A bordo, Miguel y Diego de Torres no perdían de vista a las personas que habían ido a despedirlos después de que el Tribunal dictó sentencia: condenados a destierro perpetuo.
El fallo había caído en la familia como un jarro de agua fría. Esperaban cualquier otro, incluso la horca, pero no aquel que les robaba la honra y los humillaba. Sin embargo, Alejandro y su esposa habían dado gracias al Cielo por la condena. En Maracaibo tenían amigos y, en cuanto se supo la decisión del tribunal, se pusieron en contacto con don Álvaro de Requejo pidiéndole que acogiese bajo su protección a los dos jóvenes.
– Al menos -se consolaban Alejandro y su mujer-, no estarán muertos y podremos reunirnos con ellos en algún momento.
Diego opinaba lo mismo que sus padres y su tío, pero no así Miguel, para el que el destierro era la mayor degradación, una vergüenza insoportable. Amaba España. Cada montaña, cada río, cada pueblo… Sus colores, sus olores y sus gentes. El destierro de por vida era peor que la misma muerte.
Escucharon las instrucciones del capitán ordenando levar anclas en cuanto retiraron la plancha de desembarco y el galeón comenzó a moverse lenta pero inexorablemente, alejándose de tierra firme. Diego levantó la mano para despedirse de sus padres y su tío, esforzándose por contener unas lágrimas que pugnaban por desbordarse. Miguel, por su parte, no hizo nada, se quedó allí, junto a la borda, serio y mudo. Ya había hecho y dicho todo lo que debía antes de subir por la pasarela. ¿Qué le quedaba ahora? ¿Prolongar la pena? Con un nudo en la garganta, pasó el brazo por los hombros de su hermano menor, jurándose que lo cuidaría hasta la muerte y que, algún día, aunque él no estuviese dispuesto a regresar jamás, conseguiría que Diego volviese a la tierra que lo vio nacer. La rabia no le permitía pensar con claridad, aunque ya había decidido no pisar nunca más tierra española. España les había dado la espalda y ahora no eran más que hombres sin patria ni rey. Por tanto, que nadie le pidiese cuentas de allí en adelante.
Cuando las siluetas de sus familiares estuvieron tan lejanas que ya era imposible distinguirlas, Miguel instó a su hermano a bajar al camarote que les habían asignado. Diego, secándose las lágrimas con la manga del redingote, avanzó con paso inseguro.
Miguel echó una última mirada hacia tierra. Atrás quedaba todo: su casa, su familia, sus amigos. Su vida. Era hora de hacer frente a una nueva existencia lejos de todo aquello que había conocido hasta entonces. Apretó los dientes y siguió a su hermano hacia la panza del galeón, con la desesperante seguridad de que su vida en Maracaibo iba a ser un infierno.
Maracaibo. 1668
A pesar de sus negros augurios, Miguel de Torres se confundía con respecto a lo que iba a ser su existencia en el Nuevo Mundo.
Refundada en 1568 con el nombre de Ciudad Rodrigo, en homenaje a la ciudad natal del español Alonso Pacheco, Maracaibo se asentaba en la orilla occidental de un estrecho brazo marino que unía el lago del mismo nombre con Venezuela. No contaba con demasiados habitantes, ya que era un puerto mediano debido a la lengua de arena que obstruía el paso entre el lago y el mar. Pero aun así, resultaba interesante y heterogénea. Las exportaciones de café representaban la parte del león del tráfico portuario y Álvaro de Requejo era un hombre afable, rechoncho y algo colorado, que de inmediato sintonizó con ellos por su alegría innata y sus buenos modales.
Su hacienda, «Linda Rosita», era una tierra próspera. La llamó así en memoria de su esposa fallecida. Ella no llegó a pisar tierras americanas, pues pereció durante la larga travesía que agravó su enfermedad larvada, y que él desconocía. Al principio, según les contó a Diego y Miguel, se hundió en el desamparo, solo y a cargo de una criatura de dos años. Pero en esos momentos, rayando los sesenta, se consideraba a sí mismo razonablemente feliz. Su hijo había muerto en un enfrentamiento con los indígenas del interior, pero le quedaba su nieta, una muchacha preciosa que acababa de cumplir los diecisiete años: Carlota. La joven, díscola, coqueta y atrevida, consiguió paliar, en cierta medida, la desesperanza de Miguel y Diego.
