Por enésima vez, atisbó por el ojo de buey. Atrapada y recluida en un camarote. ¡Así que ahora el antiguo esclavo de su tío se había convertido en un deleznable pirata!
Echó un vistazo a cuanto la rodeaba. Se preguntó cómo un barco de asalto podía disponer de tantas comodidades. Una habitación decorada con muy buen gusto, espaciosa y con detalles de clase. La cama, situada en paralelo al balcón de popa, ahora cerrado a cal y canto por si a ella se le ocurría alguna locura, era más propia de una casa que de una nave. El mobiliario, de calidad, escaso y bien distribuido. Y alfombras. Un reducto acogedor que ella, en sus circunstancias, no estaba en condiciones de disfrutar.
Elucubraba sobre los acontecimientos que habrían llevado a Miguel a aliarse con tal ralea. Después del ataque a Port Royal, todos creyeron que había muerto, acaso enterrado bajo toneladas de escombros, como tantos otros cuyos cuerpos destrozados recuperaron después, totalmente irreconocibles. Aún resonaban en sus oídos las blasfemias de su tío por la pérdida que le ocasionó.
Pero ahora, con un chasquido de dedos, como por arte de magia, Miguel de Torres irrumpía de nuevo en su vida. ¿No había comenzado ya a olvidarlo…? Se miró en el espejo de cuerpo entero atornillado al suelo y su boca esbozó un rictus irónico. ¿Olvidarlo? ¿A quién diablos quería engañar? Nunca había olvidado a Miguel. Durante todo aquel tiempo, su cuerpo había vibrado recordándolo y había derramado muchas lágrimas creyéndolo muerto.
Un escalofrío de miedo le recorrió la espalda al rememorar su mirada cuando lo arrastraban al carro que iba a llevárselo de la propiedad. Y, sin embargo, ésa no fue ni la mitad de acusadora que la de aquella misma noche, cuando se encontraron de nuevo. En sus ojos verdes y fríos descubrió que no sólo persistía el odio, sino la irrefrenable sombra de la venganza.
Kelly ahogó un suspiro y se dejó caer en el borde de la cama. Hacía rato que fuera no se oía nada, como si el barco se hubiera quedado vacío. La calma había ido tomando posesión de la nave y el silencio era casi tan opresivo como la algarabía anterior.
Pero no. La puerta del camarote se abrió de golpe y un sujeto de estatura baja y fuerte como un toro lo invadió. A Kelly se le aceleró el corazón, y retrocedió, pero, sin mirarla, él se acercó a la mesa y depositó allí una bandeja. Después sí clavó sus ojos en ella, sonrió y avanzó un poco. Kelly abrió la boca para gritar y el tipo se detuvo. Se la comió con los ojos, de arriba abajo, se pasó la lengua por los labios en un gesto lascivo que la hizo tragar saliva y, finalmente, salió, cerrando de nuevo con llave.
Por un momento, ni se atrevió a moverse. Tardó en recuperar el ritmo normal de sus latidos y volvió a sentarse. Maldijo su suerte y al destino que había provocado su secuestro. Miró la comida, pero no tenía hambre. ¿Cómo tragar ni un bocado cuando en su estómago danzaba una pesadilla?
Kelly trataba de razonar utilizando la lógica. Estaban en manos de unos desalmados, cierto. Pero ¿qué interés alentaba a un pirata a fin de cuentas, sino el dinero? No le quedaba más remedio que intentar negociar con ellos. Si no las lastimaban, ella se encargaría de que recibieran una buena recompensa. Su padre no dudaría en pagar lo que le pidieran por su rescate. No conocía a un solo ladrón que despreciara una buena oferta en oro. Claro que, pensó en un ramalazo de pánico, también podían ser vendidas como esclavas.
Sumida en sus negros pensamientos, no se percató de que no estaba sola. Ignorante de la compañía, enredó un dedo en uno de sus rizos y adelantó el labio inferior, dubitativa. Un carraspeo la hizo volverse y ponerse en pie como impulsada por un resorte.
Miguel había entrado sigilosamente y estaba con un hombro apoyado en el marco de la puerta.
A Kelly el nudo del estómago se le subió a la garganta y dio un paso atrás sin proponérselo. Él sonreía, como si su desamparo le divirtiera. Y precisamente esa actitud socarrona fue lo que a ella le dio fuerzas para enfrentársele. Levantó el mentón y lo retó con los ojos, escondiendo las manos a la espalda, porque le temblaban.
