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– ¡Vamos, cabrón, habla! -Depardier estiró de la cuerda que sujetaba al muchacho-. Confiesa quién te envía a espiar.

Miguel apretó los puños y se le fue acercando despacio. Pierre advirtió su movimiento y se hizo a un lado al captar el brillo demoníaco de sus ojos. Medio sonrió, dando por sentada ya la muerte de Adrien.

Casi nadie veía con buenos ojos la obcecación de éste, pero no podían intervenir si querían mantener la armonía. Fran decidió que, si la cosa iba a más, arrancaría al chico de sus garras a pesar de las consecuencias.

– ¿Qué… Qué des… desea saber…, señor?

El francés lo agarró de la andrajosa túnica que lo cubría y lo levantó dos palmos del suelo. Luego lo abofeteó y lo soltó. La túnica se desgarró y los ojos de Miguel volaron hacia las marcas que cruzaban la esquelética espalda del niño.

Se interpuso, evitando que a éste lo alcanzara una patada y se le despertó el deseo salvaje de acabar de una vez por todas con aquel desgraciado desequilibrado. Pero estaba en casa de Fran y eso le impidió dar rienda suelta a la rabia que se le estaba acumulando.

– ¿Eres súbdito de Inglaterra? -le preguntó, anteponiéndose a Depardier.

El crío lo miró con respeto. Ya no era el tipo hosco, malcarado y desaliñado quien le hablaba, sino un hombre de ceñido pantalón negro, camisa abullonada del mismo color y botas de caña alta. Negó con la cabeza, porque las palabras se le atascaban en la garganta.

– ¿No eres inglés?

– No, señor -consiguió articular-. Bueno… mi padre nació en Dover, pero mi madre era belga.

– ¿No os lo había dicho yo? -se jactó Depardier.

– ¿Y dónde están ahora?

– Murieron. Por las fiebres. -Se limpió la nariz con el dorso de la mano-. De eso hace unos cuatro años, señor.

– Y tú, ¿cuántos tienes? -quiso saber Miguel, hablándole ahora en un francés fluido.

– Casi catorce, señor.

– ¿Casi?

– Me faltan sólo diez meses para cumplirlos -respondió, sacando pecho.

A Miguel le agradó el gesto, pero evitó demostrarlo.

– Eres un mocoso -le dijo. Entonces, se volvió hacia Depardier-. Un mocoso cuyo cuerpo aún no está desarrollado para aplicarle el látigo.

– Es mi prisionero. Y con él hago lo que quiero. ¡Y te digo que es inglés! Los huelo a millas de distancia.

– Yo diría que a quien se huele a distancia es a ti -lo insultó Miguel para aguijonearlo.

– Nací en Bélgica -se aventuró a explicar el chico, con lo que de nuevo atrajo la atención hacia él-. Mis padres murieron en el barco y el capitán Marcel Griñot se hizo cargo de mí hasta hace poco.

– ¡Griñot! -masculló Depardier-. Un inútil que no distinguía una foca de una rana. ¡Y que además está muerto!

– Entonces no podemos interrogarlo, ¿verdad? -continuó Miguel con su aplomo habitual.

Ledoux y los demás observaban la escena en silencio. Ninguno de los presentes quería enfrentarse abiertamente a aquel perturbado, ni entrometerse entre él y su prisionero, porque cada capitán mantenía su independencia, y lo que hicieran cuando no batallaban en mar abierto era cosa suya. Pero, en el fondo, rabiaban porque De Torres lo pusiera en su sitio.

– ¡No hace falta interrogar a nadie! -zanjó Adrien-. El chico es mío y se acabó. Lo he hecho traer para divertirnos un poco, pero… -esbozó una sonrisa ladina-, si a nuestro joven y delicado capitán español le molesta… -Sorteó a Miguel, agarró la cuerda y tiró del chico para llevárselo antes de que el otro captara su sarcasmo.

Una garra de acero atrapó su muñeca.

– Te lo compro.

El francés echó la cabeza hacia atrás y se rió en su cara.

– No está en venta. Le debo un favor a un fulano de Guadalupe al que le gustan los mocosos.