Éste se enamoró de inmediato de ella. Claro que era muy enamoradizo, y allá en España se le habían conocido unas cuantas aventuras. Bebía los vientos por Carlota, que coqueteaba con él a su antojo. Pero la chica no correspondía a su devoción, porque ella se había enamorado perdidamente de Miguel desde que lo vio por primera vez. Y no hacía nada por disimularlo, lo que sacaba a Diego de sus casillas.
Al principio, Miguel no quiso saber nada de la muchacha. La trataba con suma cortesía, claro, porque era la nieta del hombre que los acogía. Y, por otra parte, por nada del mundo deseaba contrariar a su hermano. Pero ella era insistente hasta el punto de que Diego se convenció de que su dedicación hacia la joven era una batalla perdida. Sólo entonces Miguel comenzó a plantearse seriamente sentar la cabeza y crear una familia.
No amaba a Carlota, aunque se había formado entre ellos un vínculo de cariño. Hasta entonces, ninguna mujer había dejado huella en él. Sin embargo, llegó a apreciar a la muchacha lo suficiente como para pensar en el matrimonio.
Carlota era empecinada y se había propuesto conquistar al gallardo español. Se lo confesó a su abuelo y al mismo Miguel con todo el descaro del mundo. Meses más tarde, él pidió formalmente su mano.
– ¡Di que sí, abuelito! -gritó, llena de júbilo, enlazándose a su cuello-. ¡Vamos, di que sí! ¡Por favor!
Don Álvaro era dichoso con el alborozo de su nieta, pero el cejo fruncido de Miguel lo retuvo. Al parecer, la petición desagradaba al joven.
– Creo que Miguel no está de acuerdo.
– ¡Oh, vamos! -protestó ella-. No voy al fin del mundo, es sólo un viaje muy corto. Y Elisa me espera.
Elisa era una íntima amiga que vivía en Maracay y que acababa de contraer matrimonio hacía tan sólo dos meses. La carta recibida supuso la excusa que Carlota utilizó para intentar escapar, durante unos días, del aburrimiento que suponía permanecer ociosa en la hacienda. La carcomía la rutina de «Linda Rosita» y el alejamiento del entretenimiento y las diversiones de la ciudad. Los hermanos De Torres, por el contrario, se habían integrado completamente y dedicaban todos sus esfuerzos a optimizar la explotación. Diego demostró poseer un manejo fácil para los números y se encargaba de las cuentas de la hacienda. Y don Álvaro no podría haber encontrado a nadie mejor que Miguel para que le representara en las conversaciones con los intermediarios, para la venta de las cosechas. El español no se arrugaba y conseguía muy buenos precios con los que mejoraba los rendimientos y podía hacer mayores inversiones. Desde su llegada, «Linda Rosita» había prosperado de modo espectacular.
A Carlota, el buen funcionamiento de la hacienda le importaba poco. No entendía de sacos de café y se aburría. Su único afán eran las escasas fiestas sociales y perseguir a Miguel sin tregua.
– Es un viaje peligroso -dijo él.
– Entonces, ven conmigo -se le insinuó, acercándose mimosa.
Miguel se decía a sí mismo que si se casaba con aquella belleza de ojos almendrados y oscuros, no iba a darle un momento de respiro en la cama. Ya había tratado en varias ocasiones de llevarlo a su alcoba. Era una mujer apetecible, hermosa y chispeante, pero él se regía por un código de honor y por el respeto que le debía a don Álvaro. Intentaba, por tanto, por todos los medios a su alcance, guardar las distancias con la joven, y desahogaba sus necesidades en esporádicos encuentros en las tabernas del puerto, como tantos otros.
– Sabes que no puedo, Carlota. Voy a entrevistarme con compradores y negociaremos transacciones importantes.