Ella batió pestañas coquetamente, le hizo un mimo y lo besó en la boca. Hubiera preferido al moreno, pero el rubio que tenía enfrente tampoco estaba nada mal, y disponía de dinero para gastar. La joven conocía muy bien el sistema para que el francés se dejara hasta la última moneda con ella. Lo había hecho con otros y aquel aguerrido lobo de mar no sería menos.
– Lizzy -contestó, acariciándole por debajo de la camisa-. Me llamo Lizzy, mi apuesto capitán.
Su propia angustia lo despertó. Se incorporó, confuso y bañado en sudor, sin reconocer el lugar donde se encontraba. A su lado, una figura menuda se movió, ronroneó y acarició su torso desnudo.
Miguel suspiró, dejándose caer de nuevo sobre los almohadones. La pesadilla se repetía con desesperada reiteración y, como siempre, horrorosamente real. Se preguntó si alguna vez dejaría de revivir aquellos fatídicos episodios, si sería posible acabar con el tormento de ver a Carlota y Diego, que parecían recriminarle desde el Más Allá no haber hecho nada para salvarles la vida.
Paulet bajó la mano en una tímida caricia hasta llevarla a su ingle, pero él se la retiró con suavidad.
– Ahora no, pequeña.
– ¿Malos sueños?
– Muy malos -asintió. Echó a un lado la revuelta ropa y se acercó hasta la ventana abierta. Una suave brisa hizo ondear sus cabellos y se acodó en el alféizar, con la mirada perdida. Desde el callejón, ascendía la fetidez de la inmundicia acumulada y torció el gesto. Abajo, un montón de desechos desestimados incluso por los más miserables del lugar yacían amontonados y pudriéndose al sol. Un par de chicuelos desharrapados revolvía entre las basuras.
¿Qué hacía él allí, en un lugar tan sórdido?
Decidido, se dio la vuelta y comenzó a vestirse.
– ¿Volverás a buscarme esta noche? -preguntó la chica, desperezándose y mostrándose impúdicamente desnuda, en un último intento de llamar de nuevo su atención.
A Miguel le divertía Paulet. Lo había entretenido desde que arriaron velas y decidieron pasar unos cuantos días en la isla. Guadalupe era un pequeño pedazo de tierra en el océano, de unos 42 kilómetros de ancho; en realidad, un archipiélago formado por dos islas principales, separadas entre sí por un estrecho canal, Basse-Terre y Grande-Terre, y por numerosos islotes. Un territorio volcánico de colinas redondeadas y múltiples vertientes, con valles áridos y profundos entre los que soplaban los vientos alisios. Un lugar en el que había poco que hacer, salvo divertirse y esperar, al menos hasta que pasara el temporal que se acercaba. O eso era lo que él había pretendido hacer: divertirse.
Amenazaba tormenta, sí. Los lugareños temían los embates de la naturaleza porque los ciclones eran frecuentes, arruinaban las cosechas y deterioraban los edificios. Aunque la taberna en la que se encontraban había superado los últimos y parecía en condiciones de enfrentar muchos más, el personal se afanaba en el trajín que originaban los trabajos de prevención. Allí, al menos, contaban con una bodega repleta de ron. Y con mujeres bonitas, como la propia Paulet.
Miguel se remetió los faldones de la abullonada camisa en los pantalones mientras se preguntaba si soportaría muchos días más de pasividad. Las tripulaciones de la flotilla no estaban dispuestas a regresar al mar hasta haberse tomado un buen descanso. Para ser sinceros, él tampoco, pero lo acuciaba el impulso insano de continuar batallando, como si fuera el único motivo que lo hacía seguir viviendo. Por el momento, se sentía medianamente satisfecho.
– Vamos, levanta el trasero de esa cama, preciosa. ¿O es que te preocupa encontrarte con Lizzy? -la provocó.
– Esa bruja… -dijo ella entre dientes-. Si no me la hubieras quitado de encima, me habría rajado la cara. ¡La muy puta! Te juro que un día de éstos la mataré. Te quería para ella.
