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En el camarote principal del Eurípides, Kelly y Virginia no podían parar de bailar, disputadas por los capitanes pieza a pieza. Iban de unos brazos a otros, sin descanso. El violín que amenizaba la velada, tocado por un marinero, desgranaba sus notas, que competían con el sonido de la tempestad que azotaba fuera.

Ambas habían bebido una copita de más durante la cena y el alcohol propiciaba que se olvidaran de todo lo que no fuera divertirse y relegar el tedio del viaje. McKey disfrutaba viendo el arrojo de sus camaradas y contramaestres al disputarse a las dos muchachas.

El capitán del San Jorge le pidió un baile a la belleza mulata que acompañaba a Kelly, pero la chica rehusó, un tanto abochornada. Así que la buena de Amanda claudicó al fin y aceptó emparejarse con él después de mil y un reparos aduciendo su avanzada edad.

La celebración se desarrollaba con éxito.

Súbitamente, se abrió la puerta del camarote golpeando con estrépito la pared y un sujeto demacrado anunció:

– ¡¡Piratas!!

Lo que llegó después resultó lo más parecido a una locura general. Capitanes y contramaestres abandonaron el camarote en desbandada y ascendieron a cubierta.

McKey, a mitad del pasillo, se volvió y se asomó de nuevo al camarote ordenando:

– ¡Quédense aquí! ¡Y no salgan por nada del mundo, señoras!

Luego cerró la puerta y a ellas les llegaron voces y órdenes en cubierta, además de un arrastrar de objetos y diversos improperios. Ferguson pedía a gritos una chalupa para regresar al San Jorge y McKey ayudó a bajar un cote con el que volver al Spirit of sea para hacerse cargo de su barco y dirigir a su tripulación.

Kelly y Virginia cruzaron una mirada asustada y la señora Clery inició una letanía de llantos mezclados con rezos. Lidia, en cambio, se mostraba fría y daba indicaciones a las otras. La joven estaba acostumbrada al servilismo y al sometimiento y, por tanto, caer en manos de piratas no iba a ser más malo que la esclavitud. A fin de cuentas, no la tratarían peor de lo que lo hicieron los Colbert. Pero no pensaba en ella, sino en Kelly y en Virginia, porque las dos chicas sí que tenían motivos para temer a los desalmados que se atrevían a abordar un barco.

Cerró la puerta del camarote con pestillo y empezó a empujar uno de los pesados muebles a modo de parapeto tras la madera. Kelly, captando sus intenciones, también se puso a la tarea.

– Piratas… -lloraba ya Amanda a lágrima viva-. Piratas… ¡Oh, Señor! ¿Qué va a pasarnos? ¿Qué va a pasarnos? ¿Qué va a…?

– ¡Calla de una vez, por Dios! -se exaltó Virginia, que nunca antes se había atrevido a tanto-. ¡No va a suceder nada! Recuerda que somos tres naves y muy bien armadas. Esos desgraciados no se atreverán con todos.

Kelly la miraba de reojo y empujaba. Ella no estaba tan segura como su amiga. Había oído historias horribles acerca de la piratería. Se decía que eran hordas de hombres salvajes, temerarios y sanguinarios, que cuando decidían abordar un barco, no les importaban los peligros ni la artillería enemiga. Se le atascó el aire en la garganta y sintió una oleada de miedo ante la perspectiva de que pudieran subir a bordo. Pensar que podían acabar en manos de unos indeseables la aturdía y ralentizaba sus movimientos. El nudo frío del pánico se alojó en su estómago al darse cuenta de que, si todo salía mal, seguramente no volvería a ver a su familia.

– ¡Vamos, señorita! -le azuzó Lidia, que ya empujaba una mesa.

Kelly se repuso inmediatamente. No podía permitir que sus temores contagiasen a las demás, así que se colocó al lado de la joven y urgió a Virginia a que se les uniese.

