Inspiró de golpe, pero siguió sin moverse incluso cuando ella lo vio, se impulsó y se puso en pie sujetando el libro contra su pecho, a modo de escudo. Escasa defensa ante la avidez visual con que Miguel la devoraba.
Kelly, ligeramente abochornada, entró, dejó el libro sobre la mesa, junto a los mapas, y retrocedió hasta el rincón más apartado del camarote.
Miguel vio cómo se alejaba de él, como de un apestado. Claro que ¿no era lo lógico?, pensó martirizándose. De una patada, cerró la puerta con estruendo.
– Veo que te has puesto cómoda.
– Lo siento -se excusó-. Necesitaba asearme un poco.
– ¿Acaso te he dado permiso para usar mi camarote como si fuera tu baño?
No hablaba. No preguntaba. Gritaba. A Kelly se le iban y le venían las ganas de mandarlo al infierno. ¿Por qué se enfurecía con ella? No había hecho nada censurable, salvo adecentarse. ¿Es que él no iba limpio y cómodo? ¿Quería humillarla haciendo que se sintiera como una rata? Se olvidó de su precaria situación y le plantó cara:
– Ya que no me queda otro remedio que permanecer en este camarote, capitán, creo tener derecho a un poco de higiene. ¿O tampoco?
En dos pasos, Miguel estuvo junto a ella y sus manos, como garfios, aprisionaron sus hombros descubiertos.
– De ahora en adelante, bruja, no tendrás más derechos que los que tu amo quiera concederte. ¿Me has entendido? Eso fue lo primero que me enseñasteis cuando llegué a «Promise».
A Kelly le temblaban las piernas de pura rabia, pero aun así no se dejó amilanar.
– ¿Ahora eres mi amo, capitán?
Los dedos de él apretaron con más fuerza.
– Eso es, muchacha. ¡Tu amo!
¿Se mostraba así de deleznable porque quería intimidarla? Elevó el orgulloso mentón y preguntó con descaro:
– ¡Qué rápido has aprendido lo que tanto criticabas! Y ¿qué se supone que debo hacer para complacer a mi amo, capitán?
Miguel se quedó momentáneamente en blanco. Que ella no le tuviera miedo no entraba en sus planes. ¡Condenada fuera! Se había propuesto acobardarla, imponerle su voluntad, humillarla como lo humillaron a él, pero no sólo no lo conseguía, sino que la joven lo desafiaba con cada mirada, palabra y gesto. Debería estar temblando y callada, por el contrario, era él quien debía dar explicaciones.
¿Qué diablos iba a hacer con ella?
De repente, se dio cuenta de que estaba a la defensiva. ¡Eso sí que no! Sus ojos se pasearon con insolencia por el rostro de Kelly, bajaron por su garganta, se deleitaron en sus hombros desnudos… y se quedaron prendados en la porción de piel que delataba el inicio de sus pechos.
Ella sabía que la agredía con los ojos, que estaba siendo marcada como una yegua, pero no lo demostró. ¡Ah, no! Si Miguel quería jugar al desalmado, ella sería una buena rival.
Se recriminó mentalmente la estúpida idea de permanecer sin ropa, pero se humedeció los labios con la punta de la lengua. Los latidos del corazón se le aceleraron cuando un dedo, como al descuido, ahuecó la toalla intentando hacerla resbalar. Ella se la sujetó más fuerte y trató de apartarse, pero las manos de Miguel la retenían muy cerca, ¡maldito fuera! Tan seductor como antaño.
– Imagino una o dos cosas para que mi esclava me complazca… esta noche.
¡Así que ésas tenían! Quedaba claro para qué la mantenía encerrada. ¡Condenado bastardo! Quería acabar con el juego que dejó inconcluso en «Promise». Se liberó de un manotazo y la toalla se deslizó un poco más, y esos segundos preciosos durante los cuales Miguel se quedó extasiado, le sirvieron a ella para poner distancia entre ambos y parapetarse detrás de la mesa, buscando con la mirada algo con lo que defenderse.
Él pretendió desanimarla con un aire socarrón.
– Ahora no hay sables a tu alcance, princesa. Soy algo más precavido. Pero puedes intentarlo con las manos.
