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Aullidos de victoria se alzaron en las cubiertas de los piratas.

Y Tarner, blasfemando como un condenado, no tuvo más remedio que imitar a los otros dos capitanes y mandar que izasen la bandera de rendición. No era la primera vez que se enfrentaba con aquel tipo de bárbaros y esperaba vivir para tomarse su revancha. Contempló con fijeza las dos banderas que ondeaban en los mástiles: la francesa y aquella otra que todo marino asociaba a sangre y crueldad: la calavera con las tibias cruzadas.

– ¡Una puta bandera negra como el infierno! -rezongó.

Ya en anteriores veces, aquel tipo de miserables había abordado su barco y requisado todas las mercancías, pero en esa ocasión lo sofocaba no haber tenido siquiera ocasión de defenderse. Sin embargo, debía pensar en su tripulación y, sobre todo, en las mujeres que ahora llevaba a bordo. Maldijo entre dientes su mala fortuna y se centró en la nave que se acercaba, ya sin precaución y dispuesta a abordarlos.

Tampoco Miguel daba saltos de alegría. Aquellos pobres diablos apenas habían opuesto resistencia y él hubiera querido un enfrentamiento en toda regla. Habían izado demasiado pronto la puñetera bandera blanca y sus principios lo obligaron a dar la orden de alto el fuego. Sabía que en no pocas ocasiones se habían hundido naves en las que ondeaba trapo blanco, pero él tenía un código de honor, y éste mandaba que no se atacase a un enemigo que se rendía.

Pero le enfurecía que le hubiesen estropeado la diversión.

Hubiera deseado que los condenados ingleses enseñaran los dientes, para arrancárselos uno a uno. Librar al mundo de unos cuantos súbditos de su graciosa majestad lo motivaba.

Inmerso en sus demonios personales no vio la maniobra del Missionnaire hasta que casi fue demasiado tarde. El jodido François intentaba llegar antes que él y ser el primero en abordar al Eurípides.

Alentado por ese nuevo reto, saltó a la baranda de babor y le hizo un corte de mangas a Fran que, desde su nave, le devolvió el jocoso saludo.

– ¡Señor Briset! -gritó a pleno pulmón. Al momento, Armand estaba a su lado-. ¡Boulant quiere ganarnos por la mano!

Briset sonrió de oreja a oreja.

– ¡Apuesto dos barriles de ron a que no lo consigue!

Entre ambos, azuzaron a la tripulación para ser los primeros en abordar a los ingleses. Se trataba de un juego entre los dos capitanes. Hasta Armand llegaba la voz de barítono de su capitán abriéndose paso entre el rugir de la tormenta, que no los abandonaba:

– ¡Cuatro barriles de ron negro si ganamos al Missionnaire, muchachos!

Decenas de gargantas bramaron como respuesta y El Ángel Negro comenzó a deslizarse sobre las aguas a mayor velocidad. En el barco de Fran se oían también voces de ánimo y eso estimuló a Miguel. Sí, era un juego que le gustaba. Desde que se uniera a la flotilla de Boullant se habían retado muchas veces. La apuesta, sobrentendida, era siempre la misma: el perdedor corría con los gastos de una noche de orgía en el primer puerto en el que atracaran, fueran cuantas fuesen las mujeres. Fran había ganado en cuatro ocasiones y él en tres, de modo que ahora tenía en sus manos la revancha.

Arracimadas en un rincón del camarote, a bordo del Eurípides, Kelly, Virginia y Lidia intercambiaron miradas llenas de miedo mientras la señora Clery continuaba con sus rezos y lloriqueos. Apenas se oía ya el clamor de la batalla salvo algunos cañonazos lejanos y el propio ajetreo del barco en el que viajaban. Y todas ellas pensaban que si las andanadas se habían silenciado con tanta rapidez, era porque alguien se habría rendido. Y, por lo que sabían, eso rara vez lo hacían los piratas.