Medianamente seguras, pues les parecía imposible que nadie pudiera abrir aquella puerta, intentaron calmarse. Kelly se sentó junto a Amanda y le pasó un brazo por los hombros.

– Virginia tiene razón. No nos pasará nada. Pero hay que estar prevenidas, por si acaso.

La mujer retomó sus rezos en voz alta y Kelly estuvo a punto de zarandearla. Lejos de ayudarla, aquellas oraciones temblorosas, cargadas de pánico, hacían que también ella volviera a sentir miedo. Se olvidó de Amanda y empezó a abrir armarios y cajones. Lidia pareció leerle el pensamiento, e hizo otro tanto. Virginia, sin entender qué hacían, las imitó.

– ¿Qué buscamos?

– Armas -respondió Kelly.

Husmearon en un arcón y se les iluminó la cara. Un sable, un par de hermosas dagas y tres pistolas. «Suficiente para empezar», se dijo Kelly. Revisó las armas de fuego y su pecho se expandió. Estaban cargadas y preparadas para ser usadas. Agradeció en silencio la previsión del capitán Tarner y les lanzó una a Virginia y otra a Lidia, quedándose ella la última.

Virginia sopesó su pistola.

– ¿Sabes cómo usarla?

– No te preocupes, he disparado más de una vez -la tranquilizó su amiga.

– Yo no, señorita -avisó Lidia.

Kelly no se amilanó, y tras una corta explicación, le indicó a la mulata qué debía hacer.

– Agárrala así… Eso es. Con fuerza. Y no te la pongas cerca de la cara.

– No sé si podré hacerlo si llega el caso, m’zelle.

– Si alguien entra por esa puerta y no son los nuestros -contestó Kelly-, aprieta el gatillo. ¡Tú sólo aprieta ese maldito gatillo, Lidia!

Mostraba entereza, pero temblaba por dentro. Y también se preguntó si ella sí sería capaz de disparar a sangre fría. Los gritos en cubierta y el rugir de los cañones contestaron en su lugar. Sí, claro que sería capaz. Haría cualquier cosa por defender su vida. Si los piratas tomaban el barco, era muy posible que todas muriesen. Pero, desde luego, Kelly se iba a llevar a alguno por delante.

Una andanada de cañonazos consecutivos atronó la noche, y Amanda intensificó sus lloriqueos.

22

El Missionnaire y El Ángel Negro fueron los primeros en entrar en combate.

Cuando estuvieron a distancia suficiente para que impactaran los cañones, Miguel hizo bocina con las manos y gritó pidiéndole al barco inglés que se rindiera.

En medio de la infernal tormenta que los azotaba no tardó en llegar la respuesta del Eurípides: tres cañonazos simultáneos que estuvieron a punto de alcanzarlos. El agua salada salpicó la cubierta de El Ángel Negro, haciendo rugir las gargantas de sus hombres, prestos a entrar en combate.

Echando la cabeza hacia atrás, el capitán De Torres frunció el cejo, preludio de violencia. Después dio orden de abrir fuego a discreción y sus cañones lanzaron una mortífera salva de salutación a los ingleses. Aunque había dado instrucciones precisas de respetar la nave, un hermoso barco cuyo hundimiento sería un desperdicio estúpido.

Al mismo tiempo, el barco de Boullant se unía a la refriega y cuatro descargas más cercaron el rumbo del Eurípides.

Entretanto, las naves de Depardier, Cangrejo y Barboza, cumplían con su cometido y tenían rodeados al San Jorge y al Spirit of sea, que se apresuraron a disparar, pero con escasa coordinación.

Los capitanes ingleses se percataron inmediatamente de su inferioridad frente a las naves enemigas. Sus tres barcos, aunque bien dotados de armamento, difícilmente podrían repeler el ataque de una flota pirata. Que no se tratase de una sola nave sólo podía significar que estaba planeado. Enfrentarse con un barco bucanero ya era un peligro; con varios a la vez, una temeridad.

El San Jorge fue el primero en izar bandera blanca.

El segundo, el barco del capitán McKey.