Mientras los muchachos se encargaban de sacar cofres y baúles de las bodegas, en las otras dos naves se llevaba a cabo una tarea similar y el San Jorge y el Spirit of sea comenzaban a ser desvalijados. Miguel y François asistían complacidos al traslado a sus respectivos barcos de la valiosa mercancía. Madera, sacos de especias, café, cacao y unas cuantas arcas cargadas de oro y plata.
– Parece que nuestro informante tenía noticias de primera mano -comentó Boullant-. Este cargamento vale una fortuna.
– ¿Qué porcentaje pidió ese confidente?
– Bastante alto, pero como ves, mon ami, va a merecer la pena.
A pesar de que el cargamento era realmente considerable y valiosa, parecía existir cierto malestar entre los hombres, que hubieran preferido conseguirla mediante la lucha. Sin embargo, ninguno se propasó con la tripulación vencida y cumplieron a rajatabla las órdenes de sus capitanes en cuanto a respetar la vida de los ingleses. Al menos en el Eurípides, pues Miguel no tenía plena confianza en que en las otras naves se hubiera obrado igual. Como Pierre, no acababa de fiarse del condenado Depardier. Trató de alejar sus dudas. ¿Qué le importaba a él si aquel desalmado acababa con toda la tripulación? Tenía cosas más importantes de las que preocuparse.
Hacerse con el cargamento del Eurípides les llevó su tiempo. La incesante lluvia continuaba cayendo y dificultaba el traslado.
– Me vuelvo al El Ángel Negro -avisó a su compañero de armas.
– De acuerdo. Yo supervisaré el transporte de las mercancías.
A caballo sobre la balaustrada y con el cabo enredado en el brazo, Miguel advirtió que algunos hombres se acercaban y parecían tener dificultades con la carga que llevaban al hombro.
¡Mujeres!
Blasfemó para sí y soltó el cabo, saltando de nuevo a cubierta. ¡Por todos los infiernos, aquello iba a causarles dificultades!
Kelly, bamboleándose sobre el hombro huesudo del tipo que la cargaba como si de un saco de maíz se tratara, se revolvió y consiguió agarrarle del aceitoso y largo cabello, del que tiró con todas sus fuerzas. El fulano se frenó, se ladeó y la dejó caer sobre la empapada cubierta sin miramiento alguno. Ella se golpeó en la caída y gritó, pero giró sobre sí misma y se puso de rodillas para incorporarse. No llegó a hacerlo. Se quedó helada al verse rodeada de tipos mugrientos que no le quitaban ojo.
Trató de pensar con celeridad. De nada había servido parapetarse tras los muebles que atrancaban la puerta del camarote, porque aquellos desalmados la habían echado abajo y entrado por la fuerza. Ellas se habían defendido, ¡por descontado que lo habían hecho! Y, de resultas de la corta y desigual pelea que se llevó a cabo, un par de filibusteros fueron alcanzados, aunque con heridas superficiales. Las redujeron con tanta rapidez que aún rabiaba. Luego se las echaron al hombro y subieron con ellas a cubierta entre risotadas, palabras soeces y más de un manoseo.
Temblaba, sabiéndose a merced de semejante gentuza. Los hombres iban aproximándose con la lujuria pintada en sus caras. Mirando a todos lados como una corza a punto de ser devorada, se dio cuenta de que no veía a nadie de la tripulación y un sollozo le subió a la garganta. ¿Los habrían matado a todos y arrojado al mar? La borda estaba cerca y a ella ni se le pasó por la cabeza darse por vencida. Era una locura, pero no pensaba quedarse allí y dejar que sus manos asquerosas la violentaran.
El tipo que la había capturado se rascaba la cabeza, allí donde ella le había dado el tirón. Sonreía como un maldito y empezó a acercarse, animado por las carcajadas y las voces de sus compañeros. El sonido se mezclaba con el rugir del mar y el trueno que descargó en la distancia. «Música de muerte», pensó Kelly.
