– Ya estoy visible.
Kelly se volvió despacio. Y sus pupilas se dilataron, porque él se había puesto solamente unos ceñidos pantalones negros y se había calzado las botas, pero mostraba un musculoso torso desnudo, macizo, moreno y salpicado aún de gotitas de lluvia.
Para Miguel, su presencia significaba poco más que la de un animal de compañía, si dejaba de lado la comezón que no le abandonaba desde que la conoció. Acabó de secarse con la camisa desechada y se sentó a la mesa. Levantó la tapa de la bandeja y empezó a comer.
Kelly continuaba sin moverse, pero en su cabeza mil y una preguntas empezaban a tomar forma. ¿Qué cargo ejercería Miguel en la nave pirata? ¿Por qué actuaba con tanta seguridad? ¿Qué hacía en aquel camarote?
– Decías que deseabas hablar con el capitán… -comentó él sin dejar de comer. Kelly asintió, aunque estaba a su espalda y él no podía verla-. Entonces, puedes decir lo que sea.
¡Eso era! ¡Estaba en el camarote del capitán y él gobernaba aquel barco! Retrocedió un paso, sujetándose con una mano a la columna de la cama, porque el impacto de la noticia la bloqueaba. Estaba en manos del hombre que les había servido siendo esclavo y que ahora dirigía a una horda de desalmados. Hizo un esfuerzo por calmarse y habló con fingida seguridad.
– Si nos devuelven sanas y salvas, mi padre pagará un buen rescate.
Le pareció que los músculos de la espalda de Miguel se tensaban. Durante un momento, el silencio imperó entre ellos.
– He acumulado riquezas más que suficientes en este tiempo, señorita Colbert, como para que una recompensa pueda tentarme.
Kelly se tragó el orgullo y se acercó.
– Nadie desprecia una buena suma de dinero.
– ¡Yo sí! -bramó Miguel, incorporándose y haciendo que ella retrocediera.
El miedo reflejado en aquellas pupilas color zafiro le encantó. Tenía a aquella arpía inglesa donde quería e iba a empezar a pagar. Pero se obligó a calmarse y volvió a tomar asiento.
– Si quieres comer algo, hay suficiente para los dos. Pero olvídate de salir de aquí.
Kelly no era capaz de moverse. Parecía una estatua. Y a la vista de la firmeza con que él se pronunciaba, sus dudas se acentuaron. Sí, le temía, porque había cambiado demasiado desde la última vez que lo vio. Ya no era el esclavo al que Edgar casi mató a latigazos y al que obligaban a doblar el espinazo en los campos de caña de sol a sol. Esas heridas nunca se cierran del todo. En esos momentos era libre y se había vuelto un hombre fiero, casi un demonio. Y Kelly se sintió vulnerable como nunca.
– ¿Donde están las otras damas?
Miguel se volvió para responderle. Durante un segundo, se pareció de nuevo al hombre que la cautivó en «Promise». Pero fue solamente un instante. Hasta que habló.
– La muchacha blanca ha sido trasladada a otro barco. La mujer de más edad y la mulata están a bordo.
– ¿Están… bien?
– Deberías preocuparte por ti misma.
– Es posible. Pero estoy preguntando por ellas.
– ¿Quieres saber si han sido violadas?
No era una posibilidad tan remota y ella sintió un ligero vahído.
– Quiero saber si se encuentran bien, si no han sufrido daño de ningún tipo.
– ¿Qué mujer no se encuentra estupendamente después de un buen revolcón?
– ¡Eres un bastardo!
«¡Vaya con la damita!», se dijo. No se había desprendido de sus ínfulas.
– No has perdido tus aires de reina, ¿verdad, Kelly?
Cada vez más insegura, se limitó a escuchar, porque necesitaba saber.
– A Briset, mi contramaestre, parece haberle caído en gracia esa belleza café con leche. -El nudo en el estómago de ella se acentuó-. ¿Quien es la otra mujer?
– La carabina de mi amiga.
– Bueno -volvió a darle la espalda y continuó comiendo-, ella no tiene motivos para temernos. Es demasiado vieja para el gusto de mis muchachos.
