– Probaremos si sabes hacer algo más que cortar caña -decidió Boullant-. Hemos perdido algunos hombres y necesito tus músculos.
Los trabajos que le encomendaron distaban poco de los que había llevado a cabo hasta entonces. Limpiar la cubierta, encargarse de los aparejos, subirse a las jarcias y ayudar al cocinero fueron algunas de sus ocupaciones. Pero un mes después de abandonar Port Royal, se presentó su oportunidad.
Dos de las cuatro naves de la flotilla pirata se habían quedado rezagadas en puerto, reparando algunos desperfectos, y al salir de un banco de niebla se dieron de bruces con dos galeones ingleses. Avistados por sorpresa, apenas tuvieron tiempo de prepararse y recibieron fuego enemigo, que acertó al Missionnaire en un costado. Varios marineros resultaron heridos o muertos y, con la cobertura del otro buque, los ingleses lanzaron los ganchos para abordarles.
Miguel no tuvo tiempo de pensar demasiado. Conocía bien cómo eran los galeones ingleses, embarcaciones de beques bajos y elegantes, con castillo de proa de una única cubierta. La ausencia de batayolas entre el alcázar y el castillo dejaban bastante expuesta a la tripulación y, en la mayoría de los casos, las borlas se reforzaban con tablas o bultos, fáciles de destrozar. Pese a ello, solían tener más artillería que los galeones mediterráneos y llevaban culebrinas de 18 o 19 libras, capaces de disparos rápidos y muy precisos a buena distancia.
Ahora estaba con aquellos hombres, con Boullant, y nadie iba a preguntarle el motivo, así que, como ya era un proscrito, hizo lo único que podía para intentar salvar la vida. Y, de paso, segar algunas de los soldados de su graciosa majestad. Recorrió los puestos de artillería gritando instrucciones, indicando hacia adónde debían dirigir los cañones. Miguel no supo si por temor o porque lo vieron tan seguro, los artilleros le hicieron caso y consiguieron alcanzar las naves enemigas.
Luego, cuando el abordaje era ya un hecho, se agenció el sable de uno de los caídos y luchó, codo con codo, con Boullant y Ledoux, con tanto coraje, que posiblemente su acero causó más bajas inglesas que ninguno.
Rechazado el ataque, lucía un tajo en el brazo derecho y otro en el muslo, pero la refriega había supuesto un estímulo y ni siquiera sentía el dolor de las heridas.
Se apoderaron del cargamento inglés y de una de las embarcaciones enemigas; la otra fue pasto de las llamas.
Boullant lo mandó llamar algo más tarde a su camarote, cuando los otros barcos de la flotilla se les unieron. Al entrar, encontró allí a los cuatro capitanes y a Ledoux, que lo observaban en silencio. El capitán del Missionnaire se dirigió a éclass="underline"
– Francamente, muchacho, contigo enfrente no me gustaría ser inglés.
Acababa de ganarse el derecho a pertenecer por completo a la tripulación, se lo apartó de los trabajos serviles y le hicieron entrega de sus armas. Demostró tener una mente lúcida y un valor inestimable cuando se trataba de abordar barcos o atacar puertos bajo protección de la Corona británica y, tanto Boullant como Ledoux y los otros tres capitanes consultaban con él antes de iniciar cualquier asalto.
En poco tiempo, su nombre empezó a sonar en los lugares donde fondeaban y, lo que era más satisfactorio, comenzó a hablarse de él con cierto temor.
Miguel sólo puso una condición: no participar nunca en ataques a barcos que llevaran como distintivo la bandera de España. Pero tampoco hacía nada por impedir que los demás abordaran esos navíos. El paso del tiempo y las calamidades lo habían arrastrado a la misma conclusión a la que Fran llegó en su día: no le debía nada a su rey, ya que sus podridas leyes fueron la causa que lo arrastró al infortunio y, como consecuencia, propició la muerte de su hermano. Necesitaba convencerse de la verdad de lo que pensaba para llevar a cabo su venganza, y lo hizo. Por otro lado, ver cómo se hundían algunas naves y les arrebataban los tesoros robados del Nuevo Mundo era su manera de resarcirse y alimentar su inquina. Siempre fue crítico con el modo mezquino en que la Corona de España se enriquecía a costa de los indígenas, así que, por ese lado, su conciencia estaba tranquila. Despojarlos de sus cofres cargados de oro no era más que robarle a un ladrón.
