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25

Mientras Kelly se pasaba el resto del día encerrada, la tripulación de El Ángel Negro con su capitán al frente celebraba la victoria contra las naves inglesas. Tal como Miguel había prometido, se abrieron barriles de ron y, salvo el retén de guardia, el resto se dedicó a embriagarse.

Briset, acodado en la baranda del castillo de proa, miraba de reojo a su capitán, que mantenía un mutismo total desde que subió a cubierta. Y además estaba bebiendo como un cosaco, algo poco habitual en él, aunque el fuerte ron no parecía afectarle. Pero Armand llevaba a su lado el tiempo suficiente para saber que algo lo carcomía.

– Todos le agradecemos el ron, capitán.

Miguel volvió apenas la cabeza.

– Siempre cumplo mis promesas -respondió. Pero no estaba pensando en el acicate que había ofrecido a los muchachos cuando estaban a punto de abordar el Eurípides, sino en otra promesa que se hizo a sí mismo cuando vio morir a su hermano Diego.

Briset guardó silencio. Supo que Miguel volvía a abrasarse en su propio infierno. Lo lamentaba, porque un hombre no podía vivir eternamente con el rencor y él estaba ciego a todo lo que no fuera su recalcitrante odio.

– ¿Qué vamos a hacer con las mujeres?

Entonces sí que se ganó la total atención del joven.

– ¿Qué pasa con ellas?

– Bueno… Los prisioneros forman parte del botín, capitán. Los muchachos especulan sobre el rescate que vamos a pedir.

– ¡No habrá rescate! -masculló Miguel-. Al menos, no para esa zorra que tengo en mi camarote. ¡Ella es mía!

– No son ésas nuestras leyes, capitán, y lo sabe. Si insiste en quedarse con ella, tendremos problemas.

– Es lo único que reclamaré del botín, Armand. ¡Y no se hable más!

El francés calló. Se echó la garrafa de ron sobre el hombro y bebió directamente del gollete. En seguida le fue arrebatada por Miguel, que lo imitó y se la devolvió.

– No sé si me estoy metiendo donde no me llaman, pero…

– Entonces, mejor no hables.

– ¿Qué le debe esa muchacha? -preguntó su contramaestre de todas formas.

Los nudillos de Miguel se blanquearon mientras asía la barandilla.

– Es la sobrina del hijo de perra que me compró en Port Royal. Y la prima del que mató a Diego.

– Imaginaba algo así. Pero ella ni le compró ni asesinó a nadie.

– ¡Por la traición de Judas! -se exaltó su capitán-. ¿Qué te ha contado esa mulata que tienes en tu camarote? ¿Te ha pedido que intercedas por ella?

– No -le contestó con calma Briset. La prudencia le aconsejaba ir con pies de plomo, porque, aunque no temía sus arrebatos, tampoco deseaba irritarlo aún más-. Hasta ahora, he podido decir lo que pienso, y tengo intenciones de seguir haciéndolo.

– No acostumbras a callar, es cierto -concedió Miguel.

– Ni usted a hacer pagar a justos por pecadores.

– ¿Eso crees? ¿Acaso no he enfrentado a todo barco inglés que se ha cruzado en mi camino? Cualquier cochino hijo de británico que se ponga a mi alcance pagará por todo lo que me han hecho.

– Lo que creo es que ha bebido demasiado, señor.

Miguel se contuvo para no soltarle un puñetazo. Armand tenía buena parte de razón, lo reconocía, había bebido más de lo prudente. Pero no quería dar su brazo a torcer, demasiadas veces lo había hecho ya en Jamaica. Así que, maldiciendo en voz baja, se alejó de allí y bajó a la cubierta principal.

Briset chascó la lengua mientras lo miraba alejarse. Si él no era un memo completo, y no creía serlo, entre aquella belleza de cabello dorado y su capitán había mucho de lo que éste dejaba entrever. Y también sabía que surgirían problemas cuando Miguel comunicara a la tripulación que se quedaba con la chica, aunque renunciara a su parte del botín. Le dio otro trago a la garrafa y dirigió su pensamiento a la joven que había en su propio camarote. Una dulzura de piel dorada que merecía su total atención. El capitán muy bien podría apañárselas solo y, hasta que llegaran a La Martinica, pensaba saborear aquel caramelo que la Providencia había puesto en su boca.