Miguel respondió con desdén y cerró la puerta con el tacón de la bota. Estaba empapado y harto de bregar con una tripulación que se disputaba su parte del botín antes aun de valorarlo. Sólo deseaba cambiarse de ropa y descansar. Amanecía ya y no había dormido nada en más de veinticuatro horas.
Sí, sólo quería ropa seca, una cena ligera y una cama.
Al menos, ése era el plan que tenía en su agotada mente hasta que vio a Kelly. A partir de ahí, todo se le vino abajo. Simplemente, no podía apartar los ojos de ella. Su primer impulso al reconocerla había sido retorcer su bonito cuello. Pero había sido sólo un segundo. Debía tomarse venganza. Una reparación completa por lo que los suyos le habían hecho. Y unos segundos de agonía mientras la estrangulaba no eran suficiente compensación.
Ella seguía mirándolo de frente, altanera y distante. Pero él sabía que sentía miedo. Estaba allí, en sus pupilas color zafiro, podía olerlo. Le gustaba provocárselo, porque eso lo resarcía. En Kelly Colbert iba a desquitarse por fin de tanta humillación y tanto dolor. Se dijo a sí mismo que aquella muñeca inglesa debía saber cómo se las gasta un caballero español.
El problema para Miguel era que en su despiadado corazón se abría una fisura de ternura ante una dama inerme que lo desafiaba con tanta valentía. En su lugar, otra estaría llorando. Suplicando. Kelly, no. ¡Demonios! ¿Qué le pasaba? ¿Por qué seguía deseándola?
– Exijo hablar con el capitán.
Se permitía dar órdenes. Miguel se mordió el carrillo para reprimir una sonrisa. Lo apretaba, la mala pécora. No pedía, no, ella ordenaba. ¿Realmente se daba cuenta de cuál era allí su condición?
– ¿Para qué?
– Tengo que proponerle un trato.
– No le interesa.
– Pues que sea él quien me lo diga. Por favor, llévame ante él.
– Le digo, señorita Colbert, que el capitán no está interesado en ningún tipo de trato con una prisionera.
El tono fue tan tajante que ella enmudeció.
Miguel suspiró con cansancio, cruzó el camarote, abrió el arcón de sus pertenencias y sacó una camisa y unos pantalones. De un armario cogió un par de botas altas.
Ella seguía sus movimientos, intrigada, controlando el errático latido de su corazón, decidida a insistir en su petición. Lo vio quitarse el sable que colgaba de su cadera y arrojarlo sobre la cama, y, por una décima de segundo, a ella se le pasó por la mente hacerse con él, pero lo desechó, porque no hubiera llegado ni a tocarlo. Cuando Miguel se libró de la camisa, los ojos de Kelly se suavizaron, solazándose en sus músculos endurecidos, la piel tostada, la anchura de unos hombros inabarcables…
Él se volvió y a ella casi se le escapó un lamento. Aunque decoloradas, aún podían apreciarse las marcas que Edgar le grabó en la espalda. Miguel se sentó en el borde de la cama y se quitó las botas.
– Si no quieres sonrojarte, miss Colbert, te recomiendo que mires hacia otro lado.
Metió entonces los pulgares en la cinturilla del pantalón y tiró hacia abajo. Ahogando una exclamación, Kelly le dio la espalda, notando cómo el calor invadía sus mejillas. Detrás… ¿él se estaba riendo? ¡Claro que sí! Se reía de ella, pero permaneció rígida, retorciéndose las manos, atenta a los movimientos de Miguel.
El cristal del ojo de buey se alió con ella y le devolvió el reflejo de su cuerpo: firme y bien formado. Su visión le provocó un repentino cosquilleo en el estómago. A la luz de los quinqués se lo veía muy moreno y el cabello, ligeramente más corto, acentuaba la anchura de sus hombros. Se fijó en el aro que adornaba su oreja y en el brazalete de oro y esmeraldas que exhibía en el antebrazo. ¡Todo un mercenario! Contuvo un suspiro delator, porque él era aún más atractivo y magnífico que como lo recordaba. Cerró los ojos con fuerza y así permaneció hasta que Miguel habló de nuevo.