Miguel sofocó sus gemidos regresando a sus labios, mientras sus manos, como serpientes lujuriosas, se perdían en los altozanos y cañadas de su cuerpo. Un cuerpo que Kelly pensó que ya no era suyo, porque se entregaba a él por entero.
Deseaba acariciarlo de igual manera, sentirlo dentro, que se unieran como un único ser, como un único aliento.
Sus dedos rozaron las cicatrices de Miguel. Por un segundo, se quedó rígida y él se apoyó sobre un codo para ver, aturdido, cómo por sus mejillas resbalaban dos pequeñas lágrimas.
Lo entendió mal.
O quiso entenderlo mal.
Porque imaginó que ella sollozaba por ir a entregarle el tributo de su honra.
Pero ya no podía pararse. Si se detenía entonces era hombre muerto. Con una rodilla, la obligó a abrir las piernas y entró en ella.
Kelly apenas exhaló un jadeo. Deseosa de recibirlo, solamente notó un pequeño pinchazo. Luego, la embargó un remolino que la apremiaba a arrastrarlo más adentro, a engullirlo; tanto, que nadie ni nada pudiera separarlo de ella. Elevó las caderas y secundó los embates de Miguel hasta que el volcán que bullía entre sus muslos alcanzó la cumbre y se derramó. En medio de sacudidas y gritos liberadores, oyó el gemido ronco de él que se le unía.
Agotada física y emocionalmente, dejó que las lágrimas fluyeran. Y así se quedó dormida, abrazada a él, sin saber que a Miguel se le partía el alma, convencido como estaba de su rechazo, ignorando que su llanto nacía del lóbrego recuerdo de su tortura en «Promise».
Sentada en la cama, abrazada a sus rodillas, Kelly rememoraba las últimas horas. Desde que se despertó no había dejado de preguntarse qué había sucedido. ¿Cómo era posible que se hubiera dejado arrastrar a semejante comportamiento? No sólo se había entregado a él, sino que disfrutó e intercambió caricias que aún la sonrojaba recordar.
Estaba aturdida. Intentaba convencerse de que Miguel la habría tomado incluso aunque ella se hubiese resistido, pero es que no lo había hecho. Ella solita había caído en sus brazos porque así quiso hacerlo. Como una mema. Porque lo deseaba. ¡Condenado fuese! Lo deseaba desde que lo vio por primera vez en Port Royal, exhibido en una plataforma en la que lo ofrecían en venta, pero orgulloso y altanero.
Y se odiaba por desearlo.
Sí, se odiaba. Porque sabía que Miguel la había usado como a otra cualquiera. Había satisfecho su necesidad de macho presumido y ahí terminaba todo. Ella era joven y, según le decían todos, bonita, y él… una ave de presa en la mar y en la cama. Poco o nada le había importado arrebatar su virginidad. Además, en sus oídos resonaban aún sus agrias y despectivas palabras recordándole su condición de esclava. Y de una esclava se tomaba lo que se quería, sin más.
Se sacudió en sollozos, sabiendo que era cierto, que le pertenecía y que ella no podía remediarlo. Y el llanto arreció porque la embargaba un sentimiento profundo y tibio cuando pensaba en él.
– ¡Maldito seas! -hipó. Miguel la había cautivado y eso sólo podía acarrearle ser la mujer más desgraciada del mundo, porque él aborrecía a los ingleses y, por tanto, la detestaba a ella. Tenía sobrados motivos, pero le dolía como una herida a la que se aplica sal.
Llamaron a la puerta y se cubrió.
– Adelante.
Timmy Benson entró en el camarote con su acostumbrado desenfado y ella se echó el pelo a la cara para esconder sus ojos hinchados, secándose disimuladamente con el embozo de la sábana.
– ¿Le apetece algo de comer ahora, señora?
– No, gracias. -Kelly simuló una sonrisa a medias-. Quiero que te sientes y me cuentes cosas.
