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– Depardier es uno de sus más fervientes admiradores.

Al oír el nombre del capitán del Prince, le dedicó toda su atención.

– Depardier es un necio -respondió con hastío.

– Pero pelea bien. Y sabe cómo arrastrar a una tripulación a la rebelión.

– ¿Qué quieres decir?

– Bueno… -Pierre se masajeó el lóbulo de su oreja derecha donde lucía un pendiente, regalo de una muchacha de hacía mucho tiempo, y echó a andar, seguido por Miguel-. He oído por ahí… Ya sabes, habladurías de taberna y de borrachos… Está ofreciendo un cinco por ciento de los beneficios de los abordajes a algunos de tus hombres. Se entiende que de la parte que le corresponde al capitán, claro está.

Una ráfaga de viento le echó al español el cabello sobre sus ojos y él se lo apartó con un rápido movimiento que hizo brillar el aro de oro de su oreja. Una lenta y demoníaca sonrisa embelleció su atractivo y tostado rostro. De repente, se echó a reír y Pierre no entendió qué era lo que le hacía gracia, porque lo que acababa de contarle implicaba un peligro cierto. ¡Por todos los delfines del océano! Depardier estaba intentando sublevar a su tripulación contra él y se lo tomaba a broma.

Miguel le palmeó el hombro para tranquilizarlo. Entre ellos se había establecido un vínculo muy fuerte desde que le salvara el cuello al francés en más de una ocasión. Sabía que Ledoux haría cualquier cosa por ayudarlo, incluso arriesgar su propia vida. Y el sentimiento de camaradería era mutuo.

– No te preocupes, yo lo arreglaré.

– Seguro. Seguro que lo haces, sí. Pero ¿no pensarás matarlo?

– Es posible -respondió enigmático-. Parece que tienes fijación por eliminarlo.

– Es un mal bicho. Fran no confía demasiado en él tampoco, pero dice que lo necesita. Cualquier día nos traicionará. ¿Vas a matarlo? -insistió.

– Es posible -repitió Miguel.

20

Días después de aquella conversación, surgió la oportunidad de hacerlo y, contra todo pronóstico, Miguel no quiso aprovecharla.

Boullant había invitado a sus cuatro capitanes y a sus segundos a su hacienda, una bonita propiedad al norte de La Martinica y muy próxima al terreno que Miguel de Torres había comprado.

En total había diez hombres y, aunque parecía una reunión entre colegas con el único fin de divertirse y descansar durante un par de días del bullicio de Guadalupe, donde las tripulaciones seguían gastando su dinero, Miguel presintió que se trataba de algo más.

Y no se confundió.

Tras una opípara cena preparada por Juliet, la cocinera-ama de llaves de Boullant, una indígena de color café con leche de edad indefinida y mal carácter, llegaron las copas. Y Fran los hizo partícipes del motivo por el que estaban allí.

– Si nuestros muchachos siguen gastando el dinero como hasta ahora, pronto deberemos hacernos de nuevo a la mar.

Tras varios meses embarcados, la perspectiva de volver a navegar no levantó entusiasmos.

– Por mi parte, empiezo a tomarle aprecio a esta hacienda y sus comodidades. Pero los hombres lo exigirán en cuanto se les vacíe la bolsa. Quiero saber con quién cuento.

– Siempre te hemos seguido, Fran, pero ¿por qué no esperar unos días más? -quiso saber el capitán del Delfín, un tipo alto y delgado como un junco, picado de viruela, que respondía al nombre de capitán Cangrejo.

– Estoy con él -convino Barboza, el portugués que tenía a su cargo el São Basilio.

– ¿Y tú, Adrien?

– Por mí podemos izar velas mañana mismo. -Se encogió de hombros y miró a Miguel, que parecía no seguir la conversación, abstraído en su propio mundo y manoseando su copa-. ¿Qué dices tú, español?

Directamente interpelado, Miguel levantó la vista.

– Yo no tengo casa aún -dijo-. Y falta mucho para que mis tierras estén listas para plantar. Nada me retiene en La Martinica por tanto. Lo que votéis, estará bien para mí.