Miguel calmó el enfado femenino con una caricia. Se le acercó, se inclinó y le lamió uno de los oscuros pezones. Paulet gimió y le echó los brazos al cuello.
– ¿Te gusto, mon capitaine?
– Mucho.
Ella le puso un dedo en el mentón y afirmó:
– Pero hay alguien más en tu cabeza, ¿verdad?
Miguel se puso tenso. En sus labios apareció una mueca de desprecio que no pudo ocultar.
– ¿Alguien más?
– Otra mujer.
Los ojos de él despidieron fuego un breve instante, pero la chica apenas tuvo tiempo de verlo. Sin responder, Miguel se sentó en el borde del lecho y se calzó las botas, y después recogió su sable y su pistola.
Paulet lo observaba con atención. ¿Qué era lo que laceraba el corazón de su aguerrido pirata? Intuía que le habían hecho mucho daño en el pasado, y lo lamentaba, porque el capitán De Torres era un ejemplar magnífico al que ella hubiera querido conquistar. Sin embargo, adivinaba que lo que lo hería era tan fuerte y estaba hundido de tal modo en su alma, que nada podría arrancarlo de allí. Y si era una mujer, como ella temía… ¿quién podía luchar contra un fantasma?
Miguel envainó el sable de un golpe seco. La sencilla pregunta lo había lanzado, una vez más, al tobogán del odio. Lamentó mostrarse arisco, porque Paulet había cumplido bien y le proporcionaba los momentos de solaz que necesitaba. Pero había dado en el blanco y eso lo irritó. Sí, había otra mujer que horadaba su mente, su corazón y hasta su alma, provocándole un dolor sordo que no lo abandonaba.
Una mujer a la que odiaba.
Una mujer a la que deseaba como un estúpido, aun sabiendo que nunca sería suya.
Siempre la hubo, desde que sus pies pisaron Jamaica.
– No digas tonterías -dijo al fin-. Contigo no se puede echar de menos a ninguna otra.
Rebuscó en su chaqueta y sacó una bolsa de monedas que lanzó sobre la cama. Ella la recogió y, al sopesarla, sus ojos se abrieron como platos.
– Búscame esta noche, capitán.
– Lo haré, muñeca -respondió, dedicándole a la joven un guiño pícaro.
Ella le tiró un beso desde la cama y se congratuló por haber conseguido arrancarle una sonrisa.
19
El buen humor de Miguel, no obstante, era sólo aparente. Al llegar al salón, el revoltijo de cuerpos borrachos y olores concentrados le desagradó. Por entonces, mujeres desconocidas y hombres ahítos de ron eran sus compañeros, sí, pero no por eso se sentía cómodo con sus desenfrenadas juergas, que, por otro lado, no podía eludir.
Cogió una manzana, agarró una botella del gollete y salió a la calle. Buscó un lugar tranquilo, junto a la entrada del puerto, se recostó en una pared y mordisqueó la fruta acompañándola de frecuentes tragos.
El océano estaba revuelto, como su estómago. Como sus recuerdos, que volvieron a aguijonearlo, insistentes. Pero un sol débil aparecía en lontananza.
Su carrera había sido meteórica.
Desde que fue descubierto, varias millas mar adentro de Port Royal, atado a uno de los cabos de la fragata de Boullant, su vida había dado un giro de ciento ochenta grados. Lo habían izado a cubierta exánime y sólo más tarde, cuando despertó, se enteró de que a bordo del Missionnaire se había desatado una discusión sobre qué hacer con el polizón.
Las marcas que Edgar Colbert le había dejado en la espalda y las de sus muñecas confirmaron a los franceses que no se trataba de un espía inglés. Fue lo que le salvó la vida y evitó que lo lanzaran de nuevo al mar o lo colgaran. Boullant aceptó tenerlo a bordo, al menos hasta que despertara. Después, ya vería si lo hacían caminar por la plancha para pasto de los tiburones.
En cuanto despertó, lo llevaron, maniatado, a la cabina del capitán francés. François y Pierre lo interrogaron y Miguel no desperdició la ocasión de sacar la bilis tanto tiempo contenida al relatarles su estancia en la isla, la muerte de Diego y su milagrosa huida durante el ataque.