Miguel atravesó el barco a largas zancadas y bajó a sus dependencias, pero con la mano en el picaporte de la puerta, flaqueó. Con Kelly Colbert delante de él… Volvió sobre sus pasos y se dirigió a las bodegas, pero se detuvo. ¿Adónde demonios iba? No podía huir de aquella pécora y eso era lo que estaba haciendo precisamente. ¡Maldición! ¡Aquéllos eran su barco y su tripulación! Y ella, solamente su prisionera.

Kelly no sabía cómo matar el tiempo. Sin nada que hacer y encerrada, se consumía. Afortunadamente, el pequeño Timmy la entretuvo un rato. Le preguntó sobre el alboroto en cubierta y el chico le comentó que estaban celebrando el botín conseguido a expensas de sus compatriotas. Pero poco más podía decirle.

Desaseada y sucia, con la ropa hecha jirones, consecuencia de su resistencia al bárbaro que la echó en brazos de Miguel, le preguntó al grumete si podía conseguirle aguja e hilo, junto con algunos baldes de agua. El niño le prometió que lo intentaría y se fue. Si Miguel celebraba con su tripulación la victoria, tardaría en regresar, así que tenía tiempo para adecentar un poco su lamentable aspecto.

Timmy le proporcionó varios cubos de agua salada y fría, y ella se lo agradeció con un beso que provocó su sonrojo. El crío era un encanto, se dijo Kelly. Intuyó que en él podía tener un aliado en aquella cueva de filibusteros.

Por si recibía visitas inesperadas, intentó darse prisa. Se desprendió de vestido, enagua y calzones. Desechó las medias, retazos de carreras inservibles, y lo metió todo en uno de los barreños. Había descubierto la existencia de un pequeño lavamanos disimulado en un mueble y se hizo con una pastilla de jabón, con la que frotó las prendas dejándolas después en remojo. Entonces se dedicó a su aseo personal.

Pendiente siempre de la puerta, se lavó cabello y cuerpo lo mejor que pudo. Se envolvió la cabeza con una toalla y utilizó otra más grande para cubrirse, a modo de toga romana. Aclaró la ropa y la tendió en el balcón. Al menos, Miguel había permitido que se abriera y que ella pudiera asomarse a respirar.

No había peine a la vista y necesitaba algo con lo que desenredarse el pelo. Cuando registró el camarote buscando una arma no estaba interesada en un peine exactamente y en esos momentos le parecía un descaro rebuscar entre las pertenencias de Miguel. Se conformó con arreglárselo con los dedos, aunque la maraña que le caía suelta por la espalda era un desastre. Bueno, se dijo, al menos lo tenía limpio.

En cubierta, las risotadas y los cánticos continuaban y ella seguía sin tener nada que hacer. Echó otro vistazo al camarote y se fijó en uno de los libros que adornaban una de las estanterías. Era un estudio sobre las distintas formas de cultivar tabaco y no le interesaba demasiado, pero no había otra cosa. Se acomodó en el suelo del balcón, dejando que los rayos de sol le secaran el pelo, y empezó a leer.

Y así, envuelta en su toalla, con el cabello cayéndole en cascadas trigueñas sobre los hombros desnudos y un libro en la mano, la encontró Miguel.

Abstraída en su intimidad estaba preciosa. Y el malhumor de él remitió como por arte de magia. Se esforzó para retener el bucolismo de la escena y mitigó el ritmo de su respiración, no fuera a hacerle desaparecer como un espejismo.

El pelo le brillaba bajo la luz solar, destellando cada vez que ella movía la cabeza echándose hacia atrás los mechones que la brisa llevaba hacia su cara. Como un sediento, bebió mentalmente en su piel desnuda: brazos de huesos largos, muñecas finas, manos elegantes, piernas descubiertas hasta más allá de la rodilla, que resquebrajaron sus defensas, y unos pies pequeños y deliciosos, de dedos finos y uñas cuidadas y sonrosadas. ¡Cristo! Su instinto activó su bajo vientre, reaccionando sin control ante la delicadeza de las formas femeninas.