Un relámpago negro atravesó las pupilas de Miguel, y sus palabras sonaron a cantos celestiales en los oídos de Pierre cuando dijo:

– Entonces, batámonos por el chico.

Adrien perdió parte de su aplomo al oírlo y soltó a su presa, que retrocedió de inmediato hasta un rincón. Entrecerró los ojos, fijos en Miguel, y adelantó el labio inferior, como si meditara sobre el reto. Era una inmejorable propuesta para él, la oportunidad que había estado esperando. Miguel tampoco era santo de su devoción. Lo envidiaba por ser como era, por tener una tripulación que llegó a su barco siendo escoria y se había convertido en la mejor de las cinco naves de la flotilla, por ganarse a las mujeres con su sola presencia. ¡Y por capitanear El Ángel Negro! Y ahora se lo ponía en bandeja.

– Batirme por una ruina como ésta sería de idiotas, español. Pero podríamos hacerlo por algo más -sugirió.

– Muestra tus cartas.

– Si soy el vencedor, me quedo con El Ángel Negro.

Miguel se puso muy serio brevemente y luego estalló en carcajadas.

– ¡Acabáramos! -dijo-. ¡Nada menos que El Ángel Negro, condenación!

– Si no quieres perderlo, olvídate del chico.

El rostro de Miguel fue todo concentración. No dijo nada y se encaminó a la puerta. Se miraban unos a otros preguntándose si el aguerrido español había desistido. Y Depardier se ufanó ante ellos… hasta que se oyó:

– ¡Empecemos, no tengo toda la noche!

Adrien se abalanzó hacia la puerta y todos los demás lo siguieron a una.

– ¡Luces aquí! -pidió Boullant.

Sus criados se afanaron en distribuir antorchas por el patio, que en poco tiempo quedó tan iluminado como el salón. Los dos rivales se estudiaban en silencio. El resto formó un círculo en torno a ellos y, antes de que comenzara el duelo, ya habían tomado partido por uno u otro y empezaron a jalearlos. A Depardier lo apoyaba su hombre de confianza y el segundo de a bordo del portugués. Los demás animaban al español. Salvo François, al que no le gustaba meterse en las refriegas de sus capitanes. Ledoux, sin embargo, ardía en deseos de ver a Adrien ensartado.

Algo apartado del corrillo, pero con una visión perfecta debido a su elevada estatura, un hombretón fornido y hosco que apenas había abierto la boca desde que pisaron la hacienda pasó un brazo sobre los hombros del niño y lo mantuvo a su costado. Armand Briset, contramaestre y lugarteniente de Miguel, estaba seguro de quién iba a ser el ganador de aquella pelea. La criatura se pegó más a él cuando se escuchó el siseo de los sables al salir de sus fundas, y el hombre le revolvió el sucio cabello.

– No te preocupes, hijo. Si el capitán no acaba con ese cerdo, lo haré yo.

Los contrincantes tomaron posiciones. Se midieron moviéndose en círculos y luego los aceros chocaron.

Agarrado a los faldones de la chaqueta de Briset, el muchacho asistía al combate con los ojos muy abiertos. El francés se movía con maestría, pero era algo lento, su cuerpo macizo lo ralentizaba. Sin embargo, el otro, el que vestía de negro y se estaba batiendo por él, era ágil y se mostraba seguro de sí mismo. Armand también veía los movimientos felinos de su capitán. Era como ver a un gato jugando con un ratón. Atacaba y retrocedía, lanzaba un mandoble a la derecha y otro a la izquierda, luego arriba, abajo, de nuevo arriba…

En cada golpe, saltaban chispas. Sus seguidores los animaban, pero ninguno de los dos rivales parecía escucharlos, concentrados como estaban en su contrario.

Depardier lanzó un golpe terrorífico y Miguel lo paró a duras penas. La fuerza del mandoble hizo que éste resbalara sobre las baldosas del patio y entonces el francés atacó con más brío, seguro ya de tener su alma en el filo del sable y, lo que era mejor, El Ángel Negro. Pero erró, porque el español no sólo se recuperó en un segundo sino que contestó a su lance con una serie de golpes en aspa que lo obligaron a retroceder.