– ¿Eso quiere decir que Lidia sí tiene motivos para temer?
– ¿Lidia?
– Mi criada.
Miguel se entretuvo en juguetear con la comida.
– Armand Briset no dejará que le toquen un pelo. Creo que ha decidido quedarse con ella.
– Botín de guerra, ¿no es eso?
– Exactamente.
– ¿Y yo?
La respuesta llegó tan rápida como una bofetada.
– Tú eres mi botín, preciosa.
24
Para Miguel, el mundo podía estallar en mil pedazos, no le importaba nada excepto la boca de Kelly respondiendo a la suya.
Era tan dulce como recordaba.
Su sabor lo subyugaba, lo ataba a ella.
Atrás quedaban, relegados en el abismo del olvido, otros muchos escarceos amorosos que nunca significaron nada. En esos momentos sólo existía ella, la mujer que lo trastornaba, que le robaba la voluntad, al son de cuya música danzaba.
Liberó sus labios para apoyarse sobre las palmas de las manos y contemplarla a placer. Kelly mantenía los ojos cerrados y respiraba agitadamente, todavía abrazada a su cuello. Como si necesitara su calor, elevó las caderas y se agitó entre sus brazos. Seda pura que espoleaba en él el impulso de fundirse con ella.
Se incorporó, la tomó de las manos y la levantó. La alzó en sus brazos, se acercó al lecho y la depositó en él con el mismo cuidado con que lo hubiera hecho con su más preciada joya.
¿Qué le estaba haciendo aquella mujer?, se preguntó, con los ojos clavados en aquel rostro de nácar que sus rizos enmarcaban como rayos de sol. ¿Quién era el prisionero ahora, cuando a una sola palabra suya se lanzaría de cabeza al infierno? ¿Quién era el esclavo?
Un insulto, rogó mentalmente. Un insulto que lo ayudara a liberarse de la atracción enfermiza que sentía por ella.
Pero no lo escuchó. Solamente encontró un par de ojos ardientes de deseo que, perdidos en los suyos, iluminaron su oscura existencia. En aquellas pupilas se leía un apremio tan fuerte como el que él sentía.
Sin dejar de mirar el maravilloso festín que el destino le ofrecía, se contorsionó para quitarse las botas, se arrancó la camisa y volvió a besarla antes de erguirse para desprenderse de los pantalones.
Los ojos femeninos se agrandaron al contemplar su desnudez y el miembro de Miguel se endureció aún más. Ella lo agasajaba con la mirada y él caía de nuevo en la turbulencia de una pasión reprimida mucho, mucho tiempo y que creía, pobre iluso, haber superado.
Kelly no podía ni quería dejar de mirarlo. Si Miguel resultaba atractivo vestido, verlo desnudo era como oír una sinfonía. Soberbio era una palabra pobre para describirlo. Si ella hubiera sabido esculpir, habría plasmado aquel cuerpo en bronce para disfrute de los siglos venideros. Era magnífico. No había en él ni un gramo de grasa, tenía la piel muy tostada y sus músculos semejaban cuerdas tensadas. Sin asomo de vergüenza, se fijó en aquel apéndice que se erguía orgulloso e insolente en medio de un nido de rizos oscuros y suaves. Le pareció un dios y se maravilló del poder que ejercía sobre él con sólo mirarlo. Y sonrió.
La poca cordura que a Miguel le quedaba se esfumó y la cubrió con su cuerpo. Libó de ella como la abeja de las flores. Volvió a adueñarse de su boca, la adoró con su lengua y encontró otra que se enroscaba a la suya, emulándolo en pasión, aunque sin experiencia.
Para él, precisamente, tal inexperiencia era el mayor de los regalos. Y eso lo excitó aún más.
Kelly sofocó un gritito cuando la boca caliente de Miguel abandonó la suya para deleitarse en sus pechos, erguidos de plenitud. Un fuego líquido transitaba por sus venas y sentía que se ahogaba en sensaciones desconocidas. No estaba preparada para aquel cúmulo de emociones y sólo podía asirse a él como a una tabla de salvación que evitara su naufragio.