– ¿Ha estado llorando? ¿Se encuentra mal? -preguntó el chico a pesar de todo.
– Las mujeres lloramos por cualquier cosa, Timmy -le dijo, para zanjar el tema-. Vamos, acompáñame un rato. -Palmeó el colchón invitándolo a sentarse.
– ¿Qué cosas quiere que le cuente? -se removió él, incómodo, sospechando que la muchacha estaba desnuda bajo las sábanas.
– Anda, siéntate. -Él acabó por acceder, acomodándose a los pies del lecho-. Dime, ¿qué tal es tu capitán?
Timmy se encogió de hombros, sorbiendo por la nariz.
– Pues… es el capitán -contestó, como si eso lo explicase todo.
– Pero tú navegas con él, vives con él. ¿Cómo te trata? ¿Cómo es?
– Una buena persona. Me salvó del capitán Depardier, ¿sabe? Ese cerdo me había dado una paliza y quería matarme, pero él lo desafió. Dudo que fuera solamente por mi pobre persona, más bien creo que odia a Depardier. Pero lo retó, sí. Y se jugó El Ángel Negro por mí.
– ¿Qué es el ángel negro?
– Pues esta nave, señora. La mejor de la flota pirata del capitán Boullant.
– ¿Quién es Boullant?
Y así, poco a poco, Timmy le fue hablando de los pormenores de sus días y de los protagonistas de los mismos. Al final, Kelly sabía el nombre de cada uno de los capitanes de la flota, así como los de las naves y, por supuesto, las hazañas de Miguel en la cofradía pirata en la versión admirativa del muchacho. Y también algún chisme, como una pelea de mujeres que tuvo lugar en la isla de Guadalupe para conseguir los favores del capitán. Después de la charla, ella llegó a dos conclusiones: que Miguel no era tan fiero como quería aparentar y que se había ganado una enemistad muy peligrosa, Adrien Depardier.
– ¿No tienes nada que hacer, mocoso?
Los dos se volvieron al unísono.
Timmy se levantó como una bala y se quedó muy tieso mirando al suelo, con las manos cruzadas a la espalda.
– ¿Te gusta mi cama, jovencito?
El niño ni respiraba, esperando.
– ¿O lo que te gusta es… -sus ojos insolentes barrieron el cuerpo femenino bajo las sábanas, que Kelly se subió hasta el mentón- lo que hay dentro de ella?
El rostro pecoso del muchacho se puso del color del tomate maduro y abrió la boca como el pez falto de agua, sin soltar prenda. Miguel lo agarró del cinturón, lo medio alzó del suelo y lo llevó hasta la salida, propinándole un ligero empellón en el trasero con la punta de la bota para cerrar luego la puerta.
– Es muy joven para según qué cosas, ¿no crees? -se burló.
– Viviendo entre degenerados como vosotros, aprenderá pronto -respondió ella sin darle tregua, rápida como un relámpago.
Pretendía defender a Timmy, al que Miguel había humillado, pero éste lo interpretó como un insulto hacia él. En dos pasos, se acercó a la cama y la sujetó del cabello. Con voz calmada, pero inflexible y dura, dijo:
– Aprenda o no, no consiento que nadie revolotee entre mis pertenencias. ¡Y tú me perteneces! ¿Entiendes? -Ella olía tan bien, la tenía tan cerca, que su boca lo atraía como un imán-. Si vuelvo a ver a ese macaco por aquí, le voy a…
La bofetada resonó como un trallazo.
Miguel se quedó estupefacto, fulminándola con la mirada. ¿Se había atrevido a levantarle la mano? No despegó un centímetro su cara de la de ella, sumido en emociones contradictorias que también Kelly veía, pero que no supo cómo interpretar. Le soltó el cabello y salió, pero antes le advirtió:
– No agotes mi paciencia, bruja inglesa, u olvidaré que eres una mujer y te aplicaré el mismo tratamiento que yo recibí de tu primo.