– De acuerdo. Pierre, te toca. Diles lo que sabes -le indicó Boullant a su segundo.

La opinión del francés era muy considerada aunque solamente ostentaba el cargo de contramaestre. Mientras que el resto de los de su rango tenían voz, pero no voto, a él se le concedían ciertos privilegios.

– Tres navíos de bandera inglesa saldrán de Port Royal con rumbo al viejo continente. -Guardó un corto silencio que llenó de intriga o codicia los ojos de unos y otros-. Maderas, azúcar, café y cacao, amén de la recaudación de unos cuantiosos impuestos con destino a las arcas de su graciosa majestad.

El capitán del Prince recibió la noticia como el maná.

– Parece un bocado apetitoso.

– Por eso os he reunido, mes amis. Tal vez debamos salir a su encuentro, los interceptamos y… voilà!

El nombre de Port Royal le removió a Miguel las entrañas, pero no dijo nada. Dejó que los otros se enfrascasen en la discusión sobre la conveniencia de soltar amarras cuanto antes. Al final, acordaron conceder un par de jornadas extra de diversión a las tripulaciones. Y él estuvo de acuerdo. Hasta aquel momento, se decantaba más por prolongar su estancia en La Martinica, supervisando el trabajo de su futura casa y de sus tierras, aunque se guardó de decirlo. Pero aquella circunstancia lo cambiaba todo. Volvían a ponerle un cebo que no quería ni podía despreciar. Y, a fin de cuentas, la persona que había contratado para que llevara las riendas de sus propiedades, que no era otro que el cuñado de la criada de Boullant, se estaba moviendo con diligencia y él le tenía total confianza.

Salir a la caza de ingleses le resultaba mucho más atrayente que ejercer de hacendado.

Una vez acordado el plan de acción, sirvieron otra copa y Depardier le dio una orden a su segundo, que asintió y se fue.

– También yo tengo una sorpresa para esta velada -les dijo, enigmático.

Su hombre de confianza regresó poco después, tirando de una cuerda a la que iba amarrado por el cuello un muchachito delgado y asustado. Un tirón al entrar lo obligó a caer de rodillas y Miguel vio de inmediato, con enorme desagrado, que le habían lacerado la piel. El crío no dejó escapar una queja, pero lágrimas de dolor resbalaban por sus enjutas mejillas.

– Lo descubrí junto a la taberna. El muy piojoso habla francés, pero no lo es -les informó Depardier-. Juraría que es inglés y que nos va a dar mucha información.

El maltrato a seres indefensos, que Miguel había sufrido en propias carnes, no era algo que pudiera digerir. Le repugnaba. Y mostraba, por otra parte, el alma cruel de Adrien.

El chico, arrodillado y sin levantar la vista del suelo, temblaba de miedo.

– ¿Y qué importancia puede tener para nosotros un crío, sea de donde diablos sea? -lo interpeló-. ¿O es que ahora tememos a los niños de pecho?

El tono de mofa hizo tensarse al francés, que se revolvió.

– ¡Yo no le temo a nadie, español! Pero he llegado a la conclusión de que el chico es un espía.

– ¡Valiente memez! ¿Un espía? ¿De quién? Si acaso, el chico de los recados de la furcia con la que te acostaste anoche. Por cierto, ¿ya le has pagado sus servicios?

Adrien se levantó como impulsado por un resorte para responder a la provocación, pero Ledoux se interpuso entre ambos.

– No quiero peleas en mi casa, caballeros -advirtió Boullant.

– Es solamente una criatura -opinó el portugués.

– Deja que se vaya, amigo -intervino un tercero-. No es más que un niño.

Pero Depardier no se echó atrás. También odiaba todo lo que fuera inglés y creía a pies juntillas que el mocoso era algo así como un informador. Miguel se esforzaba por comprender qué veía en el niño que lo soliviantaba tanto. Era un fanático, ya no le cupo ninguna duda. Y peligroso.