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– Seguramente.

– ¡Pienso bailar con los tres capitanes!

Kelly se echó a reír. Por fortuna, Virginia conseguía que el trayecto resultara entretenido, siempre se le ocurría algo para matar el tiempo. Además, había conseguido que su tío le regalara a Lidia -a la que firmó los papeles de libertad en cuanto subieron al barco, teniendo como testigos al capitán y al contramaestre- y la muchacha había resultado ser una camarada estupenda y dicharachera. Seguramente, era el efecto de saberse una persona con derechos. Aunque si tenía que ser sincera, la que más hacía por evitarles el aburrimiento de tantos días de navegación era Amanda Clery, la dama de compañía sesentona de Virginia, de la que su amiga no pudo desprenderse. No había parado de contarles anécdotas de su tierra, Irlanda, desde que embarcaron.

– Veo que la perspectiva de la fiesta las ha puesto de buen humor, señoritas -oyeron tras ellas.

– Buenas noches, capitán -saludó Kelly-. Mi amiga me estaba informando sobre el acontecimiento de mañana. Realmente, nos vendrá bien un poco de diversión.

– Haremos lo posible para que no piensen que los viejos lobos de mar somos aburridos. -Sonrió él-. Pero ahora les ruego que regresen a sus camarotes.

– Apenas se nos permite subir a cubierta -se quejó Virginia.

El rostro curtido del capitán McKey se suavizó. No era alto, aunque sí fornido, y su cara resultaba demasiado angulosa para ser agradable, pero era un buen hombre y había demostrado con creces ser un excelente marino y un perfecto anfitrión.

– Recuerden, señoritas, que no viajan en una nave de pasajeros y que tardaremos aún un tiempo en pisar tierra. No es conveniente que la tripulación las tenga a la vista, no sé si me explico… Si surgiera algún inconveniente…

Eran razones de peso y ellas así lo entendieron; ya habían sido advertidas antes de subir a bordo. Además, ¿cómo oponerse cuando únicamente la intervención del padre de Kelly había conseguido aquellos pasajes? ¿Cómo no iban a concederle eso, al menos, si el hombre había admitido a cuatro pasajeras, requisando el camarote de uno de sus hombres de confianza? Le debían demasiado y no iban a ser ellas las que le causaran ninguna preocupación. De sobra sabían que las mujeres a bordo de un barco, durante una larga travesía, podían suponer problemas. Y no olvidaban que ellas también se exponían a un grupo numeroso de hombres que no pisaban puerto desde hacía demasiado tiempo. Así que acataron de buen grado salir a cubierta sólo durante la noche y por espacios cortos de tiempo.

McKey las acompañó hasta su camarote y luego se despidió deseándoles feliz descanso.

El día siguiente amaneció nublado y Kelly, asomándose al ojo de buey, soltó una maldición. Esperaba un día espléndido, como los anteriores, pero los elementos parecían oponerse a festejar el aniversario del capitán.

Rezó durante el resto del día para que el tiempo mejorase y la fiesta pudiera celebrarse en la cubierta del Eurípides, pero el tiempo empeoraba visiblemente según avanzaban las horas.

A pesar de la amenaza de tormenta, el capitán ordenó arriar un bote para trasladarlas hasta el otro barco, y sus cuatro pasajeras, su contramaestre y él mismo, subieron a la chalupa que los llevaría a la nave nodriza.

Se sentían relativamente seguras navegando en compañía de dos navíos más, porque, según comentó el capitán McKey, era menos probable que los piratas los atacaran; circunstancia que no se daría de viajar un barco en solitario. Además, tanto el Spirit of sea, la nave en la que ellas viajaban, como el San Jorge, iban armados para la defensa del Eurípides, que era el de mayor envergadura y el que llevaba el cargamento más pesado y valioso.

