadores, que vitoreaban y bramaban de puro placer.
Boullant se palmeaba las rodillas mientras reía y el del brazalete seguía el torneo de amazonas con complacida sonrisa.
La morena consiguió hacerle una llave a su contrincante y empujarla contra una de las mesas, que se volcó. El estrépito de jarras que se estrellaban contra el suelo levantó una ligera protesta de quienes vieron perdida su bebida, pero la pelea les hizo olvidarlo pronto. La pelirroja se levantó con agilidad, llevando en su mano una de las jarras, que golpeó contra el borde de una mesa. Esgrimió su nueva arma de aristas afiladas y se enfrentó a su enemiga, que palideció y retrocedió al verla.
El pirata de cabello negro frunció el cejo. Si la prostituta armada alcanzaba el rostro de la otra iba a desfigurarla. Esperó un momento por si ésta conseguía esquivarla, pero en sus ojos grandes anidaba ya el pánico. Aquellas chicas vivían de su físico, más o menos apetecible, y pocos hombres iban a acostarse con una muchacha marcada.
Ella retrocedió otro paso y la mala fortuna hizo que resbalara en un charco de cerveza, cayendo de espaldas. El desenlace que se avecinaba acalló el griterío e hizo subir de volumen el rugido de terror de la joven, porque la ocasión fue aprovechada por la pelirroja para abalanzarse sobre ella con intención de alcanzarle la cara.
Una mano firme y tostada sujetó la muñeca de la ramera y le retorció el brazo. Luego, la empujó y la hizo aterrizar sobre las piernas de Boullant, que no desaprovechó el regalo y la besó. Ella se revolvió, decidida a retomar la pelea, pero vio que el moreno tendía su mano a su adversaria y la incorporaba.
– ¡Maldito seas, español! -rugió Pierre con voz cavernosa-. ¡Has dicho que te quedarías con la que ganara!
Miguel de Torres atrapó a la chiquilla morena por la cintura y la pegó a él. Le guiñó un ojo al francés y dijo:
– No voy a contrariar a François. Y a él le gusta la que tiene ahora sobre sus rodillas.
El aludido le respondió con un gesto de asentimiento.
– Merci, monsieur! -gritó, sobreponiéndose a las protestas de la marinería a la que había estropeado la diversión.
Mientras el español se dirigía al piso de arriba, con la chica pegada a su cadera, la pelirroja agarró a Boullant por el pelo y lo obligó a prestar atención.
– ¿Te gusta más Paulet?
– Ya has oído a mi camarada. Me gustas tú. ¿Cómo te llamas, hermosura?