Y comenzaron una carrera del ratón y el gato. Miguel jugaba a atraparla y ella lo esquivaba, una y otra vez, con la mesa entre los dos a modo de defensa. Durante un rato, a él le divirtió el entretenimiento. Sonreía como un maldito bribón, seguro de atraparla cuando le viniera en gana. La encontraba deliciosa así, sulfurada, más belicosa que asustaba.
Kelly se tropezó con la caja que de costura que Timmy le había proporcionado. ¡Allí estaba su salvación! Metió la mano y enarboló las tijeras frente a Miguel.
– Acércate y te las clavo.
Ya no era un juego y él lo entendió así. Se quedó parado al otro lado de la mesa. «Ya ha hecho su aparición el duende belicoso», pensó con admiración. Nunca dejaría de sorprenderlo.
– Juro por todos los santos que voy a colgar al imbécil que te la ha proporcionado.
– Cuelga a quien te venga en gana, pero mantente alejado de mí.
– ¿Y si no quiero?
– La herida del sable fue un accidente, pero si te alcanzo ahora, clavaré estas tijeras en tu negro corazón.
– Para eso, primero tendrás que acercarte, princesa. Y Armand no va a permitirlo. -Echó una rápida mirada hacia la balconada.
Kelly cayó en la trampa. Se medio volvió para ver dónde estaba Briset y Miguel no le dio tiempo a reaccionar. Ya estaba cansado de la broma, así que saltó por encima de la mesa y, aún en el aire y con un insulto de ella en los oídos, le atrapó la muñeca. Cayeron al suelo en un revoltijo de brazos y piernas. Kelly gritó, pataleó y lanzó dentelladas, pero Miguel la redujo con pasmosa facilidad, reteniéndola con su peso.
Pero ni mucho menos había vencido. La toalla que la cubría apenas había resbalado durante la refriega y ahora estaba desnuda bajo su cuerpo. Inerme a causa del pudor, se quedó paralizada, mientras que a Miguel le costaba reaccionar. Se miraron, retándose mutuamente, sin hablar. En el camarote, el jadeo de ambos resonaba en el silencio.
Él sentía urgencia por asaltar aquellos labios húmedos y apropiarse de una boca que lo llamaba como un canto de sirenas, lamer su aterciopelada piel, perderse en el valle de sus pechos, que subían y bajaban impulsados por una acelerada respiración, recorrer cada montículo, cada depresión… La insatisfacción de su lujuria lo aturdía, lo dejaba sin fuerzas…
Kelly fue consciente de su abultado miembro pegado a su estómago y sus ojos lo miraron con temor.
Miguel se sabía un indeseable. Un tipo que había caído en el fango del pillaje y que allí medraba, sin importarle demasiado vivir o morir. Pero en un rincón de su corazón lleno de odio aún sobrevivían los principios que le inculcó su padre. Y el miedo en los ojos de Kelly lo impulsaba a consolarla, a convencerla de que no debía temerle. El anhelo de que ella se confiara a él fue un trallazo para su ego. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué se detenía entonces? Ella no era más que una maldita inglesa.
Reteniéndola por las muñecas, bajó la cabeza y se apoderó de la boca que lo había vuelto loco en Jamaica y que en ese instante lo conquistaba, privándolo de voluntad.
Como respuesta, Kelly, lejos de resistirse, respondió con el mismo fuego que a él lo consumía. La imperiosa necesidad de poseerlo la mareaba y le devolvió el beso con toda el alma. Rodeó con los brazos el cuello de Miguel, bebiendo del néctar que aplacaba su sed, golosa de unas caricias que suplicaba que no se acabaran nunca.
26
Kelly se tambaleó. Lo que tanto temía, se confirmaba. Sabía lo que aquello significaba y un acceso de rabia se apoderó de ella. Saltó hacia la cama, cogió el sable antes de que él pudiera impedirlo y, como una fiera acorralada, blandió el arma y retrocedió guardando las distancias.
– ¡Antes te arranco el corazón, español!
Miguel se levantó despacio. Sabía que podía reducirla, pero ella estaba fuera de sí y siempre cabía la posibilidad de recibir un tajo. Estaba muy asustada y, por tanto, era muy vulnerable. Se la veía tan desesperada como para intentar cualquier locura. Dio un paso adelante, pero Kelly no se movió.