Retrocedió. La cortina de lluvia apenas la dejaba ver, el cabello le caía sobre el rostro en greñas empapadas y el vestido, chorreando agua, le pesaba tanto que le impedía moverse con soltura. Apretó los dientes para sofocar su miedo ante las intenciones de aquel sujeto que, ahora, adelantaba ambas manos hacia ella. Plantó los pies en cubierta y esperó con el alma en vilo. Y cuando lo tuvo lo bastante cerca, le soltó una patada. Se oyó un alarido y Kelly se felicitó mentalmente, sabiendo que le había alcanzado donde deseaba. Como una demente, se volvió y corrió hacia la borda. Prefería mil veces hundirse en el mar que ser violada por una horda de desharrapados.
Pero algo se interpuso en su camino. Chocó, se tambaleó y estuvo a punto de caer de espaldas. Unos brazos de hierro la sujetaron y ella enloqueció. Se revolvió, soltó puñetazos, patadas… y gritó con todas sus fuerzas. Pero cada vez se estrellaba contra una pared que la retenía y, después de un corto forcejeo, se le agotaron las fuerzas y se quedó desmadejada. Entonces sí. Entonces estalló en un llanto histérico ante la realidad de aquel peligro inminente y sin escapatoria.
Y oyó una voz que parecía regresar de la tumba.
– Los tiburones no son mejores que nosotros, señora.
Paralizada por el pánico que la oprimía sin remedio, Kelly apenas reaccionó, pero el corazón le comenzó a bombear de forma dolorosa, no podía respirar y temblaba como una hoja. ¡Aquella voz! ¡Aquella voz! ¡No podía ser cierto!
A su alrededor, el jolgorio de la turba asaltante espoleaba su orgullo malherido, pero ella se encontraba varada ante aquel pecho granítico que seguía reteniéndola y se sacudía con la risa.
Levantó la cabeza. Y sus ojos se toparon con dos lagos verde esmeralda que hicieron que le diera un vuelco el corazón. Porque su temor cobraba vida, no se había confundido. Ante ella, más avasallador y atractivo que nunca, chorreando agua y fundido con la oscuridad con su vestimenta negra, estaba el hombre que le había quitado el sueño desde que lo conoció. Enderezó el cuerpo y con voz como un latigazo, dijo:
– Suéltame de inmediato, Miguel.
Él se quedó petrificado. Sus músculos se tensaron y se aferró con más fuerza a aquel cuerpo femenino que volvía como una ensoñación. No podía apartar la mirada de ella. Aquel rostro, aquellos ojos azul zafiro lo lanzaban de cabeza a la locura. ¿Cuántas veces había soñado con tenerla? ¿Cuántas noches había pasado en vela, recordando sus besos? Todas y cada una de las mujeres que había habido en su vida desde que escapó de Port Royal y se unió a la flota pirata de Boullant se perdieron en la nada. ¿Qué habían significado sino un mero entretenimiento, un simple desahogo? Ninguna de ellas anidó en su corazón, porque éste se lo había robado una inglesa a la que odiaba.
¡Y ahora la tenía allí mismo!
– ¡Eh, capitán! -reclamó el fulano que había sacado a Kelly del camarote-. ¡Yo he atrapado a la hembra!
Hizo un amago de acercarse y llevársela, pero bastó la actitud de Miguel para disuadirlo.
Kelly quiso aprovecharse del momento y se revolvió entre sus brazos, pero sólo consiguió que él hiciera más presión sobre su cuerpo y que una mano masculina la sujetara del cabello, echándole la cabeza hacia atrás.
Y ella tembló al mirarlo, porque en los labios distendidos de Miguel vio una sonrisa posesiva y presintió que su destino iba a ser peor de lo que imaginaba.
Una voz engañosamente suave le susurró:
– Volvemos a encontrarnos, miss Colbert.
23
Kelly iba y venía de un lado a otro del camarote donde la habían encerrado como a un gato rabioso.
La habían separado de sus compañeras. La última vez que vio a Virginia, un sujeto alto y rubio la retenía, y aunque ella se debatía como una fiera, sólo provocaba la complacencia en él. De Amanda y Lidia no sabía nada en absoluto y el temor por la suerte de sus amigas la tenía en ascuas. Aunque, si tenía que ser sincera, temía más por sí misma.