La pequeña chalupa se meció como un cascarón durante el corto trayecto de una nave a otra, pero las muchachas disfrutaron del recorrido, porque se trataba de algo inusual y representaba una aventura. No pensaban así Lidia y la acompañante de Virginia, cuyos estómagos se rebelaban.

En cuanto subieron a cubierta, el capitán Tarner y el capitán del San Jorge, Ferguson, les dieron la bienvenida. Aquella noche iba a ser especial, incluso para las tres tripulaciones, para las que se había abierto en cada buque un barril de ron.

Dado que el tiempo no ayudaba, se había dispuesto un comedor en las propias dependencias de Tarner, amplias aunque espartanas. A Kelly la enternecieron las guirnaldas color rosa, deficientemente confeccionadas por los marineros, con las que habían adornado el camarote; pero era sólo un detalle en honor a ellas y así lo agradecieron. Había comida y bebida en abundancia y los marineros que se disponían a servir la cena iban razonablemente vestidos y aseados.

En un desafinado coro, felicitaron al capitán McKey, brindaron por sus veinticinco años de servicio en la marina y se sirvió el primer plato. Como era obligado, una deliciosa sopa de tortuga.

Kelly estaba segura: aquella noche iba a ser especial.

Iba a serlo, pero por motivos distintos a los que ella imaginaba.

Relativamente cerca del espacio marino que ocupaban las tres embarcaciones inglesas y amparado por la creciente oscuridad, alguien los mantenía bajo el objetivo del catalejo.

Desde el Missionnaire se hicieron señales con banderas y la flotilla pirata de Boullant comenzó a tomar posiciones. La información obtenida sobre los buques ingleses había sido acertada. Sabían lo que transportaba cada uno, sobre todo lo que almacenaban las bodegas del de mayor envergadura.

Antes de salir en su persecución, se habían especificado los objetivos y cada capitán tenía claro cuál era el suyo. El Missionnaire y El Ángel Negro, los mejor armados y más veloces, atacarían el Eurípides como uno solo. Depardier se encargaría del Spirit of sea. El portugués y el capitán Cangrejo abordarían el San Jorge. Después, las ganancias se repartirían de modo equitativo. Era una norma que jamás se incumplía si se quería continuar perteneciendo a la flota.

El temporal que se avecinaba les favorecía y Miguel rabiaba ya por entrar en combate y medir su sable con los ingleses.

El arrogante capitán de El Ángel Negro bajó el catalejo, pero, aun así, sus ojos seguían clavados en la silueta de las tres naves enemigas que se recortaban en la distancia.

– Vamos por ellas, Briset -le dijo a su segundo-. Sólo un poco más -miró al cielo rogando que estallara la tormenta de una vez-, y vamos a por ellas.

Como si todos los dioses hubieran escuchado su súplica, el cielo se abrió y gruesos goterones de lluvia barrieron la cubierta. Armand Briset se apuró en dar las órdenes oportunas y el esbelto casco surcó las aguas tan sigiloso como las alas de la muerte.

Miguel echó un rápido vistazo a los miembros de su tripulación e inspeccionó desde su posición la artillería. Había prescindido de las armas de gran calibre, pesadas y poco eficaces. Prefería llevar su nave equipada con cañones de batir, de gran tamaño pero mucho más manejables, capaces de disparar munición de treinta libras de peso. Por estabilidad, se encontraban instalados en la cubierta inferior.

Los hombres se afanaban en los últimos preparativos para el ataque y el posterior abordaje, y su capitán, calado hasta los huesos, atravesó la cubierta y subió al castillo de proa para seguir las indicaciones que llegaban desde el barco de François.

Sin sospechar el peligro que los acechaba, las tripulaciones inglesas celebraban su fiesta bebiendo y cantando a pesar de la torrencial lluvia que anegaba las cubiertas y hacía bambolear las naves, escorándolas a veces peligrosamente. Con el estómago caliente de ron, poco importaba que aquella noche los elementos se hubieran sublevado.