Kelly se preguntó qué demonios estaría pasando allá arriba, en cubierta. En realidad, hubiera preferido encontrarse fuera en lugar de confinada en aquel cuarto, a la espera de acontecimientos. Nunca le gustó quedarse al margen, porque desde muy pequeña había enfrentado sus miedos. Sopesó la pistola en su mano para darse ánimos. Desconocer lo que se fraguaba sin su conocimiento la mataba de angustia. Resultaba mucho peor que participar en una batalla; allí, al menos, sabría a lo que se enfrentaba.

– Si hubiera nacido varón… -murmuró entre dientes.

– Ya te habrían matado, por terca -le contestó Virginia.

Miguel ganó aquella mano y los garfios de El Ángel Negro fueron los primeros en alcanzar la cubierta del Eurípides.

Los piratas, victoriosos, abordaron el barco inglés dando alaridos y lo ocuparon en medio de la torrencial lluvia. Miguel dio las órdenes oportunas para que se mantuviera la calma, puesto que los ingleses se habían rendido sin oponer resistencia. Tomarían para sí todo lo que transportaran de valor y se marcharían, como en otras ocasiones.

Un sujeto alto se destacó entre la tripulación inglesa para acercársele mientras los hombres de De Torres instaban a los vencidos a bajar a las bodegas, donde quedarían confinados hasta que finalizara el saqueo. Desenfundó su sable y se lo tendió por la empuñadura. Miguel lo aceptó y lo admiró complacido: era una arma perfecta y bien trabajada. Luego, con la magnanimidad del vencedor, se la devolvió.

– Soy el capitán George Tarner -se presentó-. Mi nave está en sus manos. Ruego por la vida de mi tripulación, señor, que espero sea respetada, aunque sé que no trato con caballeros -le dijo el inglés.

Miguel le dedicó una fría mirada. Si aquel petimetre supiera las ganas que tenía de verter sangre inglesa, no lo escarnecería con tanta ligereza. De todos modos, respondió:

– Tiene mi palabra, capitán. Y ahora, por favor, baje a las bodegas con sus hombres. Nosotros nos encargaremos, con mucho gusto, de aligerar su carga.

Tarner se tensó y se encaminó junto a sus hombres, pero en cuanto dio dos pasos, se volvió hacia Miguel y se encaró a él. Contempló con descaro al demonio vestido de negro y entrecerró los ojos al ver el aro de oro en su oreja. Por un instante, dudó, porque a pesar de su indumentaria, de que estaban empapados todos ellos hasta los huesos y de la rivalidad que los separaba, le dio la impresión de encontrarse ante un hombre con educación y no ante un filibustero.

– Si nos encontramos en otro momento y en otras circunstancias… -susurró-, tenga por seguro que no olvidaré su cara.

Miguel echó la cabeza hacia atrás y no dudó en dar su respuesta:

– Espero que así sea, capitán Tarner. Ahora no es el momento, pero le aseguro que tendré mucho gusto en batirme con usted en otra ocasión… si nuestros caminos vuelven a cruzarse. Ensartar a ingleses en la punta de mi sable es mi juego favorito.

Tarner encajó la pulla. Después, lo empujaron hacia la trampilla y no se resistió, aunque la cólera lo carcomía. Pensar que aquellas sabandijas lo habían vencido sin lucha y que ahora se disponían a saquear su nave era más de lo que podía soportar. Pero primaba la vida de su tripulación y, sobre todo, de las mujeres que iban a bordo. Rezó fervientemente para que ellas se hubieran escondido bien y no las encontraran. No podía prever el destino de las damas si aquella horda de aventureros daba con ellas.

La tripulación del Missionnaire se unió a la de Miguel y el pillaje comenzó de inmediato. Fran, rumiando su pequeña derrota, se le acercó a largas zancadas. Tras él, su siempre inseparable Pierre.

– ¡Maldito hijo del demonio! -masculló el francés-. ¡Espero que no me salga demasiado cara la apuesta esta vez!

– No estés tan seguro -se rió el español.

– Has tenido suerte con ese golpe de viento, bastardo.

– ¡Vamos, Fran! Mi tripulación es mejor que la tuya, reconócelo. Sólo eso. Además, les ha ofrecido unos cuantos barriles de ron y ya sabes que eso hace milagros.

Boullant asintió sonriente, le palmeó los hombros y se dirigieron al castillo de proa para supervisar el trabajo.