Se obligó a ahuyentar sus recuerdos y clavó sus ojos en el barco anclado a lo lejos. Lo invadió el orgullo al contemplar su elegante línea, sus velas recogidas y el mascarón de proa: un ángel de madera negra. Aquella nave era lo único que ahora le importaba de verdad. Era suya desde que se había enfrentado a muerte con su anterior dueño, un despreciable sujeto, allá en Providence, el lugar más apestoso de todo el Caribe. Se trataba de una fragata de tres palos, de fabricación inglesa, que había llevado el nombre de Scapula. Ligera como el viento y esbelta y grácil como una mujer. Y su interior, de un gusto exquisito, porque la cabina estaba totalmente forrada de madera, con muebles sólidos y alfombras orientales. Un verdadero lujo para un hombre de mar. Miguel realizó pocos cambios y se agenció una tripulación en La Martinica, donde había decidido fijar su residencia y donde ya se construía su futura casa.
Naturalmente, le cambió el nombre.
Ahora, aquella fragata era El Ángel Negro, y con ella barría a los ingleses para vengar la muerte de Diego y Carlota y comenzaba a ser conocida y temida, cuando no odiada, en aquella parte del mundo.
Se acercó al borde del malecón y se quedó allí mirándola. Con las piernas abiertas y los brazos cruzados sobre el pecho, en la misma postura en que se lo solía ver cuando capitaneaba su nave en alta mar.
«El Ángel Negro», se dijo, henchido de orgullo. Eso exactamente era la nave. El mismísimo príncipe de los infiernos que embestía a los barcos ingleses para enviarlos al averno. El barco le iba que ni pintado con su personalidad. Y le gustaba.
Una vez tomó posesión de él había jurado que maldecirían aquel nombre, y lo estaba consiguiendo.
Una mano se posó en su hombro y, de inmediato, Miguel se volvió, sable en ristre.
Pierre brincó hacia atrás, poniendo distancia entre él y el español.
– ¡Joder! -protestó airadamente-. Un poco más y me atraviesas. ¿Te has vuelto loco?
– Disculpa. -Envainó el acero y se concentró de nuevo en su nave-. Pero no vuelvas a acercarte a mí tan sigilosamente. Puede que en otra ocasión mis reflejos fallen y en efecto te encuentres ensartado como una aceituna.
A Pierre le hizo gracia la advertencia. Tendrían que pasar años para que los reflejos de aquel hijo del diablo se desvaneciesen. Era rápido como un latigazo, hábil con el sable y la pistola y peligroso como una serpiente. Desde que lo conocía, nadie había conseguido ganarle a espada. Tampoco era fácil pelear con él con los puños, porque, el muy maldito, saltaba de un lado a otro con tanta rapidez que apenas era posible acertarle. En la mayoría de las ocasiones, cuando su contrincante lograba por fin darle, ya llevaba encajados un par de mazazos que lo tenían aturdido.
La primera vez que Pierre lo vio luchar se rió a placer. Comentó que parecía un saltimbanqui. Pero Miguel solía ganar sus peleas sin permitir que su rival le tocase la cara. Así que le pidió al español que le enseñara. Sus clases resultaron fructíferas y ahora él también alardeaba de su habilidad.
– Es tan bonita como una mujer, ¿verdad? -le preguntó a Miguel, admirando la silueta de la fragata, bañada en esos momentos por los rayos de un sol mortecino.
Éste lo miró por encima del hombro y sonrió.
– Más que ninguna mujer -apostilló.
– Cuida que no te la arrebaten, mon ami -le advirtió-. Es una belleza que suscita envidias. Como tú.
– Que sigan envidiándola. -